Política mundial: sin lugar para escenarios alentadores

En su lucha global contra el terrorismo, la hegemonía estadounidense relativizó soberanías y el fenómeno de la globalización se resintió, sobre todo a partir de la crisis financiera de 2008

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De Estados Unidos y China
De Estados Unidos y China dependen las posibilidades de un “bipolarismo estable” (Foto: Reuters/Kevin Lamarque)

Una de las realidades más llamativas del mundo actual es la casi ausencia de imágenes o conjeturas prometedoras sobre el rumbo del mismo. La situación contrasta fuertemente con lo que ocurría a principios de los años noventa, cuando, tras el fin de la Guerra Fría y el desplome de la Unión Soviética, surgieron múltiples hipótesis.

Entonces, estaban las hipótesis clásicas como la de poderes en equilibrio, unipolarismo, entre las principales. Pero también las de nuevo cuño, como la de “aldea global”, el multilateralismo activo y, sobre todo, la de los bloques geoeconómicos. Pocos especialistas concentraban tanto seguimiento como el estadounidense Richard Rosecrance y su enfoque sobre el advenimiento del “Estado comercial” y su máxima expresión, el “Estado virtual”.

El “régimen” de la globalización, la punición militar a Irak por invadir Kuwait y el “momento onusiano” reforzaron el curso promisorio del mundo, aunque en paralelo ocurrían hechos como la guerra en la ex Yugoslavia o, ya en la segunda mitad de la “década frenética”, la carrera nuclear en Asia del sur y la primera extensión de la OTAN.

Pero todo cambió a partir del ataque perpetrado por el terrorismo transnacional al territorio más protegido del planeta, Estados Unidos. En su lucha global contra el terrorismo, la hegemonía estadounidense relativizó soberanías y el fenómeno de la globalización se resintió, sobre todo a partir de la crisis financiera de 2008.

Se considera que la cooperación internacional que hubo para gestionar dicha crisis fue el último momento de colaboración internacional, pues desde entonces, y sobre todo a partir de los sucesos en Ucrania que terminaron con la captura o anexión rusa de Crimea en 2014, el escenario internacional ingresó en un ciclo durante el cual se fueron afirmando las denominadas “políticas como de costumbre”, es decir, primacía del interés nacional, incremento de capacidades, mayor descenso del modelo multilateral, fuerte ascenso de la desconfianza y la discordia internacional, etc.

Finalmente, la pandemia y la guerra anclaron el mundo a un estado de inquietante incerteza estratégica, situación apenas aminorada, a pesar de la desglobalización, por el comercio entre las naciones, casi siempre el último reducto en tiempos de desorden y desavenencia internacional.

En este contexto, prácticamente desaparecieron las hipótesis esperanzadoras, al tiempo que aumentó el pesimismo: de acuerdo a la encuesta Global Foresight 2024 que realiza anualmente el think tank estadounidense Council Atlantic a numerosos expertos de distintas partes del globo, el 70 por ciento consideró que el mundo estará peor en 2034, es decir, dentro de una década. Si bien se trata de un porcentaje alto, hay matices que relativizan el pesimismo, por caso, en relación con el posible uso de la fuerza por parte de China para resolver la cuestión de Taiwán: a la luz de la resistencia que encontró Rusia en una Ucrania apoyada por Occidente, se considera que Pekín evaluaría seriamente hacerlo. Pero en otros casos, como por ejemplo las armas nucleares, más del 80 por ciento de los encuestados considera que al menos un Estado actualmente no nuclear tendrá armas atómicas en 2034, aunque el 60 por ciento no cree que se utilicen dichas armas en los próximos diez años. Los porcentajes también son altos en el segmento de la ciberseguridad, es decir, en relación con la posibilidad de manipulación de la información o con la eventualidad de lo que en Estados Unidos denominan un “Pearl Harbor electrónico”, esto es, un ataque cibernético de escala que produzca un apagón estratégico nacional.

Dejando de lado aquellas conjeturas que, más allá de las crisis, siempre prometen “un mundo feliz”, existen actualmente expectativas, en ciertos casos excesivamente entusiastas, sobre el rumbo del mundo hacia escenarios en los que la inteligencia artificial, las tecnologías emergentes y la biotecnología implicarán un cambio de paradigma.

Sin duda que el mundo se está aproximando a posibilidades de elaboraciones cada vez más asombrosas o sobrehumanas. Pero, supongamos por un momento que se alcanza la posibilidad de que a través de la IA se reduzca el margen de error de la diplomacia frente a determinados conflictos en los que se hallan en liza intereses de poderes preeminentes, ¿admitirán dichos actores una “indicación inteligente” (relativamente) contraria o inconveniente para sus intereses o ganancias?

Winston Churchill, un realista en política mundial, sentenciaba que jamás una potencia permitiría que una organización internacional adoptara decisiones por ella. En el escenario del siglo XXI podríamos hacer casi la misma sentencia: “Jamás una potencia preeminente permitirá que la IA o una ‘diplomacia artificial inteligente’ adopte decisiones por ella”.

Para considerar que ello no vaya a ser necesariamente así deberían producirse transformaciones en el ser humano, pero aquí rige la incertidumbre: no estamos en condiciones de asegurar si esos cambios podrán llevarse adelante ni qué consecuencias tendrían si se llevaran adelante. En política internacional, el realismo, con todos sus defectos, “no juega a los dados”, es decir, no se plantea escenarios desconocidos.

Los especialistas no desestiman los riesgos que podría traer la IA, pero pareciera que el tema central que les “ocupa y “preocupa” es, de nuevo, la ciberguerra y la ciberseguridad, es decir, cuestiones “menos futuristas”. En un artículo divulgado en la Review of International Studies publicada en mayo de 2024, Mark Lacy plantea un escenario en el que una combinación “híbrida” de actores estatales y no estatales fuera capaz de organizar actos de guerra informática.

Más allá de lo dicho en párrafos anteriores, el tema resulta inquietante frente a aquello que Avi Jorisch, el autor de Next. Una breve historia del futuro (2024), denomina “Repúblicas digitales”, es decir, países que intentan funcionar sobre la base de una conectividad prácticamente total de la sociedad y la economía, por caso, Estonia o Japón. Sin embargo, estos sensibles avances nacionales e internacionales podrían colapsar ante aquel tipo de ataques “híbridos” (de hecho, Estonia ya los ha sufrido).

En cuanto a hipótesis relativas con la posibilidad de una suerte de régimen o condominio estratégico bipolar entre China y Estados Unidos, las posibilidades de un “bipolarismo estable” están muy asociadas a la principal exigencia de Pekín ante Estados Unidos: reconocimiento y respeto estratégico, no la contención estratégica-militar y la presión económica-tecnológica que aplica Washington.

Se estima que en los próximos años la relación se mantendría sin cambios. Pero si China no consigue aquellos objetivos y se reafirma la política de contención estadounidense (intentando medidas que debió haber llevado adelante hace más de dos décadas cuando el país asiático se hallaba en despliegue), China podría dar un paso frente al que hoy muestra reluctancia: firmar con Rusia un Tratado de Reaseguro que estipule que cada parte apoyará a la otra si fuera atacada por Estados Unidos o por la OTAN, según uno de los escenarios que planteó el experto Mat Burrows antes de la invasión rusa a Ucrania.

En relación con la hipótesis sobre un mundo multipolar, mientras parece existir un consenso relativamente extendido sobre un Sur Global en clave de bloque, otras miradas menos optimistas advierten sobre el riesgo de una “multipolaridad desequilibrada”, esto es, según el Informe CIDOB 2024, los relatos de los poderes hegemónicos son desafiados, los poderes intermedios marcan las agendas regionales y los poderes mayores se ven obligados a buscar sus propios espacios.

En cuanto a la hipótesis sobre el equilibrio de poder, el mismo parece haberse vuelto algo perimido por al menos dos razones: por un lado, el “mundo Westfalia”, es decir, el de Estados (occidentales) soberanos, además de la emergencia de actores no estatales erosionantes de la autoridad del Estado, no resiste los múltiples polos globales; por otro lado, muy relacionado con esto último, la emergencia de nuevos polos restringe la relevancia de los valores de Occidente.

La forma práctica de verificar este fenómeno de restricción que destaca el especialista Colin Bradford se aprecia, por caso, en las votaciones en la Asamblea General de la ONU sobre la condena a la invasión de Rusia a Ucrania el 2 de marzo de 2022, y sobre la suspensión a Rusia en el Consejo de Derechos Humanos de la organización el 7 de abril. Ambas votaciones “revelan la magnitud del impulso hacia la toma de posiciones independientes y compensatorias: un total de 77 países pusieron objeciones a la condena en las dos votaciones, es decir, el 40 por ciento de 193 miembros de la ONU. En otros términos, el 40 por ciento está siguiendo otra narrativa. Esto sería un “orden mundial multivalente”.

Por ello, como bien sostiene el experto ruso Andrei Tsygankov, el orden internacional dependerá cada vez de negociaciones complejas sobre el equilibrio de poder y las diferencias culturales y de enfoques globales, es decir, ya no bastará con pautas internacionales tradicionales.

En suma, prácticamente hay muy escaso margen para consideraciones o conjeturas optimistas sobre el rumbo del mundo. Predominan hipótesis con derivas internacionales peligrosas y desestabilizantes. Las más extremas nos dicen, según el citado Mark Lacy, que el impacto de las emergencias climáticas y otros peligros tecnológicos podrían provocar un desorden global como nunca antes se había experimentado, trasformando o mutilando los mismos cimientos de la política internacional. Las menos pesimistas nos hablan de una inquietante ambigüedad: ni guerra ni paz.

Nunca el escenario internacional y mundial ha sido tan retador para los analistas.

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