Lecciones de las elecciones europeas

Una parte considerable de las sociedades europeas no se siente escuchada por los grandes actores de la política

Miembros del partido de extrema derecha Agrupación Nacional celebran tras el cierre de las urnas durante las elecciones al Parlamento Europeo, en París, Francia. 9 de junio de 2024. REUTERS/Sarah Meyssonnier

¿Ocurrió ayer algo inesperado? No. Fue el resultado lógico de varios procesos. El comunismo de tipo soviético fracasó en el plano económico, mientras que en la esfera política dio un enorme paso atrás en la historia: de Moscú a La Habana barrió con todas las libertades políticas conquistadas gracias a siglos de luchas populares y, combatiendo a sus propios pueblos, nos dejó un tendal de millones de muertos y el desprestigio de lo que fue en el siglo XIX y buena parte del XX la confianza en un futuro sin explotación ni opresión.

Al mismo tiempo, Europa occidental conoció dos grandes logros: 80 años sin guerra y un bienestar que si bien cruje fuerte, el resto del mundo puede todavía envidiar. Pero, la incapacidad de la socialdemocracia y de la derecha republicana para resolver los dramas sociales – inevitables e insolubles en el marco del capitalismo y del neoliberalismo – está a la vista. Por derecha republicana me refiero al sentido europeo de la expresión: una derecha que acepta las reglas de la democracia liberal, que hasta ahora no transigía con la extrema derecha y carecía de ADN fascistoide, o sea un fenómeno que no abunda en la Argentina actual. Entonces, una parte considerable de las sociedades europeas no se siente escuchada por los grandes actores de la política. Se trata del precio por vivir en un sistema que, con todas sus grandes imperfecciones, sigue siendo por ahora el más justo de los sistemas políticos inventados y puestos en práctica.

Se habla mucho de “crisis de la representación”. Pero no es una crisis, es el talón de Aquiles del sistema. La representación política democrática abriga una contradicción interna: quien es elegido se convierte en representante de la Nación, y no de los que han votado por él o ella en su distrito. El mandato de una diputada o diputado no es vinculante, o sea no está legalmente obligado a cumplir lo que figuraba en su programa: en el Parlamento, en la mayoría de los casos, cada uno obedece a las directivas de su partido o, si es senadora o senador, como en Argentina, a su gobernador. Resultado: el representado, usted, lectora - lector y yo con ustedes, desaparecemos del escenario. Es cierto que el día que votamos nos comportamos colectivamente como pueblo, como actores de la política. Pero al día siguiente, se rompe el vínculo con el representante y cada uno de nosotros queda fuera de la política, se despolitiza. Lo que el día de las elecciones fue un pueblo, un colectivo de actores políticos, se deconstruye en individuos aislados y comienza el desencanto.

A todo esto se le suma la voracidad no menguada de las grandes potencias y lobbies financieros internacionales que nos aplastan con la complicidad de élites locales. Para el neoliberalismo, y más aún en su versión libertaria, los humanos sólo somos una mercancía viva, un tornillo económico, somos desechables. Aclaremos que es algo que nada tiene que ver con el liberalismo original del siglo XVIII, que elaboró la idea del Estado, se comprometió en su construcción y promovió al ser humano como ser político, en lucha contra el absolutismo y el despotismo de las monarquías del Antiguo Régimen.

Así, vivimos hoy prisioneros de una gigantesca convergencia de fracasos y comportamientos anti-humanistas que privan a la juventud de soñar en un futuro feliz y a los mayores de pasar sus últimos años en buena salud física y psicológica como también de vislumbrar un futuro correcto para sus descendientes. Se suma en Europa la desaparición de la generación que vivió la guerra y el nazismo, una generación vacunada contra la extrema derecha. Este factor demográfico es decisivo en la agonía del gaullismo en Francia, como la del PRI en México y la del peronismo en Argentina. Cárdenas es la prehistoria, Perón está por acceder a ella: los monumentos pueden ser venerados, pero no sirven para dirigir combates reales. Peor aún: concentrando la mirada en ellos impiden ver que hay esquemas de pensamiento y métodos de hacer política cuyo lugar pertinente está en los libros de historia. En la realidad paralizan a sus seguidores aunque estén bienintencionados. Resultado: se vota a quienes proponen barrer con todo, ilusionan con soluciones simples y a quienes, se cree erróneamente, nunca se les ha dado la posibilidad de gobernar. Sin embargo todos sabemos que ya mostraron su hilacha en el medioevo de profetas apelando al cielo para dominar mejor.

“No pienses más. Siéntate a un lado” escribió nuestro amado Discepolin. ¿A cuando la hora de respirar y decir que Cambalache sólo es un monumento?