El país de las verdades muertas

Existe una forma común y difundida de mentir diciendo la verdad. Podemos definirla como la vía de la hipocresía. Es afirmar una verdad reconocida como tal, promover un principio de certeza indiscutible, ocultando que se hace o se hará lo contrario

Guardar
Cuarentena (Franco Fafasuli)
Cuarentena (Franco Fafasuli)

Mentir con la verdad

Entendemos por “mentira” el hecho de decir lo contrario a la verdad con el propósito de engañar. Mentira, en consecuencia, no es lo contrario a la verdad, sino a “decir la verdad”, como explicó Kant. Lo que no recoge la definición es que para que la mentira sea eficaz -es decir, para que consiga engañar- debe parecerse a la verdad. Debe ser verosímil. Mientras más se le parezca, más eficaz será.

Las relaciones entre mentira y verdad, en consecuencia, son más complejas de lo que parece a primera vista. ¿Qué pensarían ustedes si yo les dijera que es posible mentir diciendo la verdad? Es una tesis que han propuesto algunos filósofos.

En 1943, Alexandre Koyré afirmaba que el régimen nacionalsocialista estaba enteramente fundado en la mentira. Nada de verdad había en él. Cuando se planteó la objeción de que Adolf Hitler había explicado previamente su proyecto político en su libro Mi Lucha -es decir, había sido sincero en sus propósitos- Koyré respondió que se trataba de un plan tan monstruoso y descabellado que nadie en su sano juicio le habría creído.

Más recientemente Peter Sloterdijk ha sostenido, en su ensayo sobre el deseo de la sociedad actual de ser engañada, que ya se encuentran antecedentes de esto en los escritos revolucionarios de Lenin, en los que se muestra un oportunismo descarado, muy alejado del pensamiento de Marx. Lenin también habría engañado diciendo la verdad.

Ambas propuestas apuntan a lo mismo: mentir por vía del cinismo. La idea es que nadie les iba a creer. No me terminan de convencer. Hay una forma mucho más común y difundida de mentir diciendo la verdad. Podemos definirla, para el caso, como la vía de la hipocresía. Se podría resumir como afirmar una verdad reconocida como tal, promover un principio de certeza indiscutible, ocultando que se hace o se hará lo contrario.

En el discurso público actual hay verdades -importantes, relevantes, fundamentales para el espacio público- que se han convertido en formas de engaño: en mentiras. Vamos a repasar algunas de ellas.

Estado

Es prácticamente inconcebible pensar en la política moderna sin el Estado, una agencia poderosa que constituye el instrumento fundamental de cualquier gobierno. Es asimismo incomprensible el capitalismo sin el complemento del Estado: la pacificación y unificación territorial, la centralización jurídica y la simplificación fiscal fueron la condición imprescindible del desarrollo de los mercados y las industrias.

Sin embargo, quienes ahora se pronuncian prudentemente por una reforma del Estado, un necesario reequilibramiento entre este y la Sociedad, hasta ayer eran partidarios acríticos del «Estado presente», una organización burocrática, voraz, monstruosa e ineficaz. Nadie les cree.

No se diga nada del trauma que se infligió a la población durante la cuarentena: de un día para el otro el tándem Gobierno/Estado dejó de ser ese gordo bonachón pero ineficaz para convertirse en un tirano implacable que les prohibió ir a trabajar, mandar a los chicos a la escuela, ir al tempo, cuidar a los enfermos o despedir a sus muertos.

Por paradójico que parezca, la reforma del Estado en la Argentina de hoy sólo puede legitimarse a través del discurso de su destrucción/aniquilación.

Derechos Humanos

He aquí una de las grandes invenciones del Derecho moderno: un conjunto de garantías que protegen la vida, la integridad física, los bienes y las libertades de las personas frente a los posibles (y frecuentes) abusos del poder. Nadie puede cuestionar esto, al menos en el plano de los principios.

Sin embargo, si se mira la puesta en práctica de estos principios, los organismos oficiales de Derechos Humanos, las organizaciones y referentes que los promueven tienen en nuestro país una conducta abiertamente selectiva y facciosa.

Básicamente los Derechos Humanos sirven para juzgar y procesar los crímenes de lesa humanidad durante el Proceso y reclamar por ataques contra militantes y dirigentes de organizaciones ideológicamente afines.

La reciente violación masiva de derechos humanos cometida por un gobierno democrático -asesinatos, torturas y privación ilegítima de la libertad durante la cuarentena- no ha merecido la menor atención de los organismos y organizaciones de Derechos Humanos.

No es de extrañar que la causa de los Derechos Humanos caiga en su totalidad en el campo de los discursos engañosos. Cuando se trata de personas sencillas, sin militancia ni compromiso político, nadie se hace cargo de sus garantías individuales.

Justicia Social

Usualmente se entiende el concepto de justicia como un tipo de acción compensatoria o reparadora: «dar a cada quien lo que le corresponde». Esta idea depende de otra, que usualmente no se ve, o no aparece: la idea de un orden justo de las cosas, equitativo y armónico, en el que cada uno tiene lo que le corresponde. Eso lo vio Platón hace más de dos milenios, y mucho después le pusieron el nombre de justicia social.

Es un principio noble, muy importante para la práctica de todo gobierno. Pero cuando la justicia social se convierte en un sistema de reparto de insumos básicos a poblaciones socialmente excluidas y económicamente deprimidas a través de organizaciones que se quedan con la parte del león y generan a su vez una clientela electoral cautiva, la justicia social pierde todo sustento en la realidad y se convierte en otro fraude más. En un robo, para ser más precisos.

Protesta social

Es sabido que una de las innovaciones de las democracias modernas es internalizar el conflicto, organizar y limitar la puja por el poder. Pero también es cierto que en ocasiones el sistema no alcanza a incluir todas las posiciones enfrentadas, por lo que permite una forma alternativa de presión y expresión en el espacio público: huelgas, marchas, actos de protesta. Es una válvula de escape para el descontento social, es sano y saludable.

Sin embargo, la práctica de la protesta social se ha convertido en la Argentina en una forma regular de negociación de determinadas organizaciones sociales y gremiales con capacidad de movilización con el Gobierno, con el objeto de obtener beneficios puntuales. No son protestas ciudadanas, son ejércitos bien organizados que ocupan y deterioran el espacio publico con agendas muy precisas.

No es extraño, por tanto, que los ciudadanos no encuadrados en esas organizaciones, que tienen que transitar día a día el espacio público para trabajar, estudiar o descansar, se entusiasme con el accionar represivo de las fuerzas de seguridad. La protesta callejera no solamente ha perdido el sentido por completo para la gran mayoría de la población: se ha convertido en su enemigo.

La vastedad del engaño

El escueto análisis que acabamos de hacer sobre algunos tópicos puede extenderse a otros, igual de relevantes: el feminismo, las organizaciones sindicales, la reforma educativa. Son discursos agotados en su capacidad de transmitir verdad.

Igual que en los anteriores, por detrás de cada uno de ellos la mayoría de los argentinos vislumbra dos cosas: 1) un interés de facción, que restringe los beneficios de cada ámbito a unos pocos avivados; 2) negociados y prebendas particulares a costa de recursos públicos.

Es por eso que cuando los figurones del santoral progre se asombran ante la emergencia reciente de diferentes formas de crueldad discursiva o material, omiten cuidadosamente referirse al completo vaciamiento de esos tópicos fundamentales que les son tan queridos. El desengaño siempre es cruel, y frecuentemente se expresa en formas de crueldad.

La pregunta final es de qué forma esos discursos importantes, imprescindibles, pueden reincorporarse a la discusión pública con la legitimidad que les corresponde. Ganar la confianza de alguien es relativamente sencillo. Lo difícil es recuperarla cuando se la ha perdido. En realidad, no son los discursos en sí los que han perdido su poder de comunicar verdad, sino por carácter transitivo, culpa de la conducta de quienes los sostienen y los promueven. Es muy probable que su rehabilitación dependa del reemplazo de unos interlocutores por otros con la suficiente honestidad intelectual, coherencia moral y responsabilidad pública. Difícil, pero no imposible.

Guardar