A cincuenta años de su muerte, la pasiones que Perón despertó en vida se han acallado. Ya no existe el antiperonismo de mi infancia, ni los nuevos peronismos de mi juventud. El peronismo ha seguido con su vida casi sin mirar para atrás; el anti peronismo raigal envejece sin renovar sus argumentos. En el campo académico, el tema se ha enfriado lo suficiente como para que se desarrollen interpretaciones más meditadas y diversas, y sobre todo no excluyentes.
Las preguntas del presente echan nueva luz sobre Perón y su obra. En las últimas dos décadas le preguntamos a Perón sobre su ambigua relación con la democracia y el autoritarismo. También, si fue durante su primer gobierno cuando comenzó la relación, espuria y hasta mafiosa, entre el Estado y un conjunto de corporaciones, de todo tipo y tamaño, que vive y engorda a su costa, y a costa del resto de los argentinos.
Tres momentos se distinguen en los treinta años en que estuvo en el centro de nuestra vida política. En el primero y el último, muy breve, ocupó el poder, y entre ambos vivió en el exilio. En tres décadas el país cambió mucho, y Perón se fue adaptando, sin abandonar su molde básico, que como en el teatro griego, tenía dos máscaras: la del militar de escuela y la del político intuitivo. Él las unía en una única palabra: era el conductor.
El primer Perón, 1943-1955
Desde 1943, Perón encabezó una revolución democratizadora. La hizo “desde arriba”, sin desorden, y consagró, con la bandera de la justicia social, un conjunto de nuevos derechos, que aún permanecen. En una Argentina próspera, la revolución profundizó y aceleró el largo proceso social de integración y ascenso social, promoviendo el acceso de nuevos comensales a los beneficios de la prosperidad. En los años excepcionales de la posguerra el conflicto social se atenuó y, más allá de las incomodidades, nadie fue seriamente afectado. La prosperidad no iba a durar, pero el “líder” capeó honrosamente en 1952 la primera de una serie de crisis, que desde entonces se repetirían cada tres años.
Perón ganó cómodamente todas las elecciones -su legitimidad democrática fue indiscutible- pero valoró mucho más su contacto directo con “la masa”, un plebiscito repetido ritualmente en las grandes fechas del “movimiento”, cuando se renovaba su compromiso con “el pueblo”. En su idea unanimista -un pueblo, un líder- no cabían los adversarios legítimos; todos eran la “antipatria”, a la que negó la palabra pública.
La oposición, aunque impotente, no se desgranó; el tercio que votó sistemáticamente en contra suyo cuestionó la aspiración unanimista del líder, cuyo camino que se fue alejando cada vez más de la tradición republicana, sus límites y controles. Allí tenemos la respuesta a una de las preguntas del presente: su gobierno fue democrático y autoritario a la vez.
Su primera presidencia también dice mucho, pero no todo, sobre la segunda pregunta. Perón no fue un dictador arbitrario, al estilo de “El señor presidente” de Miguel Ángel Asturias. Tuvo una idea estatal de la política y la sociedad, formada en sus largos años en el Ejército, que complementó con un talento personal sobre cómo conducirla, algo que para él era un arte innato.
No fue el único. La época era pródiga en ejemplos similares, como el del PRI en México. En los años ‘30, en la presidencia Justo -general e ingeniero- Federico Pinedo y Raúl Prebisch habían puesto las bases del Estado dirigista e interventor, que Perón expandió, ampliando la idea estatal de la economía, muy criticada hoy pero bastante común en el mundo de la segunda posguerra. Más oportunista que dogmático, giró sustancialmente su política luego de la crisis de 1952.
Como militar, su preocupación principal fue ordenar la sociedad, disciplinando incluso el desorden que él mismo había impulsado inicialmente. Creía que, en una sociedad que intuía crecientemente conflictiva, el orden dependía de la “justicia social”, administrada por el Estado. Sostuvo esa política todo lo que pudo, incluso en la época de las vacas flacas, después de 1952.
Ordenar la sociedad significaba generalizar lo que inicialmente hizo, muy exitosamente, con los sindicatos: promoverlos y a la vez incluirlos en el sistema estatal. En cada sector de interés impulsó la formación de una “Confederación”. Como en la Italia de Mussolini, cada grupo debía tener su atril en la orquesta que el líder conducía desde el Estado. Ciertamente fue la semilla de nuestro espurio mundo estatal corporativo, pero hay que reconocer que, en su gobierno, Perón controló la injerencia de las partes, reguló y administró el conflictivo social y mantuvo el conjunto en orden.
Con mirada olímpica, hoy se puede decir que fue una experiencia exitosa durante casi diez años -pocos superaron después esa marca-, hasta que se desmoronó imprevistamente. Hay muchas razones concurrentes, ninguna de las cuales es necesaria ni suficiente, que pueden sintetizarse como desgaste y falta de renovación, del régimen y del propio Perón, que al final se retiró sin luchar. Perdió el poder, pero sin embargo su presencia pública se mantuvo, tanto o más fuerte.
El segundo Perón, 1955-1972
En los dieciocho años siguientes Perón aprendió a sobrevivir en el exilio y a mantener su vigencia en una masa peronista que lo fue transformando en un mito. La consigna “Perón vuelve” fue el abracadabra para conjurar la vuelta del paraíso perdido.
En casi dos décadas, la Argentina cambió mucho. El giro de las políticas económicas, iniciado por Perón en 1952, se profundizó con la llegada de capitales externos, que impulsaron el último período esplendoroso de la economía argentina. Pero quienes lo vivimos solo percibimos la fatal sucesión, cada tres años, de una crisis económica seguida de un drástico ajuste y un posterior reacomodamiento, en el que cada parte organizada defendió su interés con ahínco. Gradualmente, cada grupo fue instalándose en algún lugar del Estado, arrancando al gobierno el decreto, el artículo o el codicilo, que le asegurara “lo suyo”. La aceitada máquina estatal construida por Perón fue transformándose en el monstruo frankensteiniano que conocemos hoy.
Esta colonización estatal fue favorecida por la escasa legitimidad de sus gobernantes, militares y civiles. La proscripción del peronismo -que con matices duró hasta 1973- lo corrompió todo. Minó las bases de los gobiernos electos -Frondizi e Illia- y a su modo justificó el pretorianismo militar y la larga dictadura que inició Onganía en 1966. Inutilizados los ámbitos políticos, las negociaciones entre los principales “grupos de interés” -militares, sindicatos, empresarios- transcurrieron en la penumbra de un “Parlamento negro” en el que solo podía acordarse el reparto del botín estatal.
También cambió mucho el peronismo. Perón pesaba como referente -conductor estratégico, le gustaba decir- pero no era un jefe táctico. La sobrevaluada “resistencia” inicial devino en el abroquelamiento de las organizaciones sindicales, con dirigentes duchos en la negociación cotidiana, como el metalúrgico Augusto Vandor. Los políticos reaparecieron en las escasas coyunturas electorales, sobre todo en los partidos provinciales “neoperonistas”. En las elecciones de 1962 obtuvieron un éxito espectacular. Resultó excesivo: los militares patearon el tablero y lo sacaron a Frondizi, anticipando lo que, en circunstancias parecidas, harían en 1966 con Illia, esta vez explicitando que en mucho tiempo no volvería a haber elecciones.
La dictadura de Onganía tuvo dos resultados paradójicos: generó una fuerte reacción social, convocada contra “el imperialismo y la dictadura”, y a la vez, obligó al gobierno a negociar con los sindicatos peronistas, que le sacaron su mejor tajada: la ley de Obras Sociales. La movilización social y política -uno de los hechos más significativos de todo el siglo XX argentino- no fue específicamente peronista, pero atrajo a muchos de ellos, que creyeron que, al final del recorrido, se concretaría la vuelta de Perón. Otros peronistas, jóvenes de pasados diversos, dieron vida a algunas de las organizaciones armadas que, como Montoneros, imaginaron una revolución nacional y social con Perón a la cabeza.
Luego de algunos años de trashumancia y dudas, Perón aprendió el nuevo juego, más complejo, de dirigir desde el exilio a un movimiento que, a la par de elevarlo a la categoría de mito viviente, se adaptó a la realidad inmediata. Surgieron grupos diversos, con demandas y objetivos específicos y frecuentemente contradictorios: sindicalistas y Montoneros iniciaron un conflicto que devendría en guerra abierta. Ninguno de ellos podía prescindir de Perón y él, a su vez, no podía prescindir de ninguno de ellos.
Por ese juego, Perón dejó de “mandar” y se convirtió en una suerte monarca en el exilio, o de Papa -eso solía decir- que bendice a todos los creyentes y especialmente a las “ovejas descarriadas”. No hubo activista o grupo que no recibiera una carta o un casete con su palabra, o que no fuera amablemente acogido en Madrid, donde había instalado su pequeña corte. En aras de la unidad y del reconocimiento, dijo a cada uno lo que cada uno quería escuchar, y siempre de manera persuasivamente sincera. En un momento propinó un fuerte golpe a Vandor, que insistió demasiado con su “peronismo sin Perón”, pero sin embargo no interrumpió la relación. Avalar a la Juventud Peronista y a Montoneros, sobre todo cuando comenzaron a asesinar a “burócratas sindicales gorilas”, fue más duro; pero Perón privilegió su aporte al mito del retorno y se las arregló para dosificar su apoyo a los jóvenes
Por entonces solía justificarse diciendo que tenía dos manos -la derecha y la izquierda- y que pegaba con ambas. Pero junto con este perfil combatiente, fue desarrollando otro, el del “león herbívoro”, el pacificador, que además era el sabio y actualizado estadista. Le sirvió para dialogar con los partidos políticos -sus viejos enemigos antiperonistas- y construir una organización política multipartidaria, con horizonte electoral. También le sirvió para negociar con el presidente Lanusse, ya convencido de que no había salida política sin Perón.
El líder exiliado manejó simultáneamente todos sus personajes. Fue un juego complejo, admirablemente desarrollado, en el que hubo poco del militar y mucho del político criollo, cada vez más parecido al Viejo Vizcacha. Le salió muy bien, al menos hasta su retorno en noviembre de 1972. El único problema era la cacofonía generada por todas las voces que se sentían autorizadas a hablar en su nombre.
El último Perón, 1972-1974
El retorno triunfal de Perón culminó en octubre de 1973, cuando asumió la presidencia, con el consentimiento generalizado, aún de quienes no lo votaron: todos coincidieron en que era el único que podía encontrar la salida del laberinto. Cada uno proyectó en él lo que quiso o lo que le convino: la vuelta a la edad dorada, la patria socialista, el desarrollo económico o, simplemente, el orden.
Las tareas que debía afrontar eran dignas de Hércules. La más sencilla era consolidar el acuerdo institucional con los partidos: el abrazo con Balbín derivó en la asignación al líder radical de una oficina en la Casa Rosada. Más complejo era reencauzar la porción de sociedad fuertemente politizada y movilizada, que el 25 de Mayo tuvo su “toma de la Bastilla” en la cárcel de Villa Devoto. Poco a poco, fue satisfaciendo algunas demandas y neutralizando, con la ley en la mano, a sus principales dirigentes. Faltaba encarar su núcleo duro: la suerte de guerra civil peronista, entre la burocracia sindical y la “Tendencia” que lideraba Montoneros.
Su gran proyecto fue recuperar la centralidad del Estado, corroída desde 1955, y acordar un Pacto Social que recreara, en un nuevo contexto, la capacidad estatal de mediar en los conflictos, como lo había hecho en su anterior presidencia. Sobre la base de una “inflación 0″ acordada en el Pacto, la estabilización y el crecimiento económico permitirían reencauzar el conflicto sindical y eliminar una de las raíces del conflicto político.
Semejantes tareas pusieron a prueba a un líder que, ya anciano, conservaba su capacidad persuasiva pero controlaba mal sus enojos, y sobre todo flaqueaba en su atención y tenacidad. Y en el lugar de Evita, los tenía a Isabel y López Rega.
En sus nueve meses de gobierno los fracasos se acumularon. El Pacto Social fue violado casi desde el principio. Perón acusó de infidelidad a quienes lo firmaron pero no lo cumplieron: las cúpulas sindical y empresaria. Pero ni el Estado tenía los recursos de otrora para imponer disciplina ni los firmantes tenían autoridad para disciplinar a sus dirigidos, cada vez más firmes en sus reclamos. No hubo ni paz social ni, mucho menos, reconstrucción económica. De manera conmovedora, Perón confesó su fracaso en su última aparición en público, enfermo y arropado, en su “histórico balcón”, desde donde reprochó su infidelidad a seguidores que seguían gritando “la vida por Perón” pero derrumbaban el Pacto Social.
El acuerdo con los partidos funcionó. Perón tuvo una oposición comprensiva y solidaria. Sirvió de poco. Los conflictos no pasaban por el Congreso. El más explosivo se libró dentro del peronismo, pistola en mano, en las plazas y en las calles. Perón tomó partido por sus fieles más antiguos: el sindicalismo y su círculo político, que no cuestionaban su conducción, y se propuso eliminar a Montoneros, que claramente aspiraba a remplazarlo. Primero lo hizo con la pluma y la palabra -expulsando del templo a los “imberbes”- y luego con la espada, o mejor la metralleta. La Triple A, que concibió y avaló, fue el comienzo de una represión paraestatal clandestina, que encontró una respuesta al tono por parte de Montoneros. Comenzó entonces el infierno que duraría hasta 1983.
Entrando en la historia
Poco después Perón murió. Todas las querellas se cancelaron, hubo una tregua y ambas facciones, junto a una inmensa multitud, le rindieron homenaje. Muerto el líder, cada uno era libre de recordarlo como quisiera, y de matar y morir en su nombre.
Sobre el juicio de la historia se aplica un dicho que le gustaba mucho a Perón: “Ya vendrá quien te mejore”. Isabel, viuda y sucesora, fue la primera en convertir aquellos nueve meses de gobierno de Perón en un recuerdo, si no dorado al menos rosado. Luego sabríamos que ambos habían cerraron el ciclo secular de una Argentina potente y conflictiva. Creo que fue entonces cuando comenzó el largo ciclo de decadencia -interrumpido por breves florecimientos- en el que hoy vivimos. Por suerte para él, Perón no lo conoció.
A diferencia de Evita, Perón no llegó a ser un mito. Nadie diría de él que “volverá y será millones”. Tampoco será un “prócer”, a la manera de San Martín, Belgrano o Güemes. Ni siquiera termina de entrar en el pacifico retiro de la historia, donde ya está, por ejemplo, Rosas. Quienes buscan una respuesta simple a nuestra actual decadencia y se obstinan en determinar “cuando se jodió la Argentina”, encuentran en 1943 y en Perón una referencia fácil y útil para inculpar a los actuales peronistas.
Pero más allá de estas chicanas de política chica, creo -y también lo espero- que está entrando en una galería de ciudadanos destacados, hombres normales que hicieron cosas buenas y malas, que más allá de los enfrentamientos que vivieron, coincidieron en muchas cosas y que dejaron una huella en la historia. Allí deberían estar Rivadavia y Rosas, Urquiza y Mitre, Yrigoyen y Justo; junto a Perón lo imagino a Alfonsín. Una galería así es un proyecto; deberíamos construirla si queremos impedir que nuestro pasado nos impida proyectar nuestro futuro.
Luis Alberto Romero es historiador y miembro de las Academias nacionales de Historia y de Ciencias Morales y Políticas.