Con la muerte del general Juan Domingo Perón el 1 de julio de 1974, se murió también el peronismo, aunque haya cierto negacionismo para reconocerlo. Puede parecer una incongruencia a la luz de la permanencia en el poder del país de sus seguidores durante las últimas décadas. Pero como sucede en todos los movimientos políticos basados en líderes carismáticos, polémicos y fundacionales, cuando desaparecen se llevan consigo eso que crearon. Es el fin del proceso y de su justificación. Lo que sigue es otra cosa. Lo dijo el mismo Perón cuando anunció que su único heredero era el pueblo, es decir nadie con nombre y apellido y, menos aún, una estructura burocrática partidaria. Después de su fallecimiento, se produjo en sus militantes una metamorfosis ideológica que dio luz a un neoperonismo basado en proyectos personales, montados en un pasado glorioso y en una simbología y mística cuasi religiosa. Supieron tomar distintos atajos para cincelar el partido de poder que es hoy a la medida de sus ambiciones, y que gobernó el país casi 29 años de los últimos 40 de esta etapa democrática, esto es el 70% del tiempo con el país en sus manos y en nombre de un peronismo nostálgico. Paradójicamente o no tanto, sus dirigentes tuvieron la habilidad de no dejar en pie ninguna de las banderas fundacionales del movimiento creado por Perón: de la justicia social repetida como dogma intocable, a llevar a la mitad de los argentinos a la pobreza; de la independencia económica a la quiebra del país; y de la soberanía política a la depender de una burocracia dirigencial y feudal cruzada por negocios y corrupción. De aquella Argentina peronista, donde los únicos privilegiados eran los niños, al país de con récord histórico de desnutrición y pobreza infantil; y los jubilados que por millones mendigan subsistencia. Un proceso de implosión de identidad del propio relato peronista, y sin que mediara dictadura militar alguna a quien echarle las culpas de la degradación.
Los aniversarios son momentos propicios para tener una visión retrospectiva de los hechos que se recuerdan. Desde el punto de vista de la ciencia política, no de las emociones o abordajes ideológicos, el peronismo que debería tenerse en cuenta como proceso exitoso es el comprendido entre 1946 y 1955, período durante el que se dieron coordenadas irrepetibles que permitieron concentrar el máximo poder y ejercerlo sin tapujos. En el mundo, el fin de la Segunda Guerra y el nacimiento de un nuevo orden internacional multilateral condicionado por la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la URSS. En lo interno, un ambicioso proyecto de poder y de país gestado e impulsado desde el Ejercito y que tuvo en Perón el instrumento para llevarlo adelante dentro de un contexto constitucional y democrático, en medio de una manifiesta apatía hacia los partidos políticos tradicionales. A ese proceso se le unió una burguesía industrial nacional fortalecida como consecuencia de la sustitución de importaciones impuesta por la reciente guerra, y la clase trabajadora organizada desde el Estado sumada al gobierno con un objetivo excluyente: evitar ser coptada por un comunismo en alza, también triunfante en la contienda bélica.
Independientemente de las ponderaciones que cada uno pueda tener del período, desde aquellos que lo ven impoluto y quienes ven allí el mal de todos los problemas del país, esos casi 10 años del primer gobierno peronista tuvieron la impronta de un tiempo revolucionario, en términos de un cambio abrupto, que modificó las relaciones de fuerza en el país, cambiando la matriz socioeconómica y dejando, como una de sus consecuencias negativas, una profunda polarización social y política que llega hasta estos días. Para quienes se oponían, terminar con ese proceso político incómodo y desagradable, que con el correr de los años se fue radicalizando, solo fue posible con el Golpe de Estado de 1955. La llamada Revolución Libertadora se asignó a si misma la misión de “liberar” al país del peronismo de forma violenta, destruyendo la Constitución y el Estado de Derecho. De esta manera, expulsado del gobierno, el peronismo dejó de ser lo que había sido. Quedó fuera de juego, del sistema, siendo una oposición contestataria aferrada a su doctrina para no perder la mística aglutinante. Y Perón, a diez mil kilómetros, desde España intentando mantener un liderazgo que le fue cuestionado en su ausencia y desde su propia tropa. Es decir, la diáspora peronista de aquellos años 50 y 60, si bien se presentaba como resistencia heroica al régimen, en los hechos significó el principio de su debilitamiento como fuerza política que termina siendo fraccionada por ambiciones, contradicciones y enfrentamientos internos entre derechas e izquierdas de todos los gustos, abastecidas con armas del mundo bipolar. La pelea política de fondo era hacer un peronismo sin Perón y eso costó mucha sangre.
“Esos casi 10 años del primer gobierno peronista tuvieron la impronta de un tiempo revolucionario, en términos de un cambio abrupto, que modificó las relaciones de fuerza en el país, cambiando la matriz socioeconómica y dejando, como una de sus consecuencias negativas, una profunda polarización social y política que llega hasta nuestros días”
Bajo un acuerdo internacional, el viejo militar en el exilio regresó para volver al gobierno por tercera vez, en un intento de frenar una nueva diáspora de su movimiento, intentar desarmar la violencia y una decadencia que se aceleraba. Sabía que no le iban a dar los tiempos. Había tenido dos afecciones cardíacas que fueron ocultadas a la sociedad. Su médico, el doctor Jorge Taiana, se lo había dicho sin vueltas: si asumía la presidencia tendría los días contados por el esfuerzo que iba a implicar. La inteligencia militar y la de las guerrillas tenían en claro que Perón no llegaría a terminar su mandato, y por eso la lucha por su sucesión, es decir, por el poder, empezó el mismo día que asumió y continuó durante los escasos 9 meses que estuvo en la Casa Rosada. Ese último tiempo de vida fue una carrera vertiginosa contra el reloj biológico y político. Su muerte aceleró la descomposición interna de su fuerza política ya anarquizada y la dictadura de 1976 completó el trabajo, le dio el golpe final cerrando el proceso iniciado en 1955. El peronismo de Perón había sido expulsado del poder, derrotado, y conducido a un fracaso objetivo y ante la propia sociedad. Una vez instaurada la democracia en 1983 hubo un último intento de recuperar la identidad perdida y una organización institucional. Fue a través de la llamada Renovación Peronista, experiencia que duró pocos años y se diluyó apenas Carlos Menem llegó a la presidencia y les abrió las puertas para cogobernar con el antiperonismo representado por los Alsogaray.
Como militar que era, Perón trasladó a la política dos conceptos que identificaron su accionar y a los que siempre hacía referencia a su militancia: la estrategia, entendida como el instrumento que llevaría a la concreción del proyecto final de país, y la táctica, que era cómo conquistar el poder y mantenerlo para ese ideal. Muerto Perón, ausente el líder que los llevó al poder, sus sucesores se volvieron expertos en táctica, es decir en atrapar la máquina electoral para eternizarse en el poder siendo los precursores y fundadores de la casta misma. Así nacieron el cafierismo, el menemismo, el duhaldismo y el kirchnerismo, proyectos personales pragmáticos y contradictorios que utilizaron todo el menú ideológico del mercado para hacerse de un poder propio y permanente. ¿Y el país de la estrategia? Siempre está por llegar.
Perón no dejó herederos ni líderes que lo pudieran reemplazar en la conducción aunque si señales y pistas destinadas a quienes quisieran sucederlo. Quizás valga de testamento político los mensajes públicos de los últimos meses de vida dados a todos los sectores de la vida argentina con su visión de hacia dónde debía ir el país. Más allá de las lógicas referencias a la coyuntura, a sus gobiernos pasados y a las definiciones doctrinarias, en su mensaje del 21 de junio de 1973 dijo que regresaba sin rencores, ni pasiones, y llamó a la unidad nacional y a la paz. Medio siglo después nunca el país estuvo tan dividido como ahora. El 25 de octubre de ese año, frente a las entidades representativas del campo, llamó a multiplicar la producción de granos y proteínas porque el mundo demandaba alimentos y la Argentina tenía una gran oportunidad. Sin embargo, cuando gobernó el neoperonismo kirchnerista eligió al campo de enemigo político y como fuente de financiamiento de la mala administración de los recursos del Estado iniciando así el proceso inflacionario. El 27 de diciembre del 73, Perón explicó en la CGT por qué había que cuidar la energía, el petróleo, y desarrollar fuentes alternativas. Pero décadas después sus seguidores vendieron YPF, hicieron perder al país el autoabastecimiento y más tarde los mismos que la vendieron la compraron de forma irregular haciendo perder a la Argentina un juicio por 16 mil millones de dólares que todos deberemos pagar. Y en su único mensaje al Congreso, el 1 de mayo de 1974, inaugurando el período de Sesiones Ordinarias, Perón se refirió a la importancia de saber discrepar, dialogar, y de valorar las distintas opiniones. Consejos desoídos que quedaron muy lejos de la actual grieta que expresa las nuevas formas de violencia política.
El peronismo sin Perón, o neoperonismo construido por sus seguidores, explica en gran medida el país decadente e injusto que tenemos hoy, si bien vale reconocer que no son los únicos responsables. En cada elección reaparecen fotos del líder muerto, las banderas históricas, las consignas de las 20 verdades, la marcha y los gritos de ¡Viva Perón!, para decir que ellos son la continuidad del General con la pretensión de perpetuarse en el poder. Encima nada hicieron para saber quiénes profanaron su cuerpo y se robaron impunemente sus manos también un 1 de julio, pero de 1987. La causa está por cerrar. Toda una metáfora.
Claudio R. Negrete es periodista y escritor .Coautor del libro “La Profanación. El robo de las manos de Perón” (Editorial Sudamericana)