Una conjetura imposible de probar y tres preguntas

El autor de “Después de las 09:53-AMIA: Cartografía de un atentado”, se centra en la aparición del conductor del coche bomba y reflexiona sobre el porqué hay que volver a contar una y otra vez el atentado del 18 de julio de 1994 en la mutual judía

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El atentado a la AMIA ocurrió el 18 de julio de 1994
El atentado a la AMIA ocurrió el 18 de julio de 1994

Ibrahim Berro tiene 21 años, es mecánico, se ha comprometido con su novia y vive en el barrio de Al-Ouza’I, en Beirut, con su padre y su madre, Hussein y Latifa, y muchos hermanos. Es 1994. Uno de ellos, Assad, ya murió: estrelló en 1989 su coche cargado de dinamita contra un convoy militar israelí. Mohamad, otro hermano, morirá en 1995 en circunstancias no muy claras con un arma de caza. De acuerdo a una hipótesis que la Justicia argentina manejará durante años, Ibrahim Berro es parte de Hezbollah, cree en la inmolación, el partido lo prepara mental y espiritualmente, y él acepta llevar a cabo un atentado en el barrio de Balvanera, en Buenos Aires. En Pasteur 633. La misión: estrellar una Renault Trafic atiborrada de explosivos y destruir la AMIA. Berro es muy joven y parece muy decidido. Me pregunto qué hubiera dicho si hubiera grabado uno de esos testamentos en video. ¿Acaso lo grabó?

El viaje desde el Líbano es largo; por suerte va acompañado por un colega. Primero vuelan a San Pablo y después a la Triple Frontera, donde la comunidad libanesa los recibe. Es como estar en casa. Se supone que entraron con pasaportes griegos falsos a Ciudad del Este y que se alojaron con una familia activa también en el islamismo. Se supone que luego pasaron con esos mismos pasaportes a la Argentina: uno de los colegas tenía un contacto de la Gendarmería que le abrió el camino en el puente Tancredo Neves. Y listo, el atacante ya estaba adentro del país, y rumbo a Buenos Aires.

Ibrahim Berro
Ibrahim Berro

La AMIA fue destruida. Luego pasaron los años. En septiembre de 2005, el fiscal Alberto Nisman llegó a Detroit para escuchar a dos libaneses: Hassan y Abbas, de la familia Berro. El primero tenía 42 años y seis hijos. El segundo tenía 27 años y era mecánico dental. Hassan y Abbas estaban integrados a la sociedad estadounidense, pero Nisman —que ahora era quien dirigía la investigación del atentado— quería saber sobre ellos porque un informante libanés que fue interrogado por agentes argentinos en Uruguay entregó lo que todos estaban esperando: el nombre del conductor suicida, Ibrahim Hussein Berro.

Antes, en marzo de 2003, el juez Juan José Galeano había presentado la hipótesis sobre Berro advirtiendo que también era posible que hubiera muerto en el sur del Líbano. Ahora el FBI había encontrado a los hermanos Berro. Una fiscal de la Unidad de Contraterrorismo del Distrito Este de Michigan dirigía el interrogatorio. Nisman estaba con su fiscal adjunto y con un sujeto de aspecto muy normal, hábil con los aparatos electrónicos: Antonio Stiuso, el famoso espía de la SIDE.

Uno de los hermanos juró que estuvo con Ibrahim una o dos semanas antes de su muerte, y la situó el 9 de septiembre de 1994; o sea, después del atentado. También contó que el muchacho había dejado la escuela y a sus amigos en 1989; y que luego de que el hermano Assad muriera inmolado, Ibrahim había comenzado a desaparecer por varios días. Quizás iba a campos de entrenamiento, a los que entraba con la ayuda de su hermano Alí Hussein, enfermero de un hospital de Hezbollah.

Los dos hermanos recordaron que desde que la explosión de un auto lo dejó rengo, a Ibrahim le costaba moverse, y creían que el lugar donde había muerto era un pueblo llamado Talousah. La historia se atascó. Pero Nisman y Stiuso escucharon que el cadáver nunca apareció, y eso es lo que necesitaban para insistir e insistir, hasta que Hassan perdió la paciencia: “¡No puedo soportar más de ustedes! ¡No sé qué está pasando!”. Muy sencillo: si no había cadáver, no había muerte en Talousah.

Los restos que pudieron ser rescatados de la Traffic
Los restos que pudieron ser rescatados de la Traffic

Al final, uno de los hermanos aceptó hacerse un test de ADN para cotejar con un pequeño tejido guardado en la Argentina, que se suponía que pertenecía al conductor de la camioneta. Era un breve fragmento hallado entre los pedales.

El resultado fue negativo.

Y desde ese momento, la participación de Ibrahim Hussein Berro, ese muchacho de Beirut, se convirtió —según me dijo el fiscal Sebastián Basso (actual titular de la UFI AMIA)— en “una conjetura imposible de probar”.

Sin embargo, cuando terminé de escribir Después de las 09:53—AMIA: Cartografía de un atentado, toda esta historia me dejó pensando tres cosas. Primero, cuán común y sencilla pudo haber sido la experiencia del atacante que se inmoló en el atentado a la AMIA (se llame como se llame): no hubo más que un plan simple pero efectivo.

La tapa de "Después de las 09:53-AMIA: Cartografía de un atentado", de Javier Sinay
La tapa de "Después de las 09:53-AMIA: Cartografía de un atentado", de Javier Sinay

Segundo, que pareciera que en la causa AMIA se supone (¿se sabe?) más de lo que se pudo probar. Se supuso que el atacante se llamaba Berro. No se probó. Que la Argentina haya reaccionado ante el atentado intentando llevar ante un tribunal a los culpables para probar hipótesis y que no lo haya hecho declarándole la guerra a otro país —cosa perfectamente normal en latitudes lejanas— es un acto moral que habla de cómo somos. Podemos aceptar que casi todo salió mal, pero no todo. ¿Estaba el Poder Judicial listo para enfrentar un caso así? Claro que no. Y sin embargo hubo algún tipo de avance: en el primer mes posterior al atentado se trabajó intensamente. Hay una sensación pesimista de que no se investigó nada, pero quizás no sea tan así. Hay ciertas cosas que se descubrieron, e incluso hay otras que se probaron. Muy pocas, es cierto.

Si en el primer mes posterior al atentado ya el entonces juez Juan José Galeano había propuesto algunas líneas de investigación que continúan hasta hoy, pero hoy sabemos que hay 30 años de impunidad, entonces algo falló. Eso también habla de cómo somos.

Y mi última pregunta es: ¿por qué volver a contar lo que pasó ese 18 de julio de 1994? Quizás porque ante la ausencia de justicia, la narración puede ser un espacio de reparación. La memoria —dice la antropóloga estadounidense Natasha Zaretsky— ha servido a la sociedad y a la democracia argentina desde 1983 como una piedra basal. Y tiene el poder de crear una nueva narrativa, un nuevo sentido que quizás sirva para moverse hacia adelante con la coherencia que la vida tenía antes del horror.

Javier Sinay es autor de Después de las 09:53—AMIA: Cartografía de un atentado

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