El pueblo de Venezuela tiene derecho a defenderse

¿Cómo un pueblo va a permanecer indefinidamente impávido mientras lo someten a hambre, violencia y desempleo masivos y le coartan toda posibilidad de opinar, votar y manifestarse?

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Por primera vez, hemos visto imágenes de ciudadanos derribando estatuas y propaganda del régimen (Foto: Reuters/Henry Romero)
Por primera vez, hemos visto imágenes de ciudadanos derribando estatuas y propaganda del régimen (Foto: Reuters/Henry Romero)

Una vez más, la dictadura de Maduro les ha arrebatado a millones de personas su esperanza más inocente y sincera. Los ciudadanos venezolanos hicieron un esfuerzo sobrehumano. Se organizaron y asumieron serios riesgos para disputar unas elecciones sumamente desiguales y peligrosas. Pero, otra vez, el régimen decidió echar por la borda todo el sacrificio.

El camino pacifista es muy loable, pero cada vez más, y con justa razón, a los venezolanos se les está acabando la paciencia. Han sido realmente estoicos aguantando insultos, agresiones, amenazas, asesinatos constantes y crímenes de lesa humanidad durante 25 años. Empero, todo tiene un límite. Por primera vez, hemos visto imágenes de ciudadanos derribando estatuas y propaganda del régimen, e incluso agrediendo a funcionarios.

Se puede estar ingresando en un terreno complejo, que es el de la violencia. De todas maneras, la situación ya es, de por sí, extremadamente ardua para el ciudadano de a pie. Este debe tolerar la ausencia de toda garantía y protección frente al abuso y la violencia cotidianos. Todos fuimos testigos, a través de imágenes en tiempo real, de la forma en que Maduro y sus secuaces envían a sus grupos de choque motorizados a deambular por las calles amenazantes, dando a entender que la vida de las personas depende de su absoluto arbitrio. También del tenebroso secuestro, en vivo y en directo, de dirigentes opositores por parte de servicios de inteligencia paraestatales.

Es fácil reclamarles pacifismo a quienes padecen una autocracia cuando uno tiene la suerte de no sufrirla. ¿Cómo un pueblo va a permanecer indefinidamente impávido mientras lo someten a hambre, violencia y desempleo masivos y le coartan toda posibilidad de opinar, votar y manifestarse?

La dictadura venezolana no es improvisada. Una de las autocracias más sofisticadas y poderosas que jamás haya existido, la URSS, fue la que exportó a Cuba su método de sometimiento y, luego, el castrismo lo transfirió a Venezuela. Incluso hoy mismo Maduro posee el apoyo de Rusia y China, con todo lo que eso significa. Es preciso, en este punto, realizar una distinción entre dictadura autoritaria y totalitaria. Si bien en todos los casos la lucha no violenta contra una autocracia es sumamente difícil y arriesgada, cuando se trata de un totalitarismo (la forma más absoluta de opresión), todo se complica mucho más. Prácticamente no hay antecedentes de rebeliones pacifistas exitosas contra sistemas totalitarios, como el de Venezuela. En el caso del gran Mahatma Gandhi, su sublevación fue contra un régimen colonial autoritario, e incluso en algunos aspectos semi autoritario. Y el opresor no era un dictador, sino una metrópoli democrática, como el Reino Unido. De hecho, la gran apuesta del líder indio fue conquistar la opinión pública británica desde una resistencia pacífica que le concediera una clara superioridad moral. Y lo logró.

Uno de sus más brillantes discípulos, Nelson Mandela, accedió a utilizar la fuerza una vez que todas las instancias pacíficas se habían agotado. Llevó a cabo una guerra de sabotaje, intentando evitar por todos los medios posibles las víctimas humanas. Mandela y sus compañeros justificaron estas acciones como un último recurso en una lucha contra un régimen extremadamente opresivo. Así y todo, el apartheid era una mezcla extraña de leyes inusitadamente discriminatorias y opresivas contra la población negra, pero en un marco general de instituciones democráticas heredadas del Common Law anglosajón. Esto creaba una situación mixta, en cierto modo, entre el autoritarismo y el totalitarismo.

Cabe preguntarse si alguna vez la lucha pacífica logró derribar un régimen estricta y puramente totalitario. ¿Podría un movimiento no violento haber frenado a los nazis o al estalinismo? Podría citarse el caso de la caída del Muro de Berlín en 1989, en Alemania Oriental, y los episodios equivalentes que le sucedieron en Europa del Este. Pero, en ese caso, sin quitarle mérito a los valientes europeos que lograron semejante hito histórico, la dictadura totalitaria no era endógena. Estaba impuesta por la URSS y, cuando esta empezó a debilitarse, su suerte de imperio o régimen colonial encubierto dejó de tener sostén. Fue una hazaña extraordinaria, pero no está claro en qué medida un proceso de descolonización podría compararse con el caso venezolano.

En el plano teórico, es posible una lucha no violenta contra un sistema totalitario. Se debe lograr tanta masividad y superioridad moral como sea necesaria para torcer la voluntad de los operadores del sistema de opresión del régimen (principalmente, las fuerzas armadas). Sin embargo, en términos prácticos, es extremadamente difícil, casi imposible.

No quiere decir esto que necesariamente haya que abandonar la lucha no violenta de forma completa. Pero, como hizo Mandela, hay que ajustarla y adaptarla al contexto. A veces, echar mano mínimamente a la fuerza, con criterios humanitarios y en legítima defensa, puede aumentar sensiblemente el costo de la opresión para la dictadura. Y esto incrementaría las probabilidades de que las fuerzas armadas y de seguridad se negaran a reprimir o asesinar inocentes.

No tiene mucho sentido seguir pidiéndoles a los venezolanos que acudan continuamente a exponerse a la agresión de grupos de choque y servicios de inteligencia macabros, sin ninguna posibilidad de defenderse. Debe haber un cierto costo o riesgo, por mínimo y desproporcionado que sea, para los agentes de la dictadura. No existen en este asunto recetas mágicas. Y toda alternativa que se escoja tendrá sus riesgos y deberá ejecutarse con sumo cuidado. Sería lo ideal que el pacifismo absoluto funcionara, pero es difícil que ello sea así.

En cierto modo, se puede decir que ese camino ya ha fracasado tantas veces que empezó a ser abandonado por los propios venezolanos, aunque sea limitadamente, en estos últimos días. Como dijimos, empezaron a visualizarse algunas incipientes reacciones violentas contra el régimen. La gran pregunta es si esa resistencia violenta va a aumentar y, si ello fuera así, si lo hará de forma desordenada e inorgánica o con un liderazgo democrático claro.

La no violencia no es un dogmatismo pacifista absoluto. Se trata de agotar todas las instancias pacíficas y reducir el uso de la fuerza a lo mínimo indispensable, en legítima defensa. Quizás, siguiendo el ejemplo de Mandela, si las actuales manifestaciones masivas no lograran su cometido (Dios quiera que no sea así), se deba pensar en alguna forma de guerra de sabotaje y el uso de ciertas armas elementales para defenderse de los grupos de choque y los servicios, no como medio de agresión.

En cualquier caso, hay una verdad incuestionable: el pueblo venezolano, como todo pueblo, tiene derecho a defenderse y a resistir contra la opresión por el medio que resulte más eficaz y humanamente adecuado. Y a las democracias del mundo nos toca apoyar ese esfuerzo por todo medio que sea requerido por los representantes democráticos del pueblo de Venezuela.

La dictadura de Maduro y compañía, igual que la cubana, no se conforma con oprimir a su propio pueblo. Busca exportar su sistema autocrático y es refugio seguro para múltiples redes de criminalidad organizada y narcotráfico, que son utilizadas como fuerza de choque y fuente de recursos. Si las democracias del continente americano no nos comprometemos con la máxima firmeza con el pueblo de Venezuela por solidaridad -como debiera ser-, hagámoslo, por lo menos, por una simple cuestión de egoísmo.

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