Ampliar la democracia para reinventar el consenso alfonsinista

Se debe buscar que sea mucho más profunda y rebelde, intentando construir sociedades más vinculadas y fraternas

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Pasamos del “ganamos, pero no derrotamos a nadie” de Alfonsín en el 83 al disfrute hacia las “lágrimas de zurdo” de Milei (Foto: Camera Press/Alfredo Pucciano/Grosby)
Pasamos del “ganamos, pero no derrotamos a nadie” de Alfonsín en el 83 al disfrute hacia las “lágrimas de zurdo” de Milei (Foto: Camera Press/Alfredo Pucciano/Grosby)

La democracia ha sido aquello que nos ha permitido vivir juntos siendo diferentes -escribía el filósofo Daniel Innerarity-, pero nada nos garantiza que pueda seguir desarrollando esta crucial función en el futuro, amparada en los principios de libertad e igualdad que caracterizan su ideal.

La democracia argentina moderna, nacida formalmente en diciembre de 1983 con el llamado “proyecto o consenso democrático alfonsinista”, fue un novedoso ideal sociocultural y político en el que se destacan entre otras particularidades la fuerte defensa de la democracia como forma de gobierno y la idea de que la misma sólo ha de realizarse cuando lo institucional o formal este acompañado además por una idea de justicia social. Esta aspiración multifacética y compleja, capaz de infinitas posibilidades de estudio e inmersa en una nueva dicotomía distinta a la expresada hasta ese momento por otros espacios sociales y políticos del país (hasta 1983 en la Argentina había espacios políticos que seguían reivindicando la lucha armada, o incluso la actuación de la Dictadura), que condena la violencia política y la violación de derechos humanos y se asienta en los valores de la tolerancia, la racionalidad, el respeto y la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos, si bien continua en muchos aspectos legitimando y legalizando simbólicamente muchas de las prácticas políticas del presente, parece estar en debate. Sobre todo en un marco de “sociedades anestesiadas” o “inmóviles”, es decir, sociedades cansadas, frustradas por la ineficiencia económica, agobiadas por el individualismo, descreídas de todo y todos, moldeadas por fenómenos como la pandemia, el encierro, la propaganda y agenda mediática, la pobreza, etc. y, por tanto, en definitiva, sociedades insensibles a los demás.

Es lógico entonces que nos preguntemos si la democracia puede funcionar con las mismas categorías, representaciones e instituciones del siglo XIX y XX, sobre todo en un marco aludido de sociedades anestesiadas, autoridades desacreditadas y sistemas de representación política desprestigiados. Parece claro que no. Pero, en el caso nuestro, en lo más coyuntural, también es lógico preguntarnos cómo pasamos como sociedad del “ganamos, pero no derrotamos a nadie”, frase del triunfo de Alfonsín en el 83, al “desprecio al otro”, al gozo de la crueldad o el disfrute hacia las “lágrimas de zurdo” de Milei.

En parte, por el fuerte combate que se hace desde las máximas esferas institucionales del país; en parte, por una simplificación de los medios y las redes sociales a escala nacional pero también mundial; y en parte, por un electorado joven que parece no tener amplio registro de los procesos autoritarios que la Argentina vivió a lo largo del siglo XX -un 60% de la población tiene menos de 39 años y un 31% posee menos de 19 años, es decir, no vivió un solo día de su vida sin inestabilidad económica de alguna especie-, hoy la democracia se ve atacada directa o indirectamente por dos paradigmas imperantes que la desvalorizan (conscientemente o no) permanentemente:

  1. Un paradigma que vamos a denominar “resultadista”, donde la democracia estaría fracasando por los malos resultados y datos que se observan en cualquier análisis (55% de pobreza, 17% de indigencia, 276% de inflación anual, etc.), es decir, por la distancia del ideal democrático y las políticas efectivas que siempre han exigido ajustes y capacidades adaptativas constantes.
  2. Un paradigma “ideológico”, donde la democracia estaría fracasando porque expresa una supuesta ideología que ocultaría una serie de prácticas en favor de intereses lejanos a la mayoría del pueblo y que se harían ver como si no fuesen de ese modo. Por tanto, estaría amparada en una ideología falsa, antigua y procrastinada (palabra de moda), siendo, en cambio, la verdadera ideología la que se revela a líderes providenciales que nos sacarían de la “senda falsa” del fracaso y sus falsos dilemas y mecanismos. Este paradigma es el más sutil y difícil de identificar, y choca también con la ideología que también impera (siempre hay ideología) en el ideario de esa generación de la transición democrática en la Argentina que puede resumirse (hacemos un obvio reduccionismo) en los grandes objetivos propuestos inicialmente por Alfonsín en documentos como el de Parque Norte (1985) o en las propuestas plasmadas en la Constitución de 1994 (previamente en los informes del Consejo para la Consolidación de la Democracia) que, con aciertos o errores, explicitaron grandes metas colectivas como la modernización social, la descentralización del poder, la justicia distributiva, la ética de la solidaridad o la democracia participativa.

Ambos paradigmas se retroalimentan y funcionan además en un esquema que incentiva la desvalorización del proyecto democrático y fomenta las divisiones, los odios y la polarización, en populismos que parecen ser exitosos en estrategias discursivas o simples relatos, por lo general, falsos (desde el “pueblo vs. antipatria” del kircherismo al “gente de bien vs. casta” de Milei), pero que nada aportan (más bien lo contrario) en el agotamiento generalizado de una narrativa reciente -la narrativa K del Estado presente, la reivindicación de la política, progresismo, etc.- que diera paso a otra narrativa que gira en torno al abolicionismo estatal rebelde (Estado no presente, desistimiento de la política, anarcoliberalismo, individualismo, etc.).

Tanto el paradigma resultadista como el ideológico parten de algunos errores. Entre otras cosas, por ejemplo, no analizan la importancia del sistema institucional (no tanto para la resolución de problemas sino más bien para abordarlos y/o abortarlos), mezclan los rasgos del sistema en sí con las políticas llevadas adelante por los gobiernos de ese sistema en el tiempo (no diferencian, por ejemplo, democracia como sistema de gobierno y democracia como ideología), teorizan simplificada y erradamente sobre ideologías y desarrollos nunca aplicados (por ejemplo, caracterizar de “comunista” a varios presidentes argentinos, llamar socialistas o comunistas a partidos o movimientos que no lo son, etc.), o no distinguen procesos de superación -que se encuentran en rasgos nacidos y pensados al inicio de la democracia argentina y que son perfectamente verificables en nuestros días cual superación del punto de nacimiento de los mismos, como ser la continuidad del sistema institucional, la preferencia por el diálogo y no la violencia, la política de derechos humanos, la ampliación de derechos, etc.-, y procesos de incumplimiento del proyecto inicial -que el propio impulso del proceso no ha estado en condiciones verificables de poder cumplir como la indigencia, la pobreza o las desigualdades crecientes-, dando permanentes machaques a lo que “es”, sin ver de “dónde se viene”.

Finalmente, no entender que existen en una época determinada ideas de democracia también dominantes, pero que deben compararse o rebatirse (antes de ser desacreditadas) con otras ideas de democracia existentes (son mejores o peores en la pluralidad de voces, garantizan más o menos la participación ciudadana, efectúan ciertos controles o no, cumplimentan más o menos la Constitución, etc.). Nada de todo esto consideran ambos paradigmas. Al contrario, lo esconden.

Por eso, muchas de las perplejidades o confusiones del momento en que nos encontramos como sociedad tienen que ver (en parte) con el agotamiento del proyecto generacional de 1983, en el convencimiento de que el mismo, en su desarrollo actual -y con él, los rasgos centrales de la democracia argentina-, parecería no estar en condiciones de canalizar nuevas demandas y actores, hallándose obsoleto como dispositivo o procedimiento en la mirada de varias generaciones, ya sea porque con los años fue achicándose el concepto mismo (a diferencia de otros lugares, en la Argentina retrocedimos: pasamos de una idea deliberativa de la democracia como profesaba el proyecto inicial a una democracia delegativa, donde el mandatario podría hacer lo que quiere por el solo hecho de que la gente lo haya votado), o porque simplemente el desgano y el socavamiento de una idea robusta de democracia (siempre) va a beneficiar a alguien (hablamos de una democracia de mínimos). ¿Qué podemos hacer? Sobre todo cuando la sociedad no vislumbra todavía propuestas alternativas atractivas que se hagan cargo de la agenda contemporánea desde un lugar diferente a la “esperanza vacua” de los K o la “rebeldía insustancial” y colectividad excluyente mileísta, y emprenda un proyecto nuevo pero efectivo, es decir, que intente ser una democracia de máximos.

La necesidad de otro paradigma

La persistencia en estos 40 años de posiciones nostálgicas -que hacen una suerte de diagnóstico melancólico de la democracia y esquivan muchas de las falencias que se hallan inmersas en su seno- o condenatorias -desde una lógica de insuficiencia que la quiere desechar sin más, tanto en sus apariencias reaccionarias que hacen hincapié en sus promesas incumplidas para imaginar un retorno autoritario que puede llegar (incluso) a una reivindicación de la dictadura como en sus apariencias agitadoras o críticas que la observan como un obstáculo sistémico para el cumplimiento de sus transgredidas mandas y propuestas ideológicas- lo único que han logrado en el fondo es legitimarse mutuamente, no permitiendo avanzar en observaciones que amplíen seriamente la propia democracia, que la lleven a otro plano, que salgan de la coartada de estancamiento en la que se halla hoy.

Hablamos de llevar la democracia hacia un lugar real y diferente que incorpore aspectos de todos esos extremos mencionados para hacerla más amplia, es decir, para imaginar una solución hacia adelante, un expediente que no recurra a “marchas para atrás” en cuanto a sus voces y experiencias, cronológica y conceptualmente hablando, más allá de los ropajes que revistan, como intentaron hacer los paradigmas desvalorizadores descriptos. Que haga del concepto de democracia algo más que la ausencia de dictadura o el mero procedimiento formal de elecciones periódicas, que resultó poco exigente y permitió por ello la aparición de nuevos fenómenos y narrativas transversales y exóticas como la de Milei. Los críticos y agitadores de esos paradigmas no ven el peligro de seguir en este camino cuando la declinación de las expectativas sociales finalmente renuncie a la propia idea de República y termine justificando cualquier cosa.

Si queremos que la democracia -cual porción del proyecto de 1983- no deseche sus logros, pero recupere algo de energía, ganas de superación y de esperanza frente a demandas, experiencias y sensibilidades heterogéneas que han hecho a la política democrática aislarse de la sociedad, se requerirá una nueva espiritualidad -además de una conciencia teórica/practica- que la entienda como algo que merece ser conquistado todos los días, cada vez más. En definitiva, que la entienda necesaria pero no suficiente, actuando en su faz de ampliación además de en su faz de autorreproducción, en una acción no sólo en los periodos de crisis (como el actual) o de crecimiento, sino en cada momento, siempre, en constante profundización.

Por supuesto, no somos ingenuos, vislumbramos los peligros también: las opciones que debe asumir ese nuevo paradigma o narrativa en la Argentina serán dos. Una es una visión que intentará imponerse y nos retrotraiga (es decir, nos vuelva a un tiempo pasado), porque se apalanca en los paradigmas desvalorizadores descriptos y prefiere por obvias razones sociedades anestesiadas y representaciones desacreditadas, porque se alimenta de ese descredito. La otra es una visión que tenemos que rescatar: la de una democracia más amplia, que se apoye -como dijimos- en el proyecto o consenso alfonsinista, pero en clave inacabada (no nostálgica). Es decir, que sea mucho más profunda y rebelde, intentando construir sociedades más vinculadas y fraternas. Y ahí es a lo que tiene que apostar cualquier construcción de los espacios políticos del país que quiera salir de las falsas opciones.

Esto nos lleva, en conclusión, a acceder a una exigencia regenerativa de la democracia que perdimos en algún momento, que debemos volver a hacer propia, y el deber de los que podamos construir la alternativa que hace falta, lejana al descrédito de la democracia y cercana -como dijimos- a mejorarla, a agrandarla. Es decir, adherirnos a una nueva era cultural caracterizada por la construcción y el anhelo cotidianos y espontáneos de una democracia ininterrumpida, una “democracia sin fin” que, carente de modelos cerrados, corresponde inventar cada día, como dicen hoy varios teóricos. Solo así, asumiendo en cada acción y orden de nuestra vida y análisis una democracia mucho más amplia, que discuta a sí misma y construya proyectos colectivos más justos e inclusivos, que ensanche cada vez más sus propios límites e intensidades, y no una democracia de mínimos, agotada y atacada mediáticamente, podremos acceder a un camino que salga de la resignación y la desesperanza y se encamine a una transformación y radicalización de sus componentes libres, iguales y fraternos.

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