Buena parte de los países hispanoamericanos transcurrieron su vida política interna entre fines del siglo XIX y comienzos del XX como una opción permanente entre dos partidos: uno de naturaleza –y frecuentemente de nombre- “conservadora” y otro “liberal”. Así ocurrió, por ejemplo, en Chile, en Colombia, en Estados de Centroamérica, y –bajo otros rótulos- en Uruguay y Paraguay.
No fue así en la Argentina. Consolidado el Estado Nacional en 1880 con la federalización de Buenos Aires, se constituyó la gran fuerza de gobierno, el Partido Autonomista Nacional que, por sí mismo o a través de sus desprendimientos, condujo al país hasta 1916. Son curiosas las formas disímiles con que nuestra historiografía ha calificado a tan significativa etapa: desde “la República liberal y mercantil” según el nacionalista Ernesto Palacio hasta “el orden conservador” de acuerdo al filorradical Natalio Botana. Desemejanza que, en realidad, recubre el hecho de que el PAN (partido “endógeno”, es decir, organizado desde el poder) amalgamó sensibilidades e ideologías o protoideologías diversas con la amplitud suficiente como para no desmentir ninguna de ambas caracterizaciones. Esa amalgama se realiza cabalmente en la figura que más acabadamente lo encarna, y que nos permite hablar, simplemente, del ciclo de Roca.
Porque es en el conquistador del desierto en quien se concreta, en el plano histórico-político, la gran síntesis intelectual de Alberdi, la cual aunaba la afirmación resuelta de las libertades civiles y la igualdad jurídica con la actitud de vigilancia permanente contra la anarquía que, el Zorro dixit, “siempre acecha a la vuelta de la esquina”. Del mismo modo que el federalismo fue reivindicado por ambos como correspondiente a la constitución histórica de la Nación con la misma intensidad que el mando unipersonal procedente de nuestra tradición política trisecular.
Por ende, las libertades fueron progresivamente ejercidas por los argentinos, viejos y nuevos, porque existía un poder nacional respetado y no a pesar de ello.
En esta perspectiva, el elemento liberal, de bases empíricas y no ideológicas, llegó a constituirse en una modalidad difícilmente disociable de nuestro rostro histórico y del reconocimiento de nuestras raíces en la civilización europea. Y en ese punto se fusionó con la actitud conservadora, que no es otra cosa que el instinto de supervivencia de la Nación en su identidad propia. Precisamente en esa convergencia de visiones y en su simbiosis la Argentina tiene sus mejores títulos para considerarse como el retoño más genuino de Europa en Latinoamérica.
En efecto: en el conservatismo se cifra la “neguentropía” de una nación, su resistencia a la caducidad, o, como diría el ilustre sociólogo y economista italiano Vilfredo Pareto, “el residuo de persistencia de los agregados”. Este presupuesto cultural debe permear especialmente a aquellos cuerpos del Estado, como la Justicia, las Fuerzas Armadas y las de Seguridad, de los cuales depende su faceta, por así decir, hobbesiana. Roca lo tuvo siempre muy claro y la mayor irresponsabilidad de una clase política consiste en subestimarlo. Es porque existe el orden que florecen las libertades. De otro modo, un seudoliberalismo termina metamorfoseándose en la “cultura woke” de cuyo carácter deletéreo somos hoy testigos en los países más ricos.
La simbiosis a que aludimos resulta un rasgo distintivo de la cultura política europea u occidental (como quiera llamársela). De hecho no se verifica en otras grandes civilizaciones como la china, la islámica o la india, porque en ellas no hay lugar para la persona como “arquitecta de su propio destino”, concepto que acaba de reiterar el Presidente extrayéndolo de Amado Nervo. Por eso ser conservador en cada una de esas áreas implica, en mayor o menor grado, albergar tendencias autocráticas o llanamente totalitarias.
Ahora bien: traer estas reflexiones a nuestra actualidad nacional implica recomendar todo lo que favorezca la reconfiguración de la oferta político-electoral.
Hace falta distinguir limpiamente los sistemas. No nos engañemos: Lousteau, Manes y sus acompañantes ya han elegido su campo. Lo que hace falta ahora es tomar la iniciativa estratégica para reunir, con amplitud, las fuerzas conservadoras, liberales y populares. Si ello ocurrirá a través de un “partido único de la revolución”, como hizo Perón en 1946, es aventurado decirlo. Quizás la “liquidez” de nuestro cuerpo político induzca a estructuras más flexibles y alianzas a geometría variable. En cualquier caso, debe actuarse con la convicción de que, desde 2021, vivimos en el país el kairós, el tiempo oportuno, para la Derecha. Y que no debe ser malversado.