Casi como un fantasma que recorre el mundo, la inteligencia artificial (IA) se ha convertido en un enorme dato de referencia para millones de personas y de validez en todas las áreas del conocimiento aplicado.
Esta creación humana que se nutre en sistemas informáticos y se construye a partir de combinaciones algorítmicas pretende lograr cierta imitación de la inteligencia humana y mejorar situaciones vinculadas a áreas tan distantes como la agricultura, la comunicación, el ámbito laboral, la medicina, la literatura entre otras.
Su nombre surge desde uno de los participantes en la Conferencia de Dartmouth (Nuevo Hampshire), John McCarthy, quien junto a Claude Shanon y Marvin Minsky en 1956 auguraron que en 25 años más las computadoras harían todo el trabajo de los humanos.
El papa Francisco, en la reciente reunión del G7 en Italia, brindó un gran discurso sobre la IA, donde en forma de magisterio conceptual puso de relieve valores y problemas que surgen de esta verdadera revolución cognitiva-digital-industrial.
Francisco advierte que la IA es tan importante que “contribuirá a la creación de un nuevo sistema social”, a la vez que reconoce que despierta “entusiasmos a la vez que provoca temores por las consecuencias que puede producir”.
Valora que la IA permitirá “una democratización del acceso al saber, el progreso exponencial de la investigación científica, la posibilidad de delegar a las máquinas los trabajos desgastantes; pero, al mismo tiempo, podría traer consigo una mayor inequidad entre naciones avanzadas y naciones en vías de desarrollo y entre clases sociales dominantes y clases sociales oprimidas”.
El Papa asume la importancia que provoca este avance tecnológico al que considera “un instrumento fascinante y tremendo al mismo tiempo”, y a renglón seguido lo coloca en el lugar que debe estar al mencionar que “la inteligencia artificial es sobre todo un instrumento. Y los beneficios o los daños que esta conlleve dependerán de su uso”.
En un excelente párrafo en el que vincula espíritu, tecnología, ambiente y civilización, Francisco nos explica que fabricar herramientas y sobre todo las complejas es algo sin igual entre los seres vivos, es una condición única tecno-humana. Esa capacidad siempre tuvo, según el Papa, proporción entre los instrumentos que iba creando y el ambiente. “No es posible separar la historia del hombre y de la civilización, de la historia de esos instrumentos”, reflexiona, y afirma que no es cierto que, por tener el humano limitaciones -él lo llama “déficit del ser humano”-, está obligado a dar vida a la tecnología cualquiera sea en todo tiempo. El Papa niega eso y dice que esa creatividad es producto de “una condición de ulterioridad respecto de nuestro ser biológico. Somos seres inclinados hacia el fuera-de-nosotros. Es más, radicalmente abiertos al más allá.
De aquí se origina nuestra apertura a los otros y a Dios; de aquí nace el potencial creativo de nuestra inteligencia en términos de cultura y de belleza; de aquí, por último, se origina nuestra capacidad técnica. La tecnología es así una huella de nuestra ulterioridad”.
¡Brillante!
Y, al igual que muchos científicos que desde el humanismo abordan la relación de tecnologías y sociedad, dice que “sin embargo, el uso de nuestras herramientas no siempre está dirigido unívocamente al bien. La misma suerte pueden correr los instrumentos tecnológicos. Solamente si se garantiza su vocación al servicio de lo humano, los instrumentos tecnológicos revelarán no sólo la grandeza y la dignidad única del ser humano, sino también el mandato que este último ha recibido de cultivar y cuidar el planeta. Hablar de tecnología es hablar de lo que significa ser humanos y, por tanto, de nuestra condición única entre libertad y responsabilidad, es decir, significa hablar de ética”.
La complejidad de la IA la torna en una herramienta muy distinta a otras, la mayoría bajo control absoluto del ser humano. Y la IA con potencialidad, si no se cuida este detalle de readaptarse en formas autónomas en tareas que no se le asignen y alcanzar, no es ciencia ficción, decisiones independientes del humano que la programa.
El Papa aclara “que la máquina puede, en algunas formas y con estos nuevos medios, elegir por medio de algoritmos. Lo que hace la máquina es una elección técnica entre varias posibilidades y se basa en criterios bien definidos o en inferencias estadísticas”, a diferencia de los humanos que no solo eligen, sino que en virtud de su racionalidad y su sensibilidad también tiene la capacidad de decidir.
“Debemos tener bien claro que al ser humano le corresponde siempre la decisión”, afirma Francisco. Y agrega: “condenaríamos a la humanidad a un futuro sin esperanza si quitáramos a las personas la capacidad de decidir por sí mismas y por sus vidas, condenándolas a depender de las elecciones de las máquinas. Necesitamos garantizar y proteger un espacio de control significativo del ser humano sobre el proceso de elección utilizado por los programas de inteligencia artificial. Está en juego la misma dignidad humana”, concluye Francisco.
Así es, y en gran parte de este monumental discurso sobre IA se observa, aún sin que se diga concretamente, la necesidad de la regulación de este instrumento. El Papa utiliza distintos eufemismos como reivindicar la política o hablar del humano como único validador de la IA, eso no es otra cosa que la imprescindible presencia humana y política mediante el ordenamiento legislativo y regulatorio de la IA y de todos los procesos tecnológicos donde prima el algoritmo. Y eso, cobra importancia desde la comprensión del papel del Estado en su rol de regulador natural y mucho más, por lo que ocurre hoy en Argentina donde el principal funcionario del poder institucional llama a “destruir el Estado”.