En la antigua tradición política italiana, el ministro político era aquél que conducía la gestión y su inexorable ritual de negociaciones en nombre del Príncipe. La mano derecha del poder y su operador oficial. Para Milei, contar con un ministerio de este tenor siempre fue especialmente importante, dado que el Presidente planteó desde el día uno que él iba a ocuparse de la gestión económica y de liderar políticamente a la opinión pública hacia la consabida batalla cultural, pero también que iba a delegar la gestión diaria de los otros asuntos gubernamentales en sus ministros.
En su primer modelo de gabinete, caracterizado por dicha delegación, el ministerio político estaba dividido entre cuatro figuras de diferente perfil: Guillermo Francos como ministro del interior, Santiago Caputo como asesor estratega, Karina Milei como mano derecha presidencial y Nicolás Posse como jefe de ministros. Con el cambio que introdujo ayer, nombrando como Jefe de Gabinete a Francos pero sin liberarlo de sus responsabilidades previas, Milei decidió concentrar la función operativa en el político más experimentado de su equipo.
Hay que destacar que es la primera vez en treinta años que la Jefatura de Gabinete y el Ministerio del Interior son puestos bajo la égida de una misma persona, lo que sin dudas es todo un símbolo que pone mucha responsabilidad sobre las espaldas de Francos. El rol del ministerio político casi siempre es ocupado por alguien, pero en la Argentina democrática nunca estuvo del todo claro a quien le correspondía en términos formales.
Antes de la reforma de 1994, la costumbre depositaba esa función en el ministro del interior, y un caso paradigmático fue el de Enrique “Coti” Nosiglia durante los dos años finales de Raúl Alfonsín (1987-1989). Pero su sucesor, Carlos Menem, decidió en su primera presidencia repartir el ministerio político entre diferentes manos derechas (ministro del interior, secretario general de la presidencia, secretario legal y técnico, su propio hermano Eduardo…) que rivalizaban entre sí. Hasta que la reforma constitucional de 1994 creó la nueva institución del Jefe de Gabinete, que parecía llamada a resolver el problema: la Argentina se había dado, finalmente, un ministerio político formal y con todos los papeles en regla.
Sin embargo, no sucedió así. Los reformadores de la Constitución habían creído que la figura del Jefe de Gabinete iba a cambiar toda la dinámica del sistema, y que Argentina inclusive podía convertirse en una régimen semipresidencial, ya que el nuevo jefe de los ministros tenía control por parte del Congreso y podría funcionar como un fusible en las crisis políticas. Pero lo cierto es que cada Presidente le dio al cargo su impronta personal.
Menem, Néstor Kirchner y Alberto Fernández optaron por manos derechas de confianza y perfil bajo. De la Rúa fue el único que se animó a poner a un político con vuelo propio y que no era de su palo, como Rodolfo Terragno, pero se arrepintió rápido y lo hizo renunciar. Cristina Kirchner prefirió jefes de ministros con perfil de voceros, y Mauricio Macri puso allí a su asesor estratega. Javier Milei, por su parte, arranca su mandato poniendo a un amigo personal con experiencia en el sector privado, apostando seguramente a que este perfil gerencial iba a potenciar la eficiencia administrativa. Pero sobre la marcha decide recalcular y opta por volver al espíritu de la Constitución de 1994, haciendo de la Jefatura de Gabinete el ministerio político real.