Hace casi 95 años, en 1930, Sigmund Freud, el padre del Psicoanálisis publicó un ensayo clave: El malestar en la cultura, el cual tiene una total y admirable vigencia.
Transcurría un tiempo de profunda crisis. Cuando colapsó la bolsa de Nueva York -el 29 de octubre de 1929- Freud le daba las últimas puntadas a uno de sus ensayos más difundido e importante. En su casa de Viena, con los papeles en el escritorio, anotó un título tentativo como señala, entre otros, Roudinesco: La felicidad y la cultura. Pero luego cambió y reescribió: La infelicidad en la cultura. Finalmente, días después lo entregó a la editorial, sin que sepamos qué pasó en el medio, con un nuevo título, el definitivo: El malestar en la cultura.
En su ensayo, Freud se pregunta: “¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir por su conducta, como fin y propósito de su vida? ¿Qué es lo que exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar con la respuesta: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Esta aspiración tiene dos costados, una meta positiva y una negativa: por una parte, quieren la ausencia de dolor y de displacer; por la otra, vivenciar intensos sentimientos de placer. En sentido estricto, el término ‘felicidad’ sólo se aplica al segundo fin…”. Esa palabra, tan usada por estos tiempos, para Freud es una sensación rápida y fugaz (“un fenómeno episódico”), pero nunca un estado emocional pleno. A sus 74 años, mientras el nazismo crecía exponencialmente en su entorno próximo, escribió: “…Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles…”. En resumen, no hay ni habrá satisfacción total y los seres humanos tendremos que aprender a convivir con eso replanteándonos por qué persiste la exigencia de ser feliz, sí o sí, como sea, llegando al punto, si fuera necesario, de pagar grandes costos, excesivos.
Entre las pautas de convivencia y “el goce en el mal”
Freud entendía a la cultura como las pautas y rasgos de la civilización en un momento dado, con vocación de permanencia. La define como “…toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres…”. Así entendida, la cultura es para el hombre una fuente de decepciones porque lo fuerza a renunciar a sus pulsiones, pero también una necesidad racional de “vivir en sociedad”, siempre que no induzca a un exceso de represión de la sexualidad y la agresividad, necesarias a toda forma de existencia. De ahí el malestar estructural en el cual la cultura solo es un remedio a la infelicidad en la medida en que también crea una infelicidad: la pérdida de las ilusiones pulsionales.
Convengamos, en el discurrir de esta reflexión, que “la política” o el “campo político” y su marco principal de actuación construido por “la cultura-civilización”, la democracia representativa, es receptora también del malestar del sujeto. Éste lo expresa muchas veces sin ambigüedad, en ocasiones de manera informal y, principalmente, cuando lo hace dentro de los marcos institucionales, formales. Explícitamente: cuando vota. Ahora bien, ¿esa reacción frente a la insatisfacción (por “la infelicidad o la no-felicidad” prometida por “la política”) es siempre productiva, o puede ser una reacción inconsciente y autodestructiva? Freud señaló que, muchas veces, los seres humanos en la búsqueda del placer se encuentran en forma repetida con el displacer. Mientras el placer busca el equilibrio y reducir al mínimo la tensión, el displacer suele aparecer como un intento fallido y repetido en la búsqueda de placer. Elijo como consecuencia del malestar -buscando “felicidad”-, fallo, y obtengo nuevo displacer, que incluso puede ser mayor.
Una satisfacción en el displacer, una oscura satisfacción en la que la desgracia propia o ajena se constituye como un “goce en el mal”. Esta fue la conclusión de Freud en El malestar en la cultura, la pulsión podía en su búsqueda fallida de placer transformarse en una pulsión mortífera con la suficiente potencia como para extenderse al campo social y colectivo. Por esta razón no es este un asunto psicoanalítico, sino un problema político de primer orden. Es lo que se conoce clásicamente con el término “pulsión de muerte”, nos dice Jorge Alemán. En este orden y volviendo al autor del “Malestar”: “…Particular significatividad reclama el caso en que un número mayor de seres humanos emprenden en común el intento de crearse un seguro de dicha y de protección contra el sufrimiento por medio de una transformación delirante de la realidad efectiva…”.
Compulsión de repetición, del sujeto individual al colectivo: en la sociedad. Problema netamente político, “equilibrio de libertad”
Esa pulsión agresiva está estrictamente asociada a la observación del fenómeno clínico de la “compulsión de repetición”. La compulsión de repetición es un comportamiento que Freud dice haber visto en múltiples ocasiones. De forma sucinta: el sujeto tiene una tendencia a repetir, una y otra vez, lo que le hace sufrir en la vida diaria. La sociedad, como sujeto colectivo, no escaparía a esa compulsión: muchas veces decide, en el campo político, repitiendo acciones penosas ya vividas -modelos políticos, ideológicos, económicos, ideas, etc.-, tal vez compensando, inconscientemente, su malestar con la política de manera autodestructiva. Freud concluirá que el origen de estas compulsiones de repetición, que siempre son repeticiones de actos que producen sensaciones displacenteras, es precisamente la denominada pulsión de muerte.
Si bien el malestar en la cultura es estructural, cada cultura le imprime su sello o su marca: hay entonces malestares de la época (o de las épocas) que se modifican en el transcurso del tiempo. Depresiones generalizadas, patologías del consumo y hedonias depresivas (incapacidad para hacer cualquier otra cosa que no sea perseguir el placer), serían algunas de las formas que el malestar adquiere en la fase actual del capitalismo, malestares propios de nuestra época o formas actuales en que se presenta el malestar estructural. Por supuesto, como venimos diciendo, en la política también se expresa ese malestar.
Indaguemos entonces en la actual coyuntura, en el contexto de la política, dónde encontraríamos situaciones en las que se percibe o manifiesta el “malestar”, tal como lo estamos presentando: políticas y discursos xenófobos, conflictos raciales, discursos violentos, estigmatización del que piensa distinto, falta de mínima empatía con los destinatarios de las decisiones políticas que impactan en los sectores más vulnerables, el uso irresponsable de las redes sociales y plataformas digitales (muchas veces no utilizadas para opinar con identidad real, enseñar o informar, sino para atacar, calumniar e injuriar anónimamente con el objeto de influir o manipular), las cada vez más frecuentes situaciones de violencia implícita o explícita para dirimir diferencias o conflictos, entre muchos otros que seguramente podríamos enumerar.
Volviendo al texto freudiano, el problema que aborda resulta especialmente vigente en la actualidad. El autor señala que la búsqueda del placer como fin de la vida y la búsqueda de la felicidad es irrealizable, que nada en el mundo está organizado para ese fin. La vida tal como nos es impuesta resulta penosa, la felicidad completa es imposible. Esta cuestión cobra especial importancia en nuestro presente, un tiempo en el que la promesa de la felicidad y el imperativo de ser felices nos bombardean no solo en las redes sociales y los medios de consumo y de comunicación, sino también en las plataformas digitales, y en el campo de la “política”, que siempre está dispuesto a ofrecer la solución a cada problema que acucie a la sociedad.
Entonces la felicidad es un factor de la política, y Freud nos dice que ella es imposible. Sin embargo, el psicoanálisis no transforma la imposibilidad en impotencia; por el contrario, propone saber hacer con la falta, inventar lo que hay (o puede haber) sin desconocer lo que no hay. El desarrollo cultural produce alteraciones, modificaciones, cambios, sobre las pulsiones, cuya satisfacción es la finalidad de nuestra vida. La cultura impone que nos rehusemos a esa satisfacción pulsional y al mismo tiempo se edifica sobre esa renuncia exigida para poder convivir. Y esto tiene consecuencias, ya que entonces el sujeto, aquí ciudadano, se lanza en busca de compensaciones a esa renuncia. Esta idea central del padre del psicoanálisis nos permite pensar la condición humana y social (y su conducta individual o colectiva) en cualquier época de su transcurso histórico.
Por lo tanto, sea en su época o en la nuestra, la cuestión es la misma: ¿Cómo alcanzar la felicidad y mantenerla? Así, para captar el deseo del sujeto, aparecen las exigencias, recomendaciones y consignas “curativas”, garantes de segura “felicidad”: ¡Sé feliz! ¡Solo de vos depende!¡Viví el hoy! ¡Pará de sufrir! ¡Si sucede, conviene! ¡Para tu felicidad, comprá! ¡Vos podés!, entre tantas otras. Todos los imperativos amplificados por doquier -¿culturales?- que “aniquilan” o “aniquilarían” la angustia, la desilusión, la frustración, procurando meter el malestar abajo de la alfombra. La tristeza y la angustia copan la escena social; la tristeza que no tiene lugar, que no es escuchada y que se solidifica se transforma, muchas veces, en ira, bronca, agresión.
El horizonte deseado, la construcción de la salida: “la dicha posible”
Ahora bien, la pregunta con la que se culmina El malestar en la cultura permanece inalterada con el paso del tiempo: la cuestión decisiva para el destino de la especie humana es si el desarrollo cultural logrará dominar la perturbación de la convivencia que proviene de la inclinación agresiva y autodestructiva de los seres humanos. Este problema no sólo permanece vigente, nos es contemporáneo, por lo que debemos estar atentos a los modos de compensación que propone la cultura del mundo en que vivimos, sobre las restricciones que ella misma impone. El malestar se actualiza en formas sutiles, sofisticadas, siendo una de ellas su propia renegación, como esas formas del malestar que se presentan como su aparente contrario: los ideales de salud perfecta, de felicidad continuada, eterna y obligatoria, de productividad a como dé lugar, la meritocracia, el darwinismo social individualista, la validación del individuo con “los likes” o “los seguidores”, la mutación del sujeto real al digital en busca de aceptación, el sálvese quien pueda, etc.
La trampa de algunos discursos de época, de corte individualistas, como modo de subjetivación, es persuadir de que lo injusto es necesario (“es necesario sufrir, pero al final del túnel hay luz”) y que la respuesta “adaptativa” y valorada frente a ello debiera ser cualquier forma de la llamada “resiliencia” que es la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. “Aguantar” sería entonces un mérito de quien se hubiera perjudicado con neurótica docilidad, sepultando la potencia de su malestar. La posición ética del psicoanálisis no se acomoda en una vacía “aceptación” de lo injusto, sino en la posibilidad de romper cualquier forma del statu quo, transformándolo. Hacía ahí debería actuar “la Política” -con mayúscula-, transformando el “malestar” del que es receptora en una respuesta productiva y no autodestructiva. Precisamente en Capitalismo y pulsión de muerte, Byung-Chul Han advierte que es grave cuando en el neoliberalismo se explota al trabajador, pero también lo es cuando la autoexplotación es voluntaria, y como está bajo el signo de la “libertad”, es sumamente efectiva. La autoexplotación es una explotación sin dominación, porque se realiza en forma voluntaria.
A esta altura del razonamiento que planteamos, pienso en un par de preguntas que podemos hacernos: ¿cuáles serían los mejores medios para que la pulsión agresiva, que tiende a repetirse, pueda ser encauzada de un modo productivo y menos destructivo? ¿Y de qué tipo de recursos políticos, y de qué calidad, debe disponer o reclamar una “cultura-civilización” para poder encontrar y desarrollar esos medios? O, como diría Freud, para alcanzar “el equilibrio entre las demandas individuales y las exigencias culturales”; la que define como “la dicha posible”. En cada momento histórico novedoso y siempre lleno de reminiscencias del pasado, lo que se juega, o creemos debiera jugarse, es el nuevo (o “viejo”, compulsivamente repetitivo) medio para traducir, reconducir ese “malestar en la política” en una fuerza motriz social que construya, y no en una pulsión catártica que nos deposite en un campo de mayor malestar.
Está claro que la salida no es nítida, y si lo fuera, no sería fácil de obtener, pero cabe interpelarnos si el camino buscado no debería incluir, para no alimentar “el malestar”, el desarrollo y la consolidación de instituciones más estables y creíbles, procesos educativos en relación a los marcos alcanzables en el campo de la política y sobre la importancia de la empatía social, más altruismo que psicopatía en los actores políticos democráticos, regulación sobre el uso responsable de la tecnología, de los entornos digitales, el combate contra la falsa información, la no naturalización de la violencia y la discriminación en cualquiera de sus formas, consolidación de las distintas ideas políticas -con vocación de permanencia, que impidan el camaleonismo ideológico que socava la representatividad política- canalizadas por partidos políticos modernos que den previsibilidad al sistema democrático y a la sociedad, entre otros caminos posibles.
Es fácil prever que esa instancia cultural constructiva no se conseguirá con promesas de felicidad repetidas -y fracasadas, más allá de su publicidad omnipresente- que, dado el actual y legítimo “malestar en la política” puedan tener lugar, y ser rescatadas por una parte importante de la sociedad cuyas negativas consecuencias también los tendrán como protagonistas e inocentes destinatarios.