Lo que sigue es una historia real. Le sucedió a un amigo en un reciente viaje a Europa, y permite tomar el pulso de la enfermedad feminista -sí, enfermedad- que aqueja a la cultura occidental. Me refiero a este feminismo andrófobo en que ha derivado esta 3a ola del movimiento, una que promueve el apartheid sexual.
El protagonista de esta anécdota, al que llamaremos Francisco, viajaba a Europa con su esposa para visitar amigos. Antes de ir a París, destino último del viaje, pasaron por Madrid. Como ilustración del exacerbado clima feminista que se vive, me contó esta historia: “Mirá lo que me pasó. Fuimos con dos amigos a comer una pizza a un bar. Un tipo entra a pedir un café. La moza le explica que no era un lugar para café, que solo lo servían al final de las comidas. Y el tipo se pone reviolento: ‘Yo quiero un café, quiero un café…’, va y viene, reclamo y explicación, la pobre chica ya no sabía qué decirle o cómo pararlo cuando el tipo medio que se le quiso ir al humo. Ahí yo me paro y le digo ‘señor, la señorita no hace más que cumplir con las órdenes que le da la empresa, tranquilo por favor, no sirven café acá’. El tipo nos mandó a todos a la m…, nos puteó a todos. Se notaba que estaba mal y en esos casos nunca se sabe. A final se fue. La chica estaba completamente alterada, y entonces yo le doy un abrazo, y cuando me doy vuelta me estaban todos mirando a mí…”
Ahí la voz de Francisco ya es de indignación. “La chica me reagradece, me dice ‘me siento tan reconfortada’, pero cuando me doy vuelta todos me miran a mí…”, repite con tono de incredulidad.
“¿Qué les pasa?”, les preguntó. “No se toca a una mujer”, le replicaron, con tono solemne, de reprobación. Como los nenes cuando aprenden una regla. Los chicos son drásticos. Eso no se hace. La indignación de mi amigo ya era total: “Ah, bueno.. no… Ustedes están todos locos o ¿qué les pasa?”, les tiró.
La esposa intervino: “Mi marido la está protegiendo y defendiendo y ustedes… la está consolando, déjense de embromar”.
“La verdad es que una situación de mierda nos hicieron pasar con toda esta ideología”, enfatizó Francisco, en obvia alusión al feminismo en boga. “Lo pasé remal, sobre todo por la sorpresa; yo no quería que me aplaudieran, pero sí quería que todos comulgáramos en un mismo sentido, y en cambio me encontré ‘desnudo’ ahí. Sólo me apoyaron mi esposa y la chica agredida, que la verdad es que se pasó la piba, era de esas guapas, desenvueltas, retrocedió porque el tipo era grandote y lo veíamos muy raro, por ahí tenía un desequilibrio, se puso muy violento en segundos. Pero en vez de decir ‘muy bien señor, gracias por intervenir’, no, fue ‘no se toca a una mujer’ así, recriminándome. A uno le dije: ‘¿Usted qué hubiera hecho, hubiera dejado que le peguen? ¿que ese chiflado sí la toque, pero con los puños? Yo traté de calmar la situación’, todavía me tenía que justificar”.
¿Saben qué le contestó el muy cobarde?: “Sí, pero no la tiene que abrazar’”...
“Me arruinaron el día, la pasé remal -me dijo mi amigo-. Les dije: ‘Si no les molesta yo me voy a la mierda de este lugar, lo único que me gusta de acá es el coraje de esta chica’. Nos fuimos, pero la amargura que me quedó…”
Se olvidó que estaba en el país donde condenaron a Luis Rubiales por un “beso no consentido”, dado a la vista de todo el mundo, festejado reiteradamente por la “víctima” y equiparado luego por las energúmenas del feminismo español al peor de los ultrajes.
En Francia, a Francisco y a su mujer muchos amigos también les hablaron de este clima de recelo, de esta histeria colectiva que termina llevando al apartheid sexual. “En las zonas rurales no tanto -me dijo-, pero cuando te acercás a lo urbano, París, y otra ciudad a la que fuimos, la gente nos comentaba que estaban hartos, hartos. Un hombre mayor, de 70 años, me dijo: ‘Me tengo que cuidar todo el tiempo de lo que digo, ahora cuando voy a hacer las compras, hago una lista en papel y la paso para que me preparen todo sin hablar... a mí, que me gustaba charlar y bromear con las feriantes, en los puestos, pero he visto discusiones feísimas, entonces, mejor ni abrir la boca…”
Mi amigo cerró su comentario con una pregunta-reflexión, que va al centro del tema: “¿Cómo un pueblo tan culto ha llegado a contagiarse de todas estas pelotudeces?” Lo decía en relación a Francia. Pero vale también para Madrid y, desde luego, para Buenos Aires. Para toda la Argentina, diría, pero esta enfermedad feminista es esencialmente un fenómeno de clases medias urbanas. De ciudadanos (y ciudadanas) del mundo.
He escuchado a chicas jóvenes decir que si un señor les explica algo, las está subestimando. Mansplaining le llaman y ahí andan, “empoderadas”, con el detector de micromachismos en la cabeza, envenenando los vínculos. Hay feministas que se ofenden si un señor les cede el paso…
Lo de los cobardes del bar de Madrid es resultado de la belicosidad de género que pone al varón siempre en el lugar de la sospecha y de la implacable campaña de deconstrucción de las masculinidades desatada en las sociedades menos machistas del universo, a saber, las occidentales.
La masculinidad es tóxica, según este nuevo “paradigma”. Por eso proliferan los manuales que explican cómo deben portarse desde ahora los varones para dejar atrás su pasado de privilegiados, explotadores de mujeres. Se los quiere formatear desde la escuela.
Un ejemplo es “De chicos a hombres, una guía de educación sexual integral para trabajar con los varones en la escuela y en la familia”, obra de Leandro Cahn, Mar Lucas, Marcelo Gutiérrez y Cecilia Valeriano, patrocinada por la Fundación Huésped.
Sin sorpresas, el manual destaca la importancia de la ESI, una falsa educación sexual que en realidad consiste en adoctrinamiento en transgenerismo o doctrina queer (revisen los textos que se han puesto a disposición de las escuelas en los últimos años). La ESI soluciona los problemas que causa “la masculinidad como la conocemos”. La masculinidad trae consigo una serie de privilegios, dicen, cuya contracara son los micromachismos (¿el “privilegio” de pagar la cuenta en el restaurante?).
Entre los datos que confirman que la masculinidad tradicional es tóxica, señalan que “los varones mueren más y mueren antes” y que “el análisis de las muertes por causas externas muestra que los varones sufren 3,6 veces más lesiones no intencionales que las mujeres; que se suicidan 3 veces más y sufren casi 4,5 veces más lesiones por agresiones que las mujeres”.
Todo esto justificaría que los hombres se victimicen. Pero no, estas cifras son en realidad culpa de los propios varones, de la masculinidad tóxica. Como explican los autores del manual, esas estadísticas “son costos de los mandatos de masculinidad, estos costos no son separables de sus privilegios, más bien son ‘daños colaterales’ por un uso excesivo de las prerrogativas de género y por las luchas por las posiciones de jerarquía entre ellos”.
¿Se entiende? Por ejemplo, si mueren más hombres en accidentes de tránsito es por su manejo temerario. Por hacerse los machitos. No porque -se me ocurre- los varones estén más presentes en oficios y profesiones que requieren circular en vehículos (camiones, autos, motos, etc).
Los autores citan de modo condenatorio las respuestas de algunos jóvenes a un estudio de la Dirección de Adolescencias y Juventudes del Ministerio de Salud de la Nación del 2021 que indagaba sobre “el papel que tiene la construcción de las masculinidades en los procesos de salud, enfermedad y cuidados en adolescentes varones escolarizados en la Argentina”. Por ejemplo, los encuestados dijeron: “El macho siempre tiene que ser el más protector, el que protege a las mujeres. Eso ya lo tenemos implantado”.
Para escándalo de los autores del Manual, estos chicos todavía no se han deconstruido; siguen creyendo que un hombre debe ser protector con las mujeres. En el bar de Madrid habrían actuado como Francisco. La muchacha, agradecida.
“La investigación existente a nivel mundial –y que se ratifica en este estudio argentino– da cuenta de que la socialización de los sujetos varones tiene un impacto negativo tanto en su vida y salud como en la de las mujeres y otras identidades con quienes ellos se relacionan”, afirma el Manual.
¿Será mejor que los varones no se relacionen con las mujeres?
“No podemos esperar que esto cambie de un día para el otro”, agregan, comprensivos. Hay que darles tiempo a los varones para cambiar. Tienen que renunciar a los privilegios. Quizás suicidarse menos para no sacar ventaja en esto también… Perdón por el cinismo.
En otro blog deconstructor, se lee que desde la infancia a los varones se les enseñan cosas para ser bien machos, como escupir (sic), levantar cosas pesadas, abrir un frasco en el primer intento y hacer asados.
Mujeres, si se cruzan con un deconstruido, no esperen que se ponga de pie, que les abra la puerta o les ceda el paso o el asiento. Ni hablar de defenderlas si un chiflado o borracho se les viene al humo... Eso sí, tranquilas: no las va a tocar.
O sea, no esperen más que las ayuden con la valija, ni que les abran un frasco de tapa demasiado enroscada. La masculinidad deconstruida no hace esas cosas. Eso es tradicional y no corre más. Ni un asado.
Hay que romper el pacto patriarcal. Renunciar al machismo, la homofobia (¿defecto solo maculino?), dejar de ser siempre los proveedores y aprender a cuidar a otros y otras (suena contradictorio). Y un imperativo ético: mostrarse vulnerables.
Me hace gracia esa idea de que, en el pasado, sólo los varones despreciaban, recelaban o se burlaban de homosexuales y lesbianas. Se llevarían muchas sorpresas si pudieran viajar en el tiempo. Con frecuencia las mujeres eran más prejuiciosas y conservadores que los hombres.
Pero además, ¿en qué país vivió esta gente? Yo, en uno donde los hombres siempre supieron cuidar a otros y otras.
Falta lo mejor: los varones, dice el bloguero, además de deconstruirse, tienen que ser respetuosos con las luchas que está dando el feminismo y evitar ocupar lugares que no les corresponden.
Yo pregunto, ¿no les corresponde un lugar a los varones que en Argentina promovieron el voto femenino (Perón), la primera ley de cupo (Menem), que reformaron el código civil para emancipar a la mujer (Guillermo Borda, en 1968), que denunciaron por primera vez el acoso sexual (Bernardo Neustadt), etc, etc?
Son las feministas las que deben ser respetuosas de la historia porque en Argentina no existió jamás la lucha feminista que quiso instalar el relato kirchnero-izquierdista para adjudicarse méritos imaginarios y apropiarse de conquistas ajenas. Los avances en materia de participación femenina no se lograron mediante una enemistad de género como la que quieren instalar hoy, sino mediante la cooperación varón-mujer, no fueron derechos arrancados al “patriarcado”.
La ley de cupo de 1991 -votada por un Congreso abrumadoramente masculino- fue la que facilitó el ingreso al Parlamento de señoras como Cristina Kirchner, Patricia Bullrich, Lilita Carrió, Graciela Camaño, etc. Cambió la fisonomía del Congreso, mucho antes del estallido feminista.
Las reformas al Código Civil en los años 60 implicaron la plena capacidad civil de las mujeres. Su autonomía financiera. Es decir, hace medio siglo que cayó el patriarcado que las feministas de hoy dicen estar volteando.
En cuanto al acoso sexual, un señor no deconstruido, bien conservador, fue el primero en llamar la atención, en el año 1990, sobre esta realidad que padecen tantas mujeres.
Si un colega de trabajo o un compañero de estudios te invita a salir o te piropea, aceptás o rechazás el avance, y si se pone pesado, lo mandás a paseo. Terminado el problema. Ahora, si el fulano en cuestión es tu jefe o tu profesor, la cosa cambia de color. Si además te da a entender que te va a ir peor o mejor según cómo respondas, el tema ya es bien oscuro. Eso es el acoso sexual. Es muy desagradable y condenable que una persona se aproveche de su posición jerárquica para obtener favores sexuales. Es pecado y debería ser delito.
Y esto, claro, me lleva al caso Brieger. Resulta que la deconstrucción de las masculinidades no lleva a algunos a comportarse como caballeros. Tampoco la ideología nak&pop es garantía de buena conducta. El asunto indigna, pero no sólo por el caso en sí sino porque demuestra muy bien la hipocresía de cierto feminismo (de mujeres y varones).
Ya conocen el caso. Pedro Brieger, analista internacional estrella de medios como la TV Pública, C5N, Radio La Red, Página 12, etc, fue mandado al frente por un colega varón de otro medio, Alejandro Alfie, que escuchó y creyó los relatos de algunas periodistas que habían sufrido el baboseo, exhibicionismo, acoso, etc, de ese señor, en diferentes contextos.
Poco después de la revelación en redes, 19 (diecinueve) mujeres del medio se reunieron para confirmar la conducta desviada del analista. De inmediato, los mismos que lo venían encubriendo desde hace más de 20 años le soltaron la mano y lo exiliaron de la esfera de medios K o filo K en la que venía orbitando a sus anchas.
Este caso confirma que todo esto del género es una impostura, un fingimiento, una pose o una moda.
Falso el empoderamiento de tantas que no pudieron pararle los pies a un desubicado. Sorprendente la defección de tantos señores, que conocían la situación y no actuaron, no defendieron del acoso a sus colegas o subordinadas.
Como buenos deconstruidos, se dijeron que no era su deber proteger a las mujeres. Y ellas, ¿no están acaso empoderadas? ¿sororas? ¿no pasan de los tipos? Que se embromen, me sale decir. Ya no está Bernie Neustadt para defenderlas.
Pero voy a eximir de esto a las chicas que fueron alumnas o subordinadas de Brieger, porque, como dije, en esa situación es cuando se configura el acoso: cuando se depende de la buena o mala voluntad del aprovechado. En esas condiciones, hablar, señalar, puede tener un elevadísimo costo. También debemos eximir a las que sí denunciaron en su momento y no fueron escuchadas. O dieron con encubridores. Señores que, como no han estado en esa situación, creen que no para tanto.
Pero luego están las otras y los otros. Están esas que, cuando desde Hollywood lanzaron el MeToo, fueron legión en empoderarse, en denunciar -genéricamente-, en asegurar que, cayera quien cayera -o sea, varios inocentes-, se terminarían los abusos.
Y luego esos deconstruidos que se decían feministas, hacían mea culpa, asumían todos los pecados que, según la ideología de género, vienen asociados a la condición de varón. Entre ellos, el propio Brieger. Circula en redes un video en el cual éste dice: “Nos cuesta imaginarnos otra sociedad que no tenga la base de la estructura patriarcal”, aceptando la mentira sobre el país en el cual vivimos, que de estructura patriarcal hace rato no tiene nada. A continuación, decía que le parecía “muy interesante la incorporación de la “e”, del todes”...
La capacidad de supervivencia de Brieger ha sido admirable (empezó sus tropelías en 1994). Sobre todo si consideramos que el feminismo -la impostura de género- se convirtió en bandera central de las gestiones de CFK y de Alberto Fernández. La hipocresía fue mayúscula, la de él y la de sus apañadores. Sus actitudes configuran un delito menor en el abanico de ofensas sexuales. Pero si te rajás las vestiduras por el género, si te estás entrenando en lenguaje inclusivo…
¿O será que todo era pour la galerie? ¿O será que, si denunciaban al fulano, se les caía eso de que los abusadores, los machistas, son de derecha?
Confirmando que el lenguaje inclusivo es una pose, cuando no una cobertura, decía también Brieger en el video: “Me parece que (el todes) mete una cuña, respecto de cómo hablamos, del género que usamos al hablar siempre en plural masculino, y los esfuerzos que tenemos que hacer al hablar, que yo trato de hacer, por ejemplo, de decir las personas y no los hombres, es todo un aprendizaje que vamos incorporando; tuvo mucha fuerza el todos, todas de hace un tiempo atrás (sic), que ahí tuvo un gran mérito Cristina de empezar a incorporar y machacar con el todos y todas”.
La deconstrucción no fue completa o todo es un paripé.
[Este artículo reproduce contenido de mi newsletter “Contracorriente”. Para recibirlo por mail suscribirse aquí]