Sacar las democracias de la entropía

Desde hace años que el estrés predomina en los sistemas democráticos del mundo

Guardar
Personas de diversas edades haciendo
Personas de diversas edades haciendo fila en un lugar de votación, esperando turno para emitir su voto. - (Imagen Ilustrativa Infobae)

La entropía proviene de la termodinámica. Y en teoría de los sistemas sociales suele asociarse al estado de una organización que no logra evolucionar como lo hace su entorno. Mucho debatimos en el presente acerca del estado de la democracia en el mundo, bajo sus diferentes versiones y modelos, y sus posibilidades de resolver los múltiples problemas qua la ponen en jaque. El concepto de entropía puede ayudarnos. Cualquiera sea nuestra concepción del sistema democrático y nuestro modelo ideológico, será fácil coincidir que los cambios en los entornos donde operan las democracias (social, económico, cultural, tecnológico, geopolítico, etc.) vienen cambiando a una velocidad y profundidad mayor a lo que, en general, han sido capaces de transformarse las mismas.

Hemos generalmente admirado el movimiento de construcción y avance democrático en buena parte del Siglo 20 y primeros años del Siglo 21, en gran mayoría de los países del mundo. Aun cuando muchas de sus versiones mostraran evidentes fricciones con elementos que podríamos considerar esenciales de auténtica democracia. Allí donde hubiere avances en materia de gobiernos elegidos por la voluntad popular (o al menos una representación de ella de buena calidad o apariencia), el perfume democrático prevalecía como tendencia. Y ello era símbolo de una civilización capaz de progresar, especialmente considerando las zonas oscuras de los distintos tipos de regímenes autocráticos, feudales o absolutistas que predominaron en otras épocas.

Pero hace años que el estrés predomina en las democracias del mundo. Es habitual reconocer que no se trata solamente de un sistema donde eventos electorales relativamente competitivos son el origen de los gobiernos. Elementos como la posibilidad real de alternancia en conducir la sociedad desde el Gobierno, respeto a las minorías que siempre existen en toda sociedad, vigencia de libertades individuales, instituciones diseñadas para controlar a quienes están investidos por el poder soberano, legitimidad de los representantes en el ejercicio de sus mandatos, son fundamentales para que una democracia, en cualquiera de sus versiones, no sea sólo una fachada.

En este marco, el malestar imperante con la democracia y sus elementos constitutivos (Instituciones, gobiernos, partidos políticos, clase política, etc.) es consecuencia de la creciente imposibilidad de responder a las demandas y dilemas de entornos (sociedades) que han cambiado fuertemente en las últimas décadas y cambiarán probablemente de manera radical en las próximas. Si las democracias no pueden ofrecer soluciones ágiles y apropiadas a las nuevas maneras de vivir, trabajar, educar, emprender, demandar y demás, y sobre todo a las nuevas problemáticas que vienen asociadas a las transiciones que esos cambios suponen (asimetrías, brechas de adopción, conflictos de intereses, crispación social, etc.), méritos y virtudes del pasado no podrán sostenerlas.

Como expresó con su habitual lucidez, el filósofo Daniel Innenarity: “Las democracias tienen dificultades prácticas para la gestión de las crisis pero no porque sean democráticas sino porque están diseñadas para un mundo que en buena parte ya no existe: dan por supuesto que la sociedad continúa pacíficamente diferenciada cuando lo cierto es que está dramáticamente fragmentada, que los Estados son capaces de unificar criterios y movilizar cuando en realidad apenas lo consiguen en su interior y con el resto de los Estados. Si no entendemos la naturaleza de esta anacronismo no podremos hacernos cargo de la crisis de nuestra sociedad”.

Estamos parados en una verdadera bomba de tiempo: 2024 es el año récord de países que transitan procesos electorales para elegir gobiernos bajo distintas modalidades de sistemas democráticos (más de 60 países). Y ello sucede bajo niveles alarmantes de retroceso de calidad democrática (más de la mitad de los países han involucionado en atributos que se consideran parte de una democracia auténtica, según diversos estudios de entidades internacionales) y de insatisfacción o escepticismo creciente de las personas respecto a lo que las democracias pueden ofrecer, especialmente en las nuevas generaciones (según distintos estudios, entre 40% y 60% de los jóvenes no confían en las democracias o bien no las conciben como los mejores sistemas posibles para organizar sociedades y gobiernos).

Y por si faltara algo en este cuadro de vulnerabilidad democrática global, el país que ha sido símbolo de democracia vigorosa en el mundo transita un histórico proceso electoral protagonizado por dos líderes octogenarios de muy dudosa aptitud. Frente a todo esto, resuenan de forma continua entre nosotros las reflexiones del ex Presidente Barack Obama en sus memorias, cuando se preguntaba si no era demasiado para la capacidad de resistencia y resiliencia de las democracias la extensión de fenómenos que la erosionan cada día, como la codicia, la corrupción, el nacionalismo, el racismo y la intolerancia que suele registrarse en distintos rincones del mundo.

¿Qué futuros podrían esperarse para las democracias en medio de semejante encrucijada? Como en tantos otros temas, no hay certezas ni destinos inevitables. Pero buena parte de las posibilidades futuras de este sistema que tantas cosas buenas nos ha dado, tiene que ver con sortear con éxito el verdadero punto de inflexión que transitamos en la actualidad. La lista de propuestas e iniciativas que se proponen y se ponen en marcha para mejorar y transformar nuestras democracias es enorme: transformar sistemas electorales, regular y dominar el flujo de desinformación y tensión que emanan de las redes sociales y atentan contra la convivencia civilizada, mejorar la transparencia de las instituciones para quebrar la corrupción que mina la confianza pública, desarrollar nuevas capacidades en los gobiernos para responder a sociedades cambiantes, producir más y mejores liderazgos públicos que sean capaces de construir progreso y bienestar y un larguísimo etcétera.

Todas ellas llevan tiempo, complejas negociaciones, ensayos difíciles de sostener bajo el fragor de la competencia política y la convergencia de factores críticos de éxito. Es muy difícil aspirar a que las soluciones para revitalizar democracias vengan sólo de tantas y tan nobles iniciativas. Más aún cuando, bajo trayectos tan azarosos, suelen colarse desvíos que aceleran su declive, como la seducción de liderazgos fuertes y carismáticos que prometen atajos frente a problemas complejos, despreciando los esquemas de frenos y contrapesos que reflejan la esencia del sistema. ¿Dónde podríamos poner las prioridades frente a semejante desafío? Es la tecnología bien concebida y usada, especialmente la inteligencia artificial tan polémica en estos días, la que está llamada a ser una palanca central para oxigenar las democracias y sostener caminos de evolución y transformación para las mismas.

Como proponen Glen Weyl y Audrey Tang en su fascinante y reciente libro “Plurality”, la tecnología no hace magia, pero puede ser la gran herramienta para diseñar democracias digitales, empoderando a las personas pero fundamentalmente poniendo el foco en las relaciones entre las mismas para hacer viable la cooperación en escala y, consecuentemente, facilitar la capacidad de gobiernos para operar de manera efectiva. De ello se trata el pluralismo, movimiento que propugnan dichos autores para reescribir el sistema operativo bajo el que funcionan las democracias, a través de las posibilidades que brindan las nuevas tecnologías y especialmente la inteligencia artificial. En sociedades complejas y diversas, validar con evidencias las distintas iniciativas, establecer prioridades, ordenar conversaciones atomizadas, controlar representantes, contener la polarización en niveles no agresivos y encontrar espacios de consenso, son aspiraciones viables solo a través de un buen uso de la tecnología.

No se trata de una nueva versión del solucionismo tecnológico que todo lo reduce a la virtud de sistemas y dispositivos. Menos aún una alegoría a favor de tecnologías que los autores no tienen pruritos en reconocer que han multiplicado divisiones, generado adicciones, expandido resentimientos e incubado modelos de negocios voraces. Es la nueva tecnología, propia de lo que se conoce como la WEB 3, la que está generando nuevas soluciones en escala bajo el motor imparable de la inteligencia artificial. Pero bajo una filosofía que denomina pluralismo, basada en tecnologías, pero con premisas muy firmes para erigirse en el gran camino alternativo a las opciones tecnocrática o libertaria, más divulgadas. Se preguntan los autores en las conclusiones del libro: ¿Deberíamos, como libertarios como Peter Thiel, Marc Andreesen y Balaji Srinavasan quisieran que hiciéramos, liberar a los individuos para que sean agentes atomizados, libres de restricciones o responsabilidades? ¿Deberíamos, como tecnócratas como Sam Altman y Reid Hoffman quisieran que hiciéramos, permitir que los tecnólogos resuelvan nuestros problemas, planifiquen nuestro futuro y nos distribuyan el confort material que crea? No parecen opciones acertadas ni sostenibles.

El proceso electoral actual para elegir nuevo Presidente en EEUU y, particularmente, el reciente debate público entre los candidatos Biden y Trump, constituyen quizás el ejemplo más dramático de que, sin el concurso de soluciones basadas en inteligencia artificial, será muy difícil sortear la polarización, fragmentación y debilidad que amenazan las democracias en el mundo. Sólo con plataformas de tecnología bien concebidas y diseñadas podemos gestionar el flujo de información, intereses y prioridades en sociedades crispadas y complejas y, a través de ello, aspirar a recrear la idea de unión en la diversidad que supone la democracia. De lo contrario, como alerta el filósofo francés Eric Sadin, la furia de todos contra todos podrá convertirse en el rasgo dominante de la época.

Guardar