El 18 de julio de 1994 parecía un día como cualquier otro: me levanté temprano y fui a trabajar a la sinagoga Yesod Hadat, donde servía como rabino. Allí estaba hablando por teléfono cuando, de repente, se cortó la llamada. Vibraron la silla y el piso, el cielo raso de la oficina donde estaba cayó sobre mí. Convencido de que se trataba de un desperfecto técnico, salí del despacho para averiguar qué había ocurrido. Ni en mi peor pesadilla hubiera imaginado que en realidad era un atentado terrorista contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA).
En medio del caos y el desconcierto, con decenas de personas que no sabían bien qué hacer, qué había pasado ni cómo ayudar, el polvo invadía la calle. Pude reconocer a mi padre, que corría tapándose la cabeza. Verlo sano y salvo me dio fuerzas y cierto grado de lucidez en medio de la desesperación.
Intentando ayudar, me crucé con amigos y conocidos que buscaban angustiados a sus familiares, sin saber todavía si estaban vivos o no. Intenté contenerlos, aunque admito que la situación me sobrepasaba. A pesar de mi formación como rabino, nunca me había preparado para una tragedia de semejante envergadura.
El saldo es conocido: 85 muertos y cientos de heridos por la explosión de un coche bomba, en un letal ataque terrorista que sigue conmocionando a la comunidad judía y a toda la sociedad argentina.
A los pocos días del atentado, me pidieron que escribiera una reflexión sobre el tema. Todavía intentando ordenar mis pensamientos, empecé aquella nota escribiendo lo siguiente: “Veo una página en blanco, llena de manchas de sangre que me impiden expresar mis sentimientos y decidir sobre qué escribir. Sobre los asesinos, o sobre las víctimas, sobre la indiferencia, o sobre la solidaridad, sobre los oportunistas, o sobre los que reflexionan y planifican sobre la muerte o la vida. No tengo fuerzas para hablar de lo ocurrido, del pasado, pero sí debo hablar del futuro”.
De un momento a otro, el mundo se había dado vuelta: todo lo que habíamos conocido se ponía en entredicho, las certezas se transformaban en dudas. Ante una situación límite, naturalmente la desesperación, el desamparo y la angustia se habían apoderado de muchas personas. Otras habían encontrado, en medio de tanta aflicción y ansiedad, la fortaleza y el coraje internos para reponerse al dolor, enfrentarse a las dificultades y empezar el largo camino de buscar justicia, renovar los lazos de solidaridad y bregar por la paz. Estas personas se inspiraban, quizás sin darse cuenta, en un valor ancestral y sublime de la tradición hebrea: la esperanza. Mirar hacia adelante y construir un futuro mejor a partir de un presente que puede parecer devastador es una actitud arraigada a una tradición milenaria y que cambia nuestra percepción de la realidad.
Hoy, 30 años después de aquel terrible atentado, mientras reafirmamos que la verdad y la justicia son valores esenciales para la sociedad, también es fundamental construir futuro, habiendo aprendido del pasado: ¿qué mundo queremos legar a nuestros hijos? ¿Un mundo de discordia, división y violencia o un mundo de solidaridad, respeto mutuo y tolerancia? Frente al odio y la indiferencia, debemos buscar estrategias para la paz con honestidad y rectitud. La humanidad está en una encrucijada y debemos tomar conciencia: hay que seguir reivindicando los valores del amor al prójimo, la libertad, la justicia y la paz. Quizá no lo logremos solos; pero si cada uno hace su parte, puede dejar de ser una utopía y convertirse en realidad. Todas las personas de bien tenemos que unirnos. A ello se refiere un texto judío clásico, Pirké Abot: “No es tu responsabilidad finalizar la tarea, pero tampoco eres libre de desistir de ella” (2:16).
Hagamos una alianza y tomemos el compromiso: renovemos la solidaridad y breguemos por un mundo ideal de paz y armonía.