Adam Smith, entre sus muchos aciertos intelectuales, utilizó, casi al pasar, la expresión “mano invisible”, destinada a lograr un éxito más que destacado en la explicación de las consecuencias de ciertos comportamientos económicos.
En su Teoría de los sentimientos morales, Smith, con referencia a la actividad del productor (empresario), señala que éste “…al dirigir (su) industria de tal manera que su producción tenga el máximo valor, sólo busca su propia ganancia y en esto, al igual que en muchos otros casos, ocurre que está dirigido por una mano invisible para promover un fin que no formaba parte de sus intenciones” (destacado agregado). Este fin, no querido de manera consciente, es beneficioso para el todo social, es espontáneo, es eficaz y, además, es más eficiente que si fuera perseguido con consciente intención: “Tampoco –continúa- perjudica a la sociedad común que tal fin no formara parte de sus intenciones. Al buscar su propio interés, ese individuo fomenta con frecuencia y más eficientemente el de esa sociedad que cuando realmente persigue ese fomento. Nunca he observado que quienes decían comerciar por el bien común hicieran realmente mucho bien… Es evidente que cualquier individuo, en su situación particular, puede juzgar mucho mejor que cualquier estadista o legislador que tipo de industria interna puede utilizar su capital y que productos pueden alcanzar mayor valor. El estadista que intente orientar a los particulares sobre cómo han de emplear su capital, no sólo cargará sobre sus hombros un cometido innecesario, sino que se arrogará una autoridad que no puede entregarse ni a una sola persona ni aun a consejo o senado alguno, del tipo que sea, y que nunca sería más peligrosa que en manos de aquél que incurriera en la insensatez y la osadía de creerse apto para ejercerla” (destacados agregados).
Así también Smith estaba enunciando el principio fundamentalísimo para delimitar las competencias entre el Estado y la Sociedad: el de subsidiariedad, que en su formulación “negativa” prescribe que el Estado no debe realizar lo que la Sociedad puede hacer por sí misma, a través de las sociedades menores que la integran o bien de los mismos individuos.
A la vez, el bien del todo deberá redundar en el bien de cada una de las partes, ya que el Bien Común no puede ser, por propia naturaleza, sino distributivo.
Sin duda la formación de Adam Smith, filósofo de confesión presbiteriana y educado en la Universidad de Glasgow, no pudo ser ajena a la tradición metafísica aristotélico-tomista, ya que ésta, incluso después de la Reforma, continuó inspirando -al menos en lo fundamental, si bien con distorsiones y quizás de manera inconsciente- a muchos de los postulados iluministas del siglo XVIII.
Precisamente ambas escuelas se tocan, entre otros, en el punto que estamos aquí considerando.
Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, enseñaba que la justicia –virtud social por excelencia- es el hábito, o conducta espontánea, por el cual, el individuo “con constante y perpetua voluntad, da a cada uno lo suyo” hasta su completa cancelación (Suma Teológica C. 58, a.1 y sgtes.). Ese “cada uno” es un “otro”, ya lo consideremos individualmente o en su calidad de parte de la comunidad. En cualquiera de las dos hipótesis (indisolubles, ya que en la comunidad política el individuo es siempre parte y la parte humana es siempre –en última instancia- sustancia individual) “cualquier bien de la parte es ordenable al bien del todo” (lug. cit., subrayado agregado).
La justicia, ordena al Bien Común a todas las acciones humanas regidas por otras virtudes específicas, de manera que ninguna sería virtuosa de no estar ordenada al Bien Común; por ello es “virtud general” con respecto a cualquier otra virtud.
La justicia es virtud general no porque sea el “género” de todas las demás virtudes, y estas sus “especies”, sino, enseña Tomás de Aquino, “según su virtud: como la causa universal, que es general a todos sus efectos” como lo es el sol con relación a todos los cuerpos sobre los que incide, lo que no supone identificación alguna entre el iluminante y el iluminado.
Actualizando el lenguaje podemos decir que la justicia general es un hábito espontáneo que orienta todas las conductas hacia el Bien Común (por esto es denominada “general” o del “Bien Común”) conforme con la ley natural, y, en algunos casos, con la ley positiva (directa o supletoriamente) que establece la medida del acto justo (es decir la igualdad entre lo debido y lo entregado o hecho o, en su caso, omitido) por lo que también es llamada “justicia legal”.
Aunque en ciertas ocasiones de excepción (así debería ser) las exigencias de la justicia general se establecen de manera expresa (por ej., las leyes imperativas o regulaciones de orden público) normalmente la justicia general se encuentra presente de manera natural y espontánea en toda conducta humana que no sea, en sí misma, contraria al Bien Común (por ej. en la comisión de un delito). Pero advirtamos que toda conducta humana persigue, por regla general, el bien propio, individual, del agente: yo estudié derecho por gusto, por expectativa de progreso y beneficio económico, pero nunca me planteé conscientemente que con ello también aportaría al Bien Común: sin duda cuanto mayor sea el porcentaje de población con estudios universitarios y, en particular para el ejemplo, mayor sea la elaboración, interpretación y defensa de las leyes y los derechos, mayor beneficio redundará en el bien de la comunidad.
En Santo Tomás de Aquino la justicia general actúa como una “mano invisible” que orienta toda conducta al Bien Común. Es decir, partiendo de la natural búsqueda del bien propio del sujeto (todo ser persigue el bien que le corresponde por naturaleza) se enriquece también el bien comunitario.
Por eso cabe coincidir con el filósofo escocés en cuanto que no preciso de la benevolencia del carnicero para comer un asado este fin de semana, sino simplemente necesito que ese comerciante haga su trabajo al que dedica sus esfuerzos por afán de lucro personal, de la misma manera que ese comerciante necesita que mi trabajo me haya proporcionado el beneficio económico individual gracias al cual puedo comprar la carne. El carnicero y yo perseguimos un fin “egoísta” (ego=yo), pero ambos nos beneficiamos mutuamente a la vez que ambos, con nuestra concreta transacción, beneficiamos, con mayor o menor mediatez, a una indeterminada cantidad de terceros, que, a la vez, de la misma manera nos benefician, con sus actividades, al carnicero y a mí. Y todos al Bien Común.
Claro que, en ocasiones y sobre cuestiones concretas, se necesita la presencia de la autoridad para garantizar que aquél proceso virtuoso no se vea afectado por vicios (hábito malo) que, por ej., pueden llevar al carnicero a adulterar la balanza, o vender carne en mal estado, y al cliente a pagar con moneda falsa. Hay allí una actividad de regulación legal que hace expresas y hasta coactivas a las exigencias de la justicia general. Aquí el Estado interviene también conforme con el principio de subsidiariedad, esta vez en su “formulación positiva”: la sociedad mayor debe hacer aquello que la menor no puede, o no debe (justicia por mano propia) hacer.
Sin embargo, podemos agregar con el Papa Francisco, también se precisa de la benevolencia del carnicero y de su cliente, para ayudar, con carne y con dinero, al desvalido. Es así por razones de solidaridad, la que también beneficia a la justicia general.
¿La solidaridad, junto con estructuras sociales adecuadas, configuran a la justicia social, como forma o manera de ser de la justicia general en circunstancias determinadas (fue planteada inicialmente por la Doctrina Social de la Iglesia como correctivo del capitalismo salvaje)?
Como sea, la justicia general, se encuentra presente en todos los actos humanos, aun cuando los individuos no lo pretendan y, es más, ni siquiera sepan que buscando su bien individual “promueven el interés de la sociedad y aportan medios para la multiplicación de la especie”, como lo subraya Adam Smith en un imaginario (o no tanto) diálogo con Santo Tomás de Aquino.