Existe un generalizado consenso, sustentado en datos objetivos, que el país padece, desde mediados del siglo pasado, una “enfermedad argentina”, cuyo síntoma más explícito es un lento y escaso crecimiento crónico de largo plazo, con todas las derivaciones negativas que de ello se desprenden: una intensa puja interna de la distribución del ingreso, alto desempleo, elevada pobreza, etcétera.
Esta enfermedad, desde hace poco más de una década, solo habría cambiado su formato, migrando desde el anterior, muy volátil, “stop and go”, por sus sucesivos ciclos de caídas y de posteriores recuperaciones o “rebotes” de corto plazo, por otro más reciente, de estancamiento con creciente inflación, denominado “estanflación”.
Lamentablemente, reconocer a la escasa productividad relativa de largo plazo de la economía, como la causa estructural de la referida “enfermedad”, que provocó una prolongada decadencia del país, ya en un sendero histórico dependiente, está “cancelada” por la política argentina, o cuanto menos, muy relegada en su agenda, salvo las siempre escasas y muy honrosas excepciones.
Elevar la productividad significa buscar continuamente, y encontrar nuevas y mejores formas de emplear, con mayor eficiencia, el capital humano disponible, especialmente en sus conocimientos; el stock de capital físico, esto es el equipamiento, la infraestructura y las continuas innovaciones tecnológicas asociadas a ella; y, no menos relevante, la calidad del capital institucional, tanto público como privado, en particular cultural y político.
Elevar la productividad significa buscar continuamente, y encontrar nuevas y mejores formas de emplear, con mayor eficiencia, el capital humano disponible
El crecimiento económico obviamente también responde a un simultáneo y continuo incremento de las cuantías de los stocks de las dotaciones disponibles de los referidos 3 factores: los capitales humano, físico e institucional.
Pero, el muy disruptivo cambio tecnológico global ocurrido durante las últimas décadas hizo que cobre aún más importancia de la que ya tenía, la eficiencia y la organización con que se coordinan a los referidos factores productivos.
Se trata de la denominada productividad total de los factores (PTF), sustentada en un continuo cambio y progreso tecnológico, que es muy relevante porque las ideas productivas y los conocimientos tecnológicos innovadores del capital humano aún no presentan, como los demás factores, rendimientos marginales decrecientes.
Normalmente, a medida que se transita hacia estadios mayores de desarrollo, se reduce gradualmente la eficiencia. Por ello, los países menos desarrollados pueden crecer a tasas anuales mayores que los ya desarrollados, dirigiéndose hacia la eventualidad de una convergencia. Pero, esto no está sucediendo aún con el progreso del conocimiento tecnológico, abriendo así amplias posibilidades de alcanzar un crecimiento económico sostenido en el largo plazo.
Claro está, que ello solo podría ocurrir siempre y cuando se acepten, y se adopten, las fundamentales y modernas ideas del progreso. Si estas no son aceptadas por la decisión política, simplemente el muy frecuentemente declamado objetivo de desarrollo sostenible de largo plazo no ocurrirá.
Normalmente, a medida que se transita hacia estadios mayores de desarrollo, se reduce gradualmente la eficiencia
En este sentido, hay que recordar el desempeño del Producto Bruto Interno (PBI) anual por habitante depende de la evolución de la productividad por hora trabajada (depende del incremento del stock de la tecnología y la infraestructura física disponible por persona), del promedio de las horas trabajadas por persona, de la población económicamente activa (PEA) que efectivamente trabajan (tasa de empleo) y del peso relativo de la PEA en la población total (tasa de actividad).
La productividad del trabajo
Desde mediados del siglo pasado, 1947-1955, la productividad laboral se mantuvo relativamente estable. A modo de establecer un parámetro diferencial, por entonces la productividad argentina era alrededor de hasta 70% mayor que la de España. Y hasta 1972, pese a que creció más de 60%, del país europeo ya había pasado a ser alrededor de 50%. El PBI per cápita creció en valores absolutos, pero en términos relativos resultó insuficiente.
Desde los inicios de los 70 comienzan 2 décadas de una muy elevada volatilidad y de estancamiento y caída de la productividad de 13% hasta 1991. Por entonces, la productividad de España, sin alta volatilidad ni estancamiento, es ya 150% mayor a la argentina.
Desde principios de los 90 hasta 1998, la productividad nacional volvió a crecer 30%; en esta caso, se trató de un crecimiento similar al de entonces de la productividad española, sosteniendo así la diferencia previa ya establecida, pero el PBI por habitante español ya era el doble del de Argentina.
Después de la crisis 1998-2002, durante el período 2003-2011, la productividad siguió creciendo, esta vez alrededor de 45%. Pero luego, entre 2011-2023, nuevamente descendió, esta vez un 18 por ciento.
De lo anterior se concluye que entre 1947 y 2023 se incubaron, desarrollaron y aplicaron las mayores innovaciones tecnológicas globales de la humanidad; la productividad de los factores solo creció, en términos netos, poco más del doble, mientras que la de España se multiplicó unas 9 veces y, consistentemente con ello, el PBI per cápita español es más de 3,5 veces superior al del argentino.
Claramente, y debido a la lenta evolución de largo plazo de la PTF, se ha transitado un prolongado proceso de divergencia con el crecimiento económico global, e incluso con el promedio general de la propia región de Latinoamérica. El sector público, con su creciente tamaño relativo y su simultánea renuencia a someterse a una gestión, social y económica, medida por objetivos de resultados y de revisión de su productividad, no escapa de una histórica responsabilidad.
Nunca se alcanzó la conformación, plena y sostenible, de un estado efectivamente facilitador del crecimiento del conjunto de la economía nacional y que, simultáneamente, resulte financiable
Nunca se alcanzó la conformación, plena y sostenible, de un estado efectivamente facilitador del crecimiento del conjunto de la economía nacional y que, simultáneamente, resulte financiable, sin imponerle al sector privado gravosos impuestos o las negativas contingencias de incurrir cíclicamente en críticos créditos públicos (y en las crisis de cesaciones de pagos) y/o en emisiones de dinero sin una suficiente demanda del (y en las crisis de alta inflación).
En este último caso, la actual tendencia es negativa. La inflación anual promedio de los últimos 20 años resulta de más del 40%; la de los últimos 10 años, más del 60% y la de los últimos 5 años, de casi 90%. Pero, todavía existen algunos márgenes de corto plazo, tanto para incrementar el capital humano con salud y la educación de conocimientos productivos modernos, como para una simultánea y rápida acumulación del stock de capital físico, ubicado aún muy lejos de su frontera óptima.
Para iniciar el tránsito de un sostenido proceso de recuperación de la productividad de la economía resulta prioritaria la más pronta reducción de la inflación y alcanzar una razonable estabilidad de los precios, que permita el incremento de los salarios reales. También son necesarias las políticas de fuertes incentivos al ahorro y la inversión privada, tanto interna como externa.
Asimismo, simultáneamente, es también imprescindible la reducción del gasto público improductivo, hasta alcanzar un equilibro fiscal sostenible, esto es que resulte financiable por el sector privado productivo, sin una cuantía de impuestos que les quita eficiencia y competitividad y les impide afrontar una gradual mayor apertura al comercio exterior.
Quizás, una rápida reconsideración de la política acerca de la crucial importancia de la productividad, como un fundamento esencial de un progreso de largo plazo, deba formar parte de cualquier próximo pacto o acuerdo nacional.
El autor es miembro de la Fundación Pensar Santiago del Estero