El poder de la palabra

De las cientos de veces que Sara Rus contó su historia como sobreviviente de los campos de concentración del nazismo, una en particular cambió la vida de alguien para siempre

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Una de las últimas imágenes de Sara Rus (Gustavo Gavotti)
Una de las últimas imágenes de Sara Rus (Gustavo Gavotti)

El 24 de enero pasado, un día antes de que cumpliera 96 años, dejó este mundo la querida sobreviviente de Auschwitz y Madre de Plaza de Mayo, Sara Rus.

No voy a recrear aquí su historia de vida, que se encuentra magníficamente plasmada en su libro testimonial, editado por la AMIA, “Sobrevivir dos veces”: quien quiera conocer más de cerca su increíble periplo desde su Lodz natal, siendo una adolescente, y su deportación a sucesivos campos de concentración del régimen nazi, cómo se las arregló para evitar la muerte (siempre junto a su madre), su llegada a la Argentina en la posguerra, la formación de su familia, y la dramática desaparición de su hijo Daniel, no tiene más que leer esas páginas cargadas de vivencias y de enseñanzas.

Quisiera en cambio, poner de resalto la importancia superlativa que ha tenido Sara a lo largo de las últimas décadas como una sobreviviente dedicada enteramente, día tras día, a dar su testimonio a quien quisiera oírlo: escuelas, universidades, centros de formación de fuerzas de seguridad, ámbitos políticos, clubes, espacios religiosos, en fin, un amplísimo espectro de instituciones fueron anfitrionas y receptivas a su palabra.

Sara Rus en una imagen de su adolescencia (Leo Vaca)
Sara Rus en una imagen de su adolescencia (Leo Vaca)

Todos quienes tuvimos el privilegio de estar cerca de Sara advertíamos con asombro que, con el paso de los años, la energía que ella ponía en esta misión, lejos de debilitarse, iba en aumento, lo cual reflejaba claramente su convencimiento acerca de la relevancia que tenía su figura y su testimonio, especialmente para las nuevas generaciones que la admiraban.

El magnetismo y la capacidad de convencimiento de Sara, tan especial, se puso a prueba en una ocasión puntual, que quisiera compartir con los lectores.

Corría el año 2011 y en el Juzgado a mi cargo teníamos en trámite una causa contra un joven de unos 17 años que, en un centro comercial de la Ciudad de Buenos Aires, había hostigado y amenazado a otro por ser judío. Según los testigos del hecho, el agresor le había deparado insultos de contenido nazi y antisemita, y ante ello fue detenido y traído a los tribunales por violación a la ley anti discriminatoria.

El chico ostentaba la cabeza rapada, y en un bolsillo de su pantalón tenía pintada la sigla “SS”. En la sede del juzgado, al preguntarle al joven si sabía qué significaba, contestó: “Sí, Schutz Staffeln”. Supimos entonces que no iba a ser un caso fácil de resolver.

Como en el juzgado tenemos la práctica, frente a este tipo de casos que involucran a menores, de reemplazar una medida represiva por otras de tipo educativas, también en esta ocasión emprendimos esa senda, siempre con pronóstico reservado, respecto de los resultados.

En el caso de este acusado, llamado Maximiliano, el arduo trabajo de tratar de atraerlo hacia valores de tolerancia y respeto y alejarlo de los círculos nocivos (skinheads y agrupaciones por el estilo) no estaba funcionando.

El joven se mostraba reacio a charlas y conversaciones, lecturas y propuestas que le hacíamos desde el equipo interdisciplinario. Los meses pasaban y comenzaba a inquietarnos la falta de progresos. A punto tal que ni siquiera habíamos logrado que retome la asistencia a clases (era un repetidor serial) o que, alternativamente, se procure alguna otra actividad que lo vaya alejando de los lugares y los círculos de personas que frecuentaba.

Daniel Lázaro Rus, desaparecido en julio de 1977 (Leo Vaca)
Daniel Lázaro Rus, desaparecido en julio de 1977 (Leo Vaca)

En esos momentos, desde mis actividades en el Museo del Holocausto, fue que invité a Sara Rus a que venga a presentar su libro y darnos su testimonio a la Facultad de Derecho de la UBA, donde soy profesor. Conseguimos el Salón Verde de la facultad, publicamos unos afiches invitando al público a venir y lo difundimos por las redes sociales.

En esas circunstancias, y como parte de las medidas educativas dispuestas en la causa respecto de Maximiliano, se me ocurrió la idea de citarlo para que concurra a la facultad a ver y a escuchar a Sara Rus.

El 31 de octubre de 2011 tuvo lugar la actividad, tal cual estaba programada. La convocatoria nos sorprendió gratamente: en el pasillo, en el hall y en la sala había una multitud, como nunca más volví a ver en un salón de la Facultad. No sólo había alumnos y docentes: había también muchísima gente de afuera que la había venido a escuchar.

Con los demás organizadores de aquel evento (Graciela Jinich, Fernando Susini, Adrián Rivera Solari) nos mirábamos sin saber cómo canalizar la situación. Finalmente, no tuve más alternativa que pedirles a todos los alumnos que dejen sus asientos libres y que se sienten directamente en el piso, adelante y en el pasillo central, para permitir al resto del público ingresar al recinto.

Cuando estuvo todo dispuesto, en una sala que rebalsaba de gente, comenzó la actividad. En un silencio del público que trasuntaba respeto, devoción e interés, Sara fue deshilvanando, una vez más, en forma precisa y cronológica, su historia de vida, desde su niñez hasta la actualidad.

Para cuando terminó el acto, una fila interminable de asistentes aguardaba su turno para besarla, agradecerle, pedirle una dedicatoria en el libro recién adquirido, o sacarse una foto de recuerdo. Sara, con infinita paciencia, cumplía con todos los requerimientos.

En medio de tanta conmoción, pude ver que Maximiliano, correctamente vestido con saco y camisa, rapado como siempre, estaba presente, de pie, junto con Silvina Borgnia, la secretaria del juzgado que llevaba el caso, y que desde un comienzo, también estaba empecinada en sacar adelante a aquel muchacho.

Sara Rus, observando unas fotogrías. La mujer fue sobreviviente del Holocausto (Leo Vaca)
Sara Rus, observando unas fotogrías. La mujer fue sobreviviente del Holocausto (Leo Vaca)

No recuerdo si en aquel momento alcancé a saludarlo o a cruzar algunas palabras con aquel joven imputado que había cumplido, muy respetuosamente, con aquella manda judicial, en el marco del trámite de aquella causa por discriminación. Pero lo que sí recuerdo es que, unos meses después, a comienzos de 2012, mi secretaria privada me avisó que, como era habitual, Maximiliano se había hecho presente y esperaba a que lo atendiera en mi oficina, para actualizar su legajo de seguimiento.

Unos diez minutos más tarde salí a mi antedespacho, y si bien vi algunas personas, no alcancé a divisar a Maximiliano. Entonces me volví hacia mi secretaria, para preguntarle dónde se había ido, a lo que ella me contestó: “Daniel, está ahí sentado, esperándote a que lo recibas”.

Cuando volví la vista nuevamente, me di cuenta que, efectivamente, era Maximiliano. Sólo que no lo había reconocido: tenía el cabello bastante crecido, y era pelirrojo.

Me quedé estupefacto.

Sara había logrado lo que parecía imposible. Con su don, único e irrepetible, había conseguido lo que nadie hasta ese momento: llegar al corazón y al alma de aquel muchacho y quebrar su armadura (alimentada por discursos de odio y resentimiento) para propiciar un principio de cambio en su vida.

Ese día, en mi despacho, Maximiliano me contó que había decidido salirse del circuito skinhead, y que había comenzado a trabajar en un taller mecánico, como aprendiz, labor que siempre lo había apasionado.

Luego de un seguimiento que llevó más de un año, archivamos el caso: habíamos logrado que el menor acusado se convirtiera en ciudadano.

Mi aprendizaje a partir de esta historia es que nunca debemos dejar de valorar el poder del testimonio de vida, de aquellas personas que atravesaron experiencias como las que vivió Sara, como un aspecto central de las políticas de memoria.

*Columna publicada originalmente en Revista Haroldo

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