La enseñanza en la Universidad

Para seguir manteniendo la influencia de otros tiempos, es necesario repensar y cuestionar la manera en busca de que sus carreras no sean tildadas de vetustas y que permitan otros recorridos institucionales más acordes con estos tiempos

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Todos los especialistas coincidimos en que es necesario mejorar la enseñanza en la universidad. Y uno de los puntos de tensión que obstaculiza dicha mejora es el modelo napoleónico de nuestro sistema universitario, cuya característica principal es la formación por disciplinas que generan profesionales con determinadas competencias, las que fueron muy útiles en la conformación del Estado-Nación, hace más de dos siglos, cuyo pasaporte era un título para insertarse en el mundo del trabajo.

Hoy por hoy, se necesita otro tipo de competencias, debido a que el saber ya no es patrimonio de la Universidad ni de los profesionales que allí se forman, como hasta hace poco tiempo. Y, si bien siempre ha retroalimentado su marca de calidad por el nivel de sus egresados y por el prestigio de sus profesores, por sus investigaciones o por su perfil académico, para seguir manteniendo la influencia de otros tiempos, es necesario repensar y cuestionar la manera de enseñar en busca de que sus carreras no sean tildadas de vetustas y que permitan otros recorridos institucionales más acordes con estos tiempos.

Por ende, debe reconvertirse aprender a desaprender para romper con los muros disciplinares, para no encapsularse y comenzar a enlazarse “rizomáticamente” -al decir de Morin- y a relacionarse con otras disciplinas de modo más abierto y horizontal. En este sentido, es fundamental el lazo con otras instituciones para conformar otros formatos de formación académicos necesarios hoy.

Ahora bien, ¿cómo seguir garantizando la buena enseñanza que abarque el rigor académico, pero que también incluya la pluralidad de voces y la formación en competencias que estos tiempos requieren?

Hay cierto acuerdo en que la calidad se logra si cambiamos la concepción de la enseñanza; por un lado, si los profesores rompemos, de una buena vez, con la clase magistral, con esa forma de enseñar que tiene una gran cuota de autoengaño, porque nos convence de que estar en el frente o en una tarima recitando nos garantiza que el alumno aprendió. Y, por otro, se logrará un cambio si interpretamos quienes son nuestros estudiantes, los jóvenes de hoy, quienes tienen formas de hablar, de vestirse y gestionar su tiempo tan distinto a nosotros cuando estudiábamos.

Alumnos con otros lenguajes, otros saberes y otras escrituras y también con carencias en las habilidades comunicativas, o que no escuchan o no participan como creemos que deberían hacerlo. Como señala Merieu, son los monstruos que hemos dado a luz y hoy nos asustan, son nuestros propios hijos sin proyectos, quienes -quizás- prefieren probar suerte en el mundo en trabajos alternativos antes que estudiar o finalizar una carrera.

Indudablemente el mundo cambió, es indescifrable y difícil de interpretar; ya no podemos anticipar líneas para el futuro ni tampoco afirmar que la universidad les garantizará la inserción social y el sostén económico como otrora.

No obstante, algo podemos hacer para seguir construyendo colectivamente la calidad educativa. Por un lado, sostener una buena enseñanza: estar consolidados en los saberes de nuestra disciplina o saber científico, pero también en la didáctica de la disciplina, de cómo se enseña y se aprende la materia que tenemos a cargo. A su vez, es necesario organizar lógicamente la marea del contenido, utilizar buenas estrategias didácticas, esto es, uso de buenas preguntas, de imágenes, trabajos con casos, con ejemplos, metáforas y analogías, entre otras, sin olvidar la importancia de despertar el interés, el deseo de aprender y fomentar la independencia del estudiante para que pueda seguir aprendiendo, más allá de la asignatura.

Además, es fundamental promover habilidades comunicativas, formar un profesional con capacidad de expresarse bien de manera oral y escrita. Y, por último, pero no por eso menos importante, en concordancia, evaluar bien. Exigir sin perversión, calificar todo el recorrido del alumno y hacerle tomar conciencia de sus logros, de sus fortalezas y/ o de todo el conocimiento y habilidades que le falta aprender para aprobar. “Vale más una cabeza bien puesta que una cabeza llena”, planteaba Montesquieu a mediados de 1500. Debatamos hacia adentro de las instituciones qué significa una cabeza bien puesta hoy, en esta época tan feroz.

Sin lugar a duda, la universidad debe seguir siendo el lugar donde se forja el modelo de sociedad, el dispositivo para desandar las desigualdades estructurales y, sobre todo, la conciencia crítica de la sociedad y de los procesos sociales. Pero, para una mejora continua, es necesario poner el foco y el faro en la enseñanza para formar mejores profesionales que puedan adaptarse a los tiempos que corren.

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