¿Por qué ir a nuestras Islas Malvinas?

Todos los que quieran y puedan no vacilen en conocerlas, descubrirlas y disfrutarlas: es un viaje transformador. Son nuestras.

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Islas Malvinas
Islas Malvinas

Ir a Malvinas es una decisión que se adopta con facilidad; llevarla a cabo, bueno, eso sí es otro asunto. Ya volveré a ello. ¿Por qué es tan simple?: es que en Darwin descansan, con su única e inimaginable paz, una consagrada representación de los argentinos, repleta de crónicas ejemplares de heroicidad y servicio a la patria, que como ciudadanos estamos obligados a reconocer, respetar y divulgar. Son realmente destacables, dignos de nuestra plena admiración y son muy, muy nuestros.

Tenía 8 años cuando se reivindicaron los derechos de soberanía de Argentina sobre las islas. Hasta un monumento de 1933, próximo al templo anglicano de Puerto Argentino, reza en perfecto inglés que se erigió en “conmemoración al centenario de la posesión británica”. Desde entonces, no supe bien cómo ni por qué, seguí los pasos de los protagonistas de la defensa de nuestro suelo por aquellas latitudes. Mis padres solo acercaron víveres en lo material y supieron rezar por los “chicos” en lo espiritual por ese entonces. Crecí y, conmigo, el interés por esas, sus historias.

He leído sobre la guerra de 1982. En lo personal, fue influyente y decisiva la abundante literatura sobre sus protagonistas, jóvenes sí, aunque descriptos como plenamente hombres a razón de los actos que supieron realizar. Ni la bibliografía inglesa sobre el conflicto les da el trato de “chicos” e ir al terreno -más allá de la visión proporcionada por otro u otros- vino a ser el último paso para mi irreversible convicción.

Fue tal y como pensé a partir de los datos que disponía. Es que, quien camine bajo el viento vigoroso y constante, ascienda y descienda sobre la turba malvinera, eluda o tropiece sus milenarias piedras, enfrente violentas amplitudes térmicas en apenas un instante, o se mantenga entre chubascos que castigan la piel a modo de proyectiles de hielo, lo multiplique por semanas, y ejercite su imaginación a partir de la visualización intacta de los impactos de artillería naval y de campaña propicias al acecho de un invasor con recursos superiores, alcanza esa única e incontrovertible conclusión.

Vi rastros de la heroica resistencia de nuestros hombres. Al alcance de mi mano, cientos de esquirlas de todo tamaño, con el común mensaje de muerte y destrucción a su paso, tanto como de múltiples vainas servidas de fusil FAL y de otros calibres. Las muestras palpables no son otras que las del mérito y la ejemplaridad de los que “bancaron”, en serio. Pozos de zorro artesanales entre cubiertas naturales de rocas íntegras -entre 12 y 16 km del centro de la capital, o sencillamente lejos de todo-, todos silentes testigos de la entrega total frente a una cadena logística ininterrumpida que reforzaba al combatiente inglés, deconstruyen cuotas del arrojo y el valor en combate de nuestros protagonistas.

Las marchas hasta los lugares de batalla posibilitan configurar el sacrificado esfuerzo de los argentinos destacados ahí. Ningún vehículo podía llegar hasta las lejanas posiciones y los intrépidos helicópteros con nuestra escarapela hacían lo imposible, pero era poco frente al control del espacio aéreo por británicos, algo que David Morgan, piloto del escuadrón Sea Harrier del Portaviones Hermes, describió desde la otra mirada como “el apretón del lazo”.

Sin equipo, fue complicadamente difícil la larga caminata. Cae de maduro lo que supo ser llevar cajas de municiones o evacuar heridos, como un veterano a quien conocí allí me contó, en tanto regresaba una vez más para cumplir el último deseo de alguien que había regresado de 1982, pero había partido de entre nosotros durante la última primavera. Si el administrador del hotel quedó perplejo cuando le dije lo que haríamos a pie, lo extraordinario para alguien como yo, fue algo absolutamente normal y cotidiano para los soldados.

Darwin es un viaje al interior de las emociones del alma. Sentí que esperaban que fuera, porque son conscientes que merecían y se habían ganado que pasara por allí. Me reconforté prontamente, después de un muy intenso instante de dolor espiritual que me quebró como la hoja del hacha a una madera noble. Me detuve ante todos, pero reparé en especial ante aquellos cuyas crónicas me impactaron a punto recordarlos con claridad. Eran tantos. Mientras memoraba nombres y apellidos con sus unidades 4, 5, 6, 7, 12 y 25 -entre otras-, con montes Harriet, Dos Hermanas, Longdon, Tumbledown y la legendaria Pradera de Ganso, cruzándolos con conductas forjadas a sangre y fuego, un sol constante e impropio del lugar me mensajeó con toda su tranquilidad y me transmitió que estaban como hombres, donde habían elegido estar.

Demasiadas historias, muy grandes, de hombres de corta edad sí, pero de hombres al fin de cuentas, que quieren ser reconocidos así, aunque una insólita y diminuta placa allí (opuesta a la protección que les brinda la Virgen de Luján que no los abandona), los refiera como “chicos”, lo que hasta me impresionó como ofensivo. Dejé mi gratitud puntual con Julio Romero, un toba guapo que le posibilitó a un bravo correntino completar su misión, que en Hollywood sería película, pero que por sobre todas las cosas, le llevó a ser un papá y un abuelo ejemplar. El maestro Julio Cao, voluntario para el conflicto, lo fue para la familia: caló hondo que hiciera docencia desde las cartas a sus alumnos de tercer grado. Con quienes más tiempo estuve fue frente a quienes no tenían todavía nombre y apellido; corrijo, como reza la placa, a quienes esos datos por ahora se le reservan a Dios. Es imperativo que los argentinos sepamos de todos y cada uno de ellos, así y solo así podremos ofrendarles una individualizada gratitud.

Fue tan grande la campaña de las tropas propias que el museo local las ignora, además de la ficción en la narrativa de su propia historia (colisionada con el aludido monumento a 120 mts de distancia entre sí). No importan las molestias o el empeño que, con respeto o sin él, le pongan los isleños al visitante argentino, cada rincón del archipiélago transpira pertenencia. Bienvenida no hay. Tampoco piden que regreses pronto. La salida, a la que te convocan 8 horas antes del vuelo, es para revisarte entero, de cabeza a los pies, asegurándose (más bien intentándolo) que nadie porte ningún talismán malvinero camino a casa.

Sin embargo, la alta tasa aeroportuaria que se pone al servicio de cortar la retroalimentación con el continente, es y será insuficiente. Sea porque la aspiradora sobre la maleta de un amigo, pasada para que una poca de tierra sagrada no se funda y confunda con la de nuestra pampa gringa nos infla de orgullo -los intranquilizamos, porque reclamamos lo nuestro-, sea porque la confiscación de unas pequeñas piedrecitas, jamás impedirá conseguir otras, instantes después. De eso se trata. Nos saben constantes, y es así y solo así, como el agua perfora la fortaleza de la piedra.

Ir a Malvinas no es simple. Pero debería serlo. No somos libres de poder ir desde muchos lugares; ojalá se nos facilite. Debería prohibirse a bancos y tarjetas de crédito siquiera cobrar el impuesto PAIS (el régimen tributario actual es apenas que “no deben estar alcanzadas” y la realidad es que te obligan a pagarlo y a emprender la cruzada por su reembolso). Si son lejanas, eso las distancia aún más de nosotros y, un error y un horror, legitima el argumento del ocupante del territorio propio, como si ajeno fuera.

Todos los que quieran y puedan no vacilen en conocerlas, descubrirlas y disfrutarlas: es un viaje transformador. Son nuestras. Con unas playas sorprendentes y su rica fauna marina, más allá de la pesca comercial controlada en las naves que fondean en la capital, no dejan de ser toda una belleza austral. Se descubre con proximidades patagónicas, aunque nos adviertan también que, por cercanas, son bien diferentes. Y su historia. Corrijo, sus historias, las de 1982, las de nuestros soldados, épicas inconcebiblemente poco conocidas, colmadas de gloria eterna, orgullo de argentinismo y un faro para alumbrarnos de futuro.

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