Corrían los días fríos de junio de 1974 cuando el sacerdote español Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, estuvo durante tres semanas de visita en nuestro país, como parte de una gira más extensa por diversas naciones latinoamericanas.
Fue un acontecimiento que no volvió a repetirse, puesto que el ilustre visitante moriría exactamente un año después. No es hoy un hecho que se encuentre en el imaginario colectivo por tratarse de una visita privada, pero participó de ella una enorme cantidad de personas.
Sucedió entonces que miles de argentinos lo recibieron con los mismos brazos abiertos con que él se prodigó durante su estancia porteña hacia todos cuantos quisieron verle y escucharle. Dios no hace acepción de personas. En esos brazos cabían todos.
Hubo en aquella ocasión un crecido número de reuniones en lugares pequeños con grupos reducidos, pero también en otros casos multitudinarios, como en el Colegio de Escribanos, el Centro Cultural General San Martín y el Teatro Coliseo, e incluso en el santuario mariano de Luján, donde peregrinó a rezar a los pies de la Virgen criolla.
Para quienes entonces pudieron conocerle, se trataría de una experiencia única e inolvidable. En medio de un clima social y político preñado de borrascas, aquellos días constituyeron un oasis de paz donde podía auscultarse en las almas de miles de personas de la más diversa condición la plenitud del amor cristiano. Todas ellas pudieron percibir en aquellas jornadas singulares la ternura de una sonrisa de Dios.
Un mensaje universal
Para situarnos en una perspectiva histórica podemos retrotraernos a un estadio previo, cuando en el año 1950 los primeros miembros del Opus Dei, la singular empresa sobrenatural que abrió un nuevo camino en la ascética cristiana, llegaron a la Argentina.
El mensaje espiritual de Escrivá, no era en realidad algo estrictamente novedoso en la historia del cristianismo. Sin embargo, se trataba de una verdad olvidada: que todos los cristianos estaban llamados a ser santos en medio de las circunstancias ordinarias de su vida, y que por lo tanto no era la santidad algo exclusivo de las órdenes y congregaciones como los dominicos, los franciscanos o las hermanitas de la caridad.
En aquellos días el Opus Dei, nacido en el Madrid castizo de 1928, iniciaba una expansión apostólica en varias naciones latinoamericanas, entre ellas Chile, Colombia, Perú y México. Argentina también le abriría sus puertas.
En esta instancia inicial en el país, aquellos tres primeros, que eran Ricardo Fernández Vallespín, Francisco Ponz Piedrafita e Ismael Sánchez Bella, se instalaron en Rosario. Lo hicieron a instancias del obispo Antonio Caggiano, quien se había mostrado muy insistente para que el Opus Dei fuera a radicarse en esa ciudad, que era ya en ese entonces un importante centro agrícola, comercial e industrial, situado en el corazón de la pampa gringa.
Un encuentro personal
Había pasado casi un cuarto de siglo desde aquellos años iniciales y ahora ya podía vislumbrarse el fruto del esfuerzo realizado, cómo Dios había hecho su obra. Por eso las reuniones del fundador durante su visita convocaron una gran cantidad de personas, aunque la masividad no consiguió inhibir en esas tertulias un entrañable aire de familia.
Podría decirse que un fuerte vínculo era el que imprimía su peculiar acento y color a una viva realidad. Había allí una comunión espiritual en la que parecía que podía tocarse el cariño. El mismo fundador supo definir ese ambiente tan especial como un sabor de primitiva cristiandad.
El momento histórico
El cardenal Antonio Caggiano era entonces arzobispo de Buenos Aires y primado de la Argentina. 1974 fue el año del campeonato mundial de fútbol en Alemania donde brillaron Johan Cruyff y Franz Beckenbauer. Fue también el de la renuncia del presidente norteamericano Richard Nixon, arrastrado por las consecuencias del affaire Watergate, un resonante caso de espionaje ilegal. En ese tiempo fue derrocado el emperador de Etiopía Haile Selassie y aconteció la Revolución de los Claveles que puso fin al régimen de Antonio de Oliveira Salazar.
El país sufría una espiral de violencia nunca antes conocida. En enero del mismo año se produjo el copamiento de una guarnición militar en Azul por parte del Ejército Revolucionario del Pueblo, ya entonces declarado ilegal. El enfrentamiento de facciones de la derecha y la izquierda peronistas generaba una fuerte crispación social.
En noviembre se declaró el estado de sitio. La visita tuvo lugar entre dos muertes: el asesinato del padre Carlos Mugica, líder del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, y el fallecimiento del presidente Juan Domingo Perón. La tragedia surcaba las calles de una manera cotidiana. Era una sociedad partida.
Ir del brazo con los que no piensan igual
En ese enrarecido clima de gran tensión colectiva, la voz de Josemaría Escrivá fue como una estela de luz que sembró la claridad de la paz y la alegría. Ante la solicitud de un consejo por parte de una joven presente que le preguntó qué quería dejarles como legado a sus hijos e hijas latinoamericanos, san Josemaría imploró con énfasis: “Que sembréis la paz y la alegría por todos lados; que no digáis ninguna palabra molesta para nadie; que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros. Que no os maltratéis jamás; que seáis hermanos de todas las criaturas, sembradores de paz y alegría”.
A medio siglo de distancia, cuando todavía siguen vivas las fracturas ideológicas, los odios y las miradas del rencor, como también las lecturas históricas hemipléjicas sobre el periodo, el ruego no ha disminuido un ápice de su fuerza y llega a los fieles cristianos que son también ciudadanos, en la común condición de miembros de la sociedad política y de la Iglesia.
Un llamado siempre actual
Fue una exhortación a la unidad fraterna en el corazón del conflicto y en medio de tensiones implacables. Escuchar esas reflexiones fue para los argentinos presentes algo así como respirar el aire puro de un pedacito de cielo en medio de ese clima tan enrarecido que partía a la nación en dos.
Años más tarde, los obispos argentinos rezaron: “Danos la valentía de la libertad de los hijos de Dios para amar a todos sin excluir a nadie, privilegiando a los pobres y perdonando a los que nos ofenden, aborreciendo el odio y construyendo la paz”. De la fusión de todas esas voces nace un cálido aliento de unidad que baja de lo alto: “¡Argentina, canta y camina!”