Solemos vincular a Malvinas con el dos de abril, pero hay otra fecha a tomar también en cuenta: Argentina desembarcó en Malvinas el dos de abril de 1982 y sus tropas apitularon en Puerto Argentino el catorce de junio del mismo año. Algo terminaba pero también algo empezaba. Terminada la aventura militar, comenzaba una nueva etapa: la de asumir esa derrota y trabajar de nuevo en lo que, trece años después, la democracia asentaría en la Constitución Nacional como inapelable consenso de todos: la recuperación pacífica de nuestra soberanía como “objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino.”
Aparte de su enorme error político, de entre sus varios significados, el dos de abril quedará seguramente en la Historia como una exasperada expresión de patriótica impotencia ante una realidad que no se consigue cambiar, un intento agónico de hacer valer un derecho de la más dura manera posible: con sacrificio irremediable de vidas heroicas, cuando las chances de imponerse eran mínimas, sino imposibles. Y encima, a pesar de su peso jurídico, después de aquel dos de abril las posibilidades de nuestro reclamo de soberanía inevitablemente retrocedieron muchos casilleros. La solución del conflicto de Malvinas seguramente va a llegar, pero no será tan pronto como alguna vez pudo ser. A las derrotas en este mundo se las cobra hasta el último centavo.
El catorce de junio constituye, en cambio, una fecha de amargo recordar, pero también contiene la potencialidad sanadora que conlleva todo reinicio de quien aparece derrotado pero empieza de inmediato a construir con el mismo objetivo irrenunciable: el derecho internacional no reconoce derechos a los triunfadores bélicos, a menos que los derrotados no insistan en sus reclamos. Ponerse de pie y recomenzar, esa es la importancia del catorce de junio.
Los argentinos podríamos recapacitar que en este tipo de conflictos no existe una fórmula exprés, salvadora, como no sea la de crecer internamente durante muchos años para volver a pesar en el mundo y así nuestros derechos no puedan ignorarse; porque mientras dure la actual debilidad argentina el Reino Unido se mantendrá impertérrito frente a nuestros reclamos. En esa perspectiva, las expectativas de soberanía basadas solamente en el diálogo bilateral –que hoy ni siquiera existe - continuarían resultando útiles, pero ya probadamente insuficientes. Y es así como estamos.
Argentina se encuentra entrampada en una situación en que –aun teniendo muchísima razón jurídica- su adversario en la controversia puede cómodamente alegar que un dos de abril los atacamos militarmente y sin aviso, sin cosechar apoyos importantes y la explícita condena de nada menos que el Consejo de Seguridad de las siempre tan prudentes Naciones Unidas.
La historia de Malvinas muestra que la gran mayoría de los países, en especial las potencias gravitantes, no exhibe demasiado interés en cambiar las cosas de como están ahora, prefiriendo postergar su tratamiento a un futuro indefinido y bien distinto a la realidad del mundo de hoy. Hasta nuestros vecinos más cercanos abastecen sin rubores a la enorme flota de pesqueros piratas que bajo licencias malvineras depredan ilegítimamente nuestra riqueza ictícola en el Atlántico Sur. No es solo índice de doblez de ellos, es índice de lo poco que importamos nosotros.
Al diálogo debemos continuar reclamándolo, en éste y en todos los gobiernos que sigan pero -hasta que la situación no cambie- hay que hacerlo sin permitir ni promover en la sociedad argentina falsas esperanzas de inmediatez, ni siquiera de llamativos progresos cercanos. Hará falta coraje en los gobernantes, pero la gente ya lo va entendiendo y no cree más en promesas de soluciones dentro de poco.
Y si no hay diálogo, cabría peguntarse dónde pueden residir nuestras mejores expectativas. La controversia con Gran Bretaña sigue igual, pero hay que prestar atención a los grandes cambios que se están produciendo en el escenario internacional, que conforman la gran novedad que resultaría prudente tomar en cuenta desde ahora: en el Atlántico Sur la situación, si sabemos aprovecharla, podría variar en nuestro favor.
Hace más de una década que el orden internacional vigente desde la caída del muro de Berlín ingresó en un proceso de profundas alteraciones. Para decirlo en corto, se estaría generando una especie de guerra fría, de otras características, pero fácilmente visualizada por la conformación, otra vez, de dos bloques antagónicos, donde no termina aún de asentarse un orden internacional diferente del anterior y, por ende, tal vez mejor o peor para nuestros intereses nacionales.
En las últimas dos oportunidades en que un orden internacional resultó reconfigurado, la Argentina resultó penosamente ignorada. En 1946 los ganadores de la segunda guerra mundial nos radiaron por no haber luchado –como sí lo hizo Brasil- contra el nazismo. Y en 1989 cuando cayó el muro de Berlín, Argentina optó por no repetir el error y cerró filas, pero a partir del kirchnerismo sus gobiernos derivaron en adolescentes hostilidades contra Occidente y hasta asombrosos alineamientos con referentes como el Irán de la AMIA, la Rusia de Putin, el chavismo castrista y confusas verónicas geopolíticas con el Beijing de la base patagónica.
Cualquier estudio internacional que debiera ubicar a los países dentro o fuera del bloque occidental todavía nos situaría adentro, pero alarmantemente muy al borde del dibujo. El diez de diciembre pasado hemos girado en dirección a un perfilamiento más definido y más inteligente, lo que nos permitió arribar esperanzadamente a este catorce de junio en condiciones de repasar con buenas expectativas cuál es, hoy en día, el estado de nuestros intereses nacionales. Pero de eso hace solo cinco minutos.
En términos de Malvinas, la actitud de Gran Bretaña sigue igual, pero están cambiando aceleradamente las condiciones del mundo, por fuera de ese hasta ahora inexistente diálogo bilateral. Y cuando algo bueno no alcanza, debe buscarse qué cosas sumarle, no descartarlo.
El interés nacional argentino continúa consistiendo en obtener una solución del diferendo que contemple nuestros derechos de soberanía, pero hasta ahora el mundo no pareció entusiasmarse, manteniendo a nuestro reclamo en el modo sigan participando. Pero surgen escenarios nuevos. El primero de ellos es el Atlántico Sur y la Antártida, ámbito hasta ahora sin conflictos pero crecientemente atractivo para los intereses expansivos de varias grandes potencias y algunos vecinos de Argentina.
Un choque militar lamentablemente nunca debe descartarse, pero en lo inmediato el frente de tormenta pasa por la dimensión geopolítica. Es indudable que China pretende hacer valer reclamos de soberanía en el Polo Sur, pero también siete países –entre ellos nosotros- ostentamos derechos perfectamente sostenibles. Pero el Reino Unido, por ejemplo, reclama el mismo territorio polar que Argentina. Y lo hace respaldándose principalmente por su cercanía territorial desde Malvinas.
Ante esta situación, ¿Nosotros qué alternativas podríamos tener? ¿Descartada constitucionalmente otra guerra, nos dedicaremos a repetir en la Antártida nuestro histórico fracaso en las islas, limitándonos a plañir otros doscientos años que nuestros derechos son mejores que los británicos, con el amargo resultado que todos conocemos? ¿A lo que pase en el Atlántico Sur y Antártida lo vamos a balconear como espectadores desde la costa o pretenderemos jugar algún papel que no sea solo reclamar con poco eco, a un mundo que va a estar más interesado en sus propios intereses geopolíticos en una región tan importante del mundo, antes que tener la cortesía de ponerse a ponderar cuánta razón parece que Argentina tiene en Malvinas?
Aunque las dimensiones militar y geopolítica de este conflicto son diferentes, parten de un mismo dato esencial: se trata de establecer quién manda. ¿Y cualquiera sea la opción final, en quién podría pensarse que Washington y Europa confiarán más para su desenvolvimiento? ¿En el Londres que domina físicamente a las Malvinas y es aliado importantísimo de los Estados Unidos y de la Unión Europea, miembro del Consejo de Seguridad de la ONU y navega la tercera flota naval del planeta a la cabeza de un Commonwealth de cincuenta y seis naciones? ¿O en la deslucida y tan cambiante Argentina, cuyo último presidente, veintiún días antes de que Putin invadiera a Ucrania, lo invitó oficialmente a tomar a la Argentina como puerta de entrada (sic) para su país en la región; o asombró a Xi Jinping declarándole que la de Mao Tse Tung había sido una gesta admirable? ¿O que declaró públicamente asombrosas vinculaciones genéticas entre el peronismo y el partido comunista chino? ¿O que poco después, cuando a su exótico embajador Vaca Narvaja le pareció oportuno declarar públicamente que China tiene razón en el tema de Taiwán, resultó inmediatamente convalidado (otro sic) por el canciller Cafiero?
Los estados que reclamamos territorio antártico en base al derecho pueden contarse con unos pocos dedos, pero los interesados en explotarlo son muchos más. Con excepción de Francia y Noruega, los occidentales que lo codician comparten el estatus de Estados Unidos: tienen mucho interés pero no buenos derechos. A alguna gente no le importaría mucho: después de todo, Londres se apoderó de las Malvinas y las retiene todavía bajo esas mismas condiciones corsarias de la época colonial. Hasta la remota Rusia, cuándo no, el país más extenso del mundo, el Estado con mayores territorios en el polo norte, asombrosamente también reclama difusos derechos en Antártida.
Tanto Washington como varios peso pesados europeos probablemente buscarían asociarse con quienes ostenten derechos jurídicos para acceder lo más ventajosamente posible a los recursos de la Antártida y el Atlántico Sur. ¿Pero cuántos de ellos optarían por esta exangüe Argentina de hoy, heredera de tantos desaciertos? Y esto no se limita a las potencias muy remotas. Chile tiene derechos mutuamente reconocidos con Argentina, pero siempre ha tenido mucha historia –recordemos 1982- con Gran Bretaña. En Uruguay existen académicos que sostienen derechos de soberanía de su país sobre Malvinas y aguas circundantes. Por su parte, es indudable que, a partir del pre-salt el poderoso Brasil aspira con derecho a que todo lo que suceda en el Atlántico Sur le sea consultado y resultaría ingenuo suponer que Londres no lleva tiempo tratando de convencerlos de las ventajas de algún emprendimiento conjunto en este tema. ¿Se supone que Argentina también lo estaría haciendo? No que se sepa y aunque sea algo temprano para este gobierno, ojalá no demoremos hasta que sea tarde.
Una de dos, estallado el conflicto militar o la mera confrontación geopolítica, la decisión brasileña eligiendo socio para el extremo sur fortalecería su papel en el mundo de los gigantes ya desarrollados, aunque a costa del definitivo quebranto del equilibrio sudamericano. O, acordando con Argentina, podría consolidar definitivamente su liderazgo y unidad con sus vecinos para pesar en la Antártida y en el mundo de manera muy superior a la de un destino solo individual. En materia exterior los brasileños son muy inteligentes y distinguen muy bien cuándo conviene ser cabeza de ratón o cola de león.
En este tema jugarían no solo las grandes potencias con sus intereses geopolíticos. Ya existen enormes empresas multinacionales con mayor musculatura económica que países como Argentina, varias ya tienen hace años en carpeta las formidables posibilidades económicas de la Antártida y, en razón de ello, estudiarían el país titular de derechos que en la región que resulte más apropiado para concertar inversiones de tamaños nunca vistos. Argentina cuenta en el continente con puertos, costas, aeropuertos, talleres, aprovisionamiento e infraestructura enormemente superiores para competir con los de Gran Bretaña en Malvinas. Pero por ahora, con mucho menos confiabilidad por parte de quienes pesan en el mundo.
Es que ya se sabe, cuando dos países disputan algo y la relación de fuerzas es muy despareja, la filosofía del todo o nada siempre termina en nada para el más débil de los dos. Apelando solo al reclamo jurídico, los argentinos terminamos quedándonos con la razón pero los ingleses siguen en las islas. En los puentes con Uruguay se hizo lo mismo y la pastera hoy es oriental. Imbuídos de juridicismo, derivamos hacia otra forma de la impotencia: la mera retórica. Una de las ventajas de la retórica es que su vinculación con la realidad no tiene por qué ser muy estricta: el discurso tonante y la imprecación patria suelen ocultar eficazmente la incapacidad de conseguir nada concreto. Sería bueno no repetirlo en la Antártida. En Malvinas ya nos pegamos un tiro en el pie, no lo hagamos también en el otro.
Llegará el día en que conflictos como el de Malvinas puedan resolverse con abstracción del diferente peso de los contrincantes en el mundo. Pero no será hoy, y no será pronto, y la Historia no detiene sus relojes: con tener razón no basta, hace falta pulsar el juego de los intereses nacionales involucrados y saber navegarlos como a las corrientes marinas. En diplomacia, la prudencia no consiste todas las veces en apretar el pedal del freno, eso tiene otros nombres.
En el corazón mismo de Occidente, Washington optó en 1982 por Gran Bretaña, como lo hará siempre en situaciones tan extremas como una guerra. Pero todo el mundo sabe que desde hace años Estados Unidos preferiría un continente libre de una controversia como la de Malvinas, mucho más si el área comienza a convertirse en una zona de roces con el otro bloque mundial y sus aliados. Allí podrían coincidir sus intereses con los nuestros, incluyendo en ello a los británicos. Desde la misión Haigh, Washington dejó claro que intervendría en el tema de soberanía solo si se encuentra una fórmula satisfactoria para los dos. Allí tenemos un potencial.
Esta especulación puede concretarse. O no. O hacerlo parcialmente. Pero la realidad internacional no transitará por carriles demasiado diferentes. Y una actitud abierta y cooperativa de Argentina dispuesta a concertar sus intereses con los de los dos más grandes países de América y los miembros europeos de la alianza occidental, de todas maneras resultaría en un significativo fortalecimiento de nuestras relaciones bilaterales con cada uno de ellos. El resultado final puede variar, pero a lo largo de camino Argentina podría recoger importantes beneficios en el trato con cada uno.
Tanto geopolítica como económicamente, a los interesados mundiales en Antártida y el Atlántico Sur les preocuparía que en esa zona subsistiese un conflicto tan importante como el de Malvinas, entre dos estados socios y amigos entre sí y con los otros países involucrados. En el avance de Occidente hacia la Antártida, dejar atrás ese conflicto sin resolverlo funcionaría como una indeseable fisura de retaguardia.
Ese interés compartido podría llevarlos a presionar sobre los dos, Londres y Buenos Aires, para inducirnos a que ambos encontremos una solución o, al menos, iniciemos formalmente negociaciones que, en algún momento futuro, lleguen a incluir soberanía dentro de ese emprendimiento global conjunto, comenzando por un primer estadío consistente en reconstruir la situación previa a la guerra, como enseña la historia de los conflictos bien resueltos.
Paradójicamente, para el Foreign Office podría funcionar como una oportunidad de la que hoy carecen: encontrando en la Antártida un objetivo de mucha mayor importancia para sus intereses nacionales, bien podrían considerar alternativas superadoras de la actual situación en las islas, que ellos saben que el mundo nunca dejará de ver como una rémora de la época colonial con la que ya hace rato se ha decidido terminar.
Y a la Argentina, ahora empeñada en cultivar más sensatamente a sus intereses nacionales, podría servirle para encontrar, en ese emprendimiento asociado en el Atlántico Sur, un ámbito de solución para Malvinas, un papel respetado en la coalición occidental y un camino para recuperar en el mundo el prestigio que nunca debimos perder.