Catalina Gutiérrez desapareció el miércoles 17 de julio. Le pidió el auto a su mamá. Se iba a ver con amigas y su novio en el Patio Olmos para jugar al bowling. No llegó. La aplicación de rastreo de su iPhone llevó hasta el barrio Ampliación Kennedy, en Córdoba. El Renault Clio en el que estaba su cuerpo estaba parcialmente quemado. Catalina fue golpeada y estrangulada. Catalina murió a causa de una asfixia.
La causa no está caratulada como femicidio, pero es un femicidio. Es la muerte de una mujer por ser mujer. Es una muerte imperdonable, evitable, dolorosa y tan cruel que traspasa la pantalla del teléfono por el que Catalina era conocida en las redes sociales. No le paso por inseguridad. No le hubiera pasado si no era una chica. Es un femicidio aunque no haya abuso, ni el responsable sea su pareja o ex pareja. Fue femicidio. No debería discutirse una palabra, sino cómo se protege a las chicas para que vivan en libertad.
Catalina estudiaba arquitectura en la Universidad Nacional de Córdoba. Era influencer o esa palabra que refleja su influencia, mostrando paisajes y costumbres, en Tik Tok e Instagram. Su cuenta era seguida por 84 mil personas. Usaba un collar con una luna y tenía tatuada una estrella. Su sonrisa interpela. Mira, como La Giaconda, a los que no quieren mirar, por la justicia que no permite que esté viva.
Néstor Aguilar Soto, único detenido, decía ser su amigo. No hay amistad en el odio. Tiene 21 años. Su celular indicó que estaba con ella en el momento del asesinato y confesó el femicidio. “Era el amor de mi vida”, dijo, según algunos medios. Pero no era amor, no es amor, no hay nada de amor, en el asesinato de Catalina, en el de ninguna mujer, en el de ninguna piba, en el de ninguna novia, en el de ninguna amiga, en el de ninguna chica que no quiere tener una relación o que quiere. No es amor, es violencia.
En Argentina cuando una mujer era asesinada por su pareja, su ex pareja o alguien que pretendía ser su pareja, los titulares hablaban de “crímenes pasionales”. Las letras rojas no desaparecieron por arte de magia. Las periodistas feministas peleamos para que se entendiera que la pasión es una virtud y el crimen una aberración. No se mata por pasión, sino por poder. La pasión parece inevitable. Pero los femicidios pueden -y deben- ser evitados. Los crímenes de mujeres por quienes dicen amarlas o desearlas pero que son capaces de lastimarlas y quitarles el aire no es pasión, amor, amistad, ni locura. Es femicidio.
No todos los crímenes son evitables. No todo lo que se hizo evitaba los femicidios. Pero el crimen de Catalina duele más en un país que no solo no la protegió, sino que deja a la intemperie a las chicas que todavía podrían ser salvadas. Argentina retrocedió a punto cero las políticas para evitar la violencia de género y los argumentos para desarmar la protección a las mujeres incendian un odio que tiene consecuencias, hechan leña al fuego, tiran nafta en el combustible del machismo.
Duele que no solo no se hizo nada para evitar el crimen, sino que el desmantelamiento de las políticas públicas para prevenir femicidios y los argumentos estatales para justificar que no hay femicidios manchan de complicidad la necesidad de supervivencia de las jóvenes. No se las puede proteger si se les dice a los violentos que no hay obstáculos y si se les señala a las chicas que no van a ser escuchadas.
Soto estudió en el colegio religioso Don Bosco, que pertenece a la Asociación Damas Salesianas, en Bariloche. La Educación Sexual Integral (ESI) tiene que aplicarse y evitar la escalada de la violencia machista en los varones adolescentes. La Ley Micaela no es una batalla cultural que mejor dejar archivada. Si no se entiende que una chica tiene derecho a desear, a amar y a elegir el machismo de los varones jóvenes es un filo que queda limado e incrementa el peligro.
En este caso se conoció que una chica había señalado en redes que fue acosada por el detenido. Las adolescentes tienen que poder hablar y ser escuchadas. Y los indicios de violencia tratarse a tiempo para que no hagan daño y no escalen de violencias desarmables a la punta del iceberg: los femicidios. “Reiteradas veces hablé con la preceptora por situaciones raras de él. Nunca me escucharon. Tenía que matar a una chica para que se dieran cuenta. Qué horror todo”, resaltó la joven en un posteo en X.
“Insistió varias veces cuando le dije que no y lo tuve que empujar para que se alejara de mí”, relató. No es no. No es no. No es no. La deberían haber escuchado. Si la hubiera escuchado se podría haber actúado a tiempo. Desarmar el acoso como modus operandi en varones jóvenes no es atacarlos, es prevenir una violencia más grave. Escuchar a las jóvenes no es una moda, es una forma de prevención que no se puede archivar e incrementar el peligro de las que siguen en la lista.
Sí se podía hacer algo: leer, escuchar, actúar. Ahora no hay vuelta atrás. Las mujeres que denuncian violencia, las chicas que señalan el acoso lo hacen por ellas, por las otras, por las que vienen y por las que se necesita salvar de ser las próximas víctimas. Si se las tapa, se las niega, se las persigue o se las ignora, el daño no es a una, es a las que no se logra proteger de ser una nueva presa y de una violencia que tiene que dimensionarse como un peligro real. “Se podría haber evitado si me hubieran escuchado en su momento, pero no lo hicieron”, denunció la joven.
La imputación, en principio, es la de homicidio simple, sin el agravante de violencia de género que convertiría al expediente en una investigación por femicidio. La carátula puede cambiar. Pero ya es escandalosa esa configuración. No solo por el agravante, sino por el desdibujamiento generalizado del riesgo de las chicas por salir, por tener amigas, por brillar, por tener aspiraciones, por decidir sobre su vida.
El riesgo es generalizado y genera miedo en otras, en las muchas otras, que tienen miedo de salir, de decir “sí” o de contestar “no”, de viajar o de exponerse, de estudiar o de mostrarse. Es femicidio porque no la mataron por una situación neutra, sino por ser una joven y su asesinato afecta a muchas más en la expansión del miedo, por ser chicas (en todos los sentidos de la palabra) y por no crecer por la asfixia y el terror de ser asfixiadas que redobla el crímen en la multiplicidad de efectos que generan los femicidios en la paralisis social sobre las pibas.
En Argentina, del 1 de enero al 30 de junio del 2024, hubo 151 víctimas violencia de género, según el informe del Observatorio de Femicidios en Argentina “Adriana Marisel Zambrano” que dirige La Casa del Encuentro. “La violencia de género en Argentina continúa sin disminuir y la sensación de que no le importa a nadie es el sentimiento que nos invade todos los días. Nos encontramos ante la realidad de un Poder Ejecutivo que no considera urgentes las políticas públicas hacia la erradicación de las violencias sexistas”, destacó Ada Rico, Presidenta de La Casa del Encuentro.
“Se siguen desmantelando y vaciando los organismos que deberían llevar adelante planes y programas para dar cumplimiento a leyes nacionales que fueron avances importantísimos y marcaron agenda a otros países de América Latina dejándolas huérfanas”, sostuvo Rico.
Ada Rico destacó: “Denunciamos este ensañamiento que genera un efecto de amplificación de conductas en una parte de la sociedad que se apropia de estos relatos misóginos y crueles expresando su odio en las calles, las redes sociales y todo lugar donde interactúen. La violencia se profundiza cada vez más y puede llegar a su expresión más extrema: el femicidio”.
La Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA) señalaron la “gravedad y el alcance del desmantelamiento de las políticas públicas fundamentales para la prevención y atención de casos de violencia de género”. En un informe analizaron el cierre de la Subsecretaría de Prevención de la Violencia de Género que había creado el propio gobierno.
El riesgo es explícito. Allí está el tuit del ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, que habla de la violencia para TODOS (en mayúscula), vanagloriándose para una tribuna misógina de desmantelar la protección de las mujeres. El problema es que no es X (ex Twitter), en la vida real muchos pueden leer que ya no hay nada ni nadie que los detenga. Todos, no es todas. Lo que se hacía no alcanzaba, no lograba evitar la muerte de mujeres, jóvenes y niñas, pero desprotegerlas completamente es retroceder y desamparar. Pero, algo mucho más grave, es que genera señales de luz verde a los acosadores, abusadores, maltratadores y femicidas.
No hay palabras para graficar el dolor de una muerte. Pero sí no se puede volver a poner en palabras la justificación de la muerte de las jóvenes. No se puede callarlas, asustarlas, culparlas, hacer que la muerte de una sea el miedo de muchas. No se puede confundir el amor con el odio, el acoso con la obligación y la pasión con el femicidio. La muerte es el símbolo más dramático de que el tiempo no se puede retroceder. Pero Argentina tampoco debe ignorar la muerte de jóvenes como si nada hubiera pasado. La muerte de Catalina no debería ser contada. La de ninguna más. Y protección a todas las jóvenes que tienen derecho a salir, a decidir, a decir sí, a decir no, a amar y a divertirse, con quién quieren y como quieren. Justicia para Catalina.