Violaciones, presas embarazadas por guardias, relaciones entre mujeres carceleras y presas, son parte de la vida en prisión.
Juan Carlos Salas, un radiólogo de 48 años, está acusado de abusar sexualmente con acceso carnal de dos presos a cambio de proveerles drogas. En lugar de drogas debería decir psicotrópicos, porque esa es la droga que permite soportar el encierro.
La denuncia es extraña. Sale a la luz porque alguien violó códigos. Los presos no denuncian al abastecedor de psicotrópicos; los necesitan.
La historia de uno de los 12 Apóstoles que participó del motín de Sierra Chica, ayuda a entender el encierro y las necesidades que genera.
Oscar Olivera nació en Montevideo el 27 de octubre de 1963. Se crió en el barrio Sayago, un lugar donde se cruzan todas las vías del ferrocarril que unen a Uruguay.
Ese entramado de rieles es como el destino. Cada vía tiene un final distinto. A Olivero le tocó una vía muerta.
La única etapa feliz fue la infancia. El padre, un hombre alto y excedido de peso, tenía buenos ingresos porque era un excelente artesano. Había vivido en España y sabía tapizar cofres antiguos. A pesar de ser robusto tenía manos diestras. Delfa, su madre, era una maravillosa cocinera.
Oscar pasaba horas en el baldío, jugaba bien al fútbol, era un zurdo habilidoso. Un amigo del padre lo llevó a Racing de Montevideo; lo probaron y lo ficharon. Los partidos de los sábados con camiseta y botines despertaron sus ganas de ser crack.
Nelson lo iba a ver a todos los partidos, le molestaba que su hijo fuera algo apático y que no pusiera ganas cuando jugaba. “Juega bien pero no tiene sangre charrúa”, les decía a los amigos.
Cuando volvían del fútbol, Delfa los esperaba con el almuerzo listo. En la comida casi no se hablaba. El diálogo era escaso.
En 1974, su padre emigró a Buenos Aires como muchos compatriotas; la dictadura uruguaya había tomado el poder y había víctimas políticas y económicas. La capital argentina no era más tranquila; gobernaba Juan Domingo Perón y había empezado el enfrentamiento entre las organizaciones guerrilleras y los organismos paragubernamentales.
Un año después, cuando consiguió trabajo, regresó a buscarlos y los tres fueron a vivir a una modesta casa que alquiló en Moreno.
Irse del barrio ensombreció la vida de Oscar. Extrañaba jugar en Racing y a sus compañeros. Se transformó en un chico triste propenso a la depresión. Sus estados de ánimo se los ocultaba a su familia. Su madre, no pudo percibir el drama de su hijo.
Nelson, aunque lo quería, no le prestaba atención porque estaba preocupado en llevar adelante la casa. Un exilio pasa sus facturas; era una tarea enorme mantenerse unidos y no quebrarse ante la adversidad. Les costaba sobrevivir al día a día. Se había terminado la época de la comida abundante con Delfa cocinando mil delicias caseras. Ahora debía hacer milagros con lo poco que compraba en el almacén.
Oscar Olivera era un solitario sin amigos que llegó a tercer año de la Escuela Técnica N° 1 y abandonó. Era un buen alumno, pero faltaba demasiado. La tristeza lo paralizaba y le impedía entrar al colegio. Entonces, comenzaba a deambular por Moreno soñando con una vida mejor. Luego, volvía a su casa como si regresara de clases.
En 1976 su padre lo llevó a jugar a las inferiores de All Boys. Se probó en los dos puestos que más le gustaban: el de enganche y el de volante de contención. Aprobó el examen, pero dejó de ir a los entrenamientos porque se habían agravado los problemas económicos y no tenía dinero para el colectivo.
Su padre no se adaptaba a la Argentina y sus ingresos habían caído; los trabajos de tapizado no tenían mercado. Había comenzado la tablita cambiaria del ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz y los productos importados, más baratos que los locales, arrasaban en la Argentina.
El Zurdo, como lo llamaban en el barrio, decidió ayudar a sus padres. Dejó los estudios y el fútbol. Comenzó a buscar trabajo sin convicción. La paga le parecía insuficiente. Como veía el futuro peor que el presente, se echó al abandono.
Los días de ocio lo acercaron a amigos ociosos. Con ellos comenzó a robar ciruelas de los árboles de las casas quintas que estaban deshabitadas durante la semana. El riesgo lo excitaba, lo sacaba de su encierro interno. La adrenalina apareció como la mejor solución para la tristeza monótona. Con esos amigos se sintió feliz.
Cuando el hurto se hizo rutina, decidieron ir por más. Con el mejor amigo, comenzaron a forzar puertas y ventanas. Entraron a las casas quintas que permanecían deshabitadas hasta el fin de semana. Encontraron objetos de valor, dinero y armas de todo calibre. Ahora estaba eufórico porque los botines que lograban eran más valiosos que un puñado de ciruelas.
Con una parte de lo robado ayudó a los padres. Les dijo que hacía trabajos puntuales a pedido de algunos vecinos. La madre le creyó y se enorgulleció de su hijo.
Con el resto del dinero, comenzó a divertirse. Con sus amigos iba a al centro de Buenos Aires; frecuentaban pizzerías de la avenida Corrientes y después iban a bailar a los boliches de Once. La vida empezaba a tener más sentido, aunque la tristeza era una tenaz habitante.
Nelson sospechaba que su hijo no hacía changas aisladas. No se podía conseguir tanto dinero con trabajos temporales. No quiso meterse en el tema ni hablarle a su hijo de las malas compañías porque temía interrumpir el flujo de dinero. No le importaba que robase; lo único que le pedía a Dios era que lo protegiera.
Cuando el Zurdo Olivera cumplió dieciocho años empezó a frecuentar gente de pasados complicados en la zona de Moreno y Rafael Castillo. Algunos conocían la cárcel y otros se iniciaban en la delincuencia armada. Los nuevos amigos lo duplicaban en edad. Tenía que ganarse su confianza. Lo logró cuando mostró la pistola 7,65 milímetros.
Algunos cómplices dudaron de que la supiera manejar porque tenía la apariencia de un joven inofensivo. Su hablar bajo y pausado lo colocaba del lado de las personas buenas y lejos de los pesados. El Zurdo era de mediana estatura, de pelo castaño claro con algunas entradas que auguraban una calvicie prematura. Tenía labios gruesos y una mirada escurridiza.
-¿Esa arma no será de tu viejo?- le preguntaron.
Les contó que la había robado en una casa de Moreno y que había vendido escopetas y rifles a reducidores.
Cuando dio los detalles de los robos, le creyeron y lo pusieron a prueba. Sus primeros trabajos fueron apropiarse de llantas de autos nuevos. El dinero que sacaban no era demasiado y había que repartirlo entre cuatro. Olivera se cansó de ganar tan poco y buscó un grupo más decidido.
Ingresó a una banda que robaba autos por pedido. Les daban papeles falsos donde constaba la marca y características del vehículo que debían levantar. Les pagaban bien, pero decidieron utilizar algunos autos para hacer robos por cuenta propia.
A los veintitrés años, después de varios robos, el Uruguayo Olivera comenzó a hacerse de un nombre en el hampa. No era buen tirador, pero siempre portaba un arma y tenía la audacia necesaria para estar sereno ante las situaciones más complicadas. Era un observador del comportamiento de los más pesados. Estudiaba sus desplazamientos en cada robo o tiroteo. No resultó difícil transmitir la imagen de un ladrón experimentado.
A mediados de 1986, la nueva banda que integraba el Zurdo comenzó a trabajar con dos policías desleales de la comisaría de Luján, que les entregaban datos para sus robos.
Hay una zona gris donde la policía y el ladrón son socios. Los agentes, cuando ven que sus superiores son corruptos y reciben dinero adicional, se resienten porque no entran en el reparto y buscan sus propios negocios. El hampa es un ambiente que se fue complicando cuando algunos policías de la provincia comenzaron a convertirse en delincuentes. Algunos pasaban al otro bando al ser dados de baja por corruptos y otros robaban en sus horas de franco.
El primer objetivo que les marcaron los policías fue un micro ómnibus de la línea 57 que hacía el recorrido de Palermo a Luján. Los agentes señalaron a un hombre de edad que subía en la parada siguiente a General Rodríguez. Viajaba dos veces por semana con bolsas que llevaban la recaudación de la línea para depositarlas en un banco de Luján.
Después de un par de semanas de memorizar la rutina, el Zurdo y dos cómplices subieron al colectivo algunas paradas antes de General Rodríguez. Los seguía muy cerca el automóvil con el cuarto integrante de la banda, listo para recogerlos cuando se bajaran del bus.
Apenas subió el recaudador le pusieron un revolver en el estómago y le ordenaron al chofer que se detuviera a un costado de la ruta. Calmaron a los pasajeros.
-A ustedes no les vamos a robar nada, pero no griten.
La gente, con tal de mantener intactas sus pertenencias, hizo caso.
Con las bolsas del dinero escaparon en el auto que los esperaba estacionado atrás del ómnibus. Los policías llevaron su “astilla” (parte). La banda en vez de dividir por cuatro dividía por seis.
Pero la policía no es una e indivisible. Los propietarios de la línea de colectivos tenían sus contactos por encima de los agentes desleales. El sistema de corrupción estaba organizado de tal manera que no permitía infiltrados.
En la plana mayor de la comisaría se movieron con agilidad; apretaron a los entregadores a quienes les prometieron trasladarlos a otra jurisdicción a cambio de información.
El Zurdo se creyó a salvo en la nueva casa de su padre, una chacra en Ituzaingó muy cerca de la Villa Olímpica del Club Vélez Sarsfield, que tenía un alquiler menor a la anterior. Era un lugar tranquilo pero desolado.
Una madrugada, cuatro días después del asalto, sintieron los inconfundibles golpes y gritos en la puerta: “¡Policía, abran!” El pedido era un formulismo, porque derribaron la entrada antes de obtener respuesta. Se diseminaron por todas las habitaciones, la cocina y el baño y sorprendieron al Zurdo y a su padre. Afortunadamente la madre no estaba porque había viajado a Uruguay. Los pusieron boca abajo y patearon al Zurdo.
-Hablá hijo de puta, ¿donde pusieron la guita?
- No sé de qué me hablan
-No te hagás el pelotudo, tus amigos te entregaron- le dijo el agente mientras le pateaba el estómago.
Nelson quiso intervenir.
-¡Dejen a mi hijo que no hizo nada!
-Quédate tranquilo, Gordo- lo disuadió el policía poniéndole el caño de la nueve milímetros en la nuca.
Cuando revisaron la casa, además de una escopeta y una pistola, encontraron otras armas.
Lo llevaron a la Brigada de Delitos Graves en Banfield. Los policías del lugar tenían fama de duros. El Zurdo recibió puñetazos y patadas para ablandarlo. Después, le hicieron el “submarino seco”; le cubrieron la cabeza con una bolsa de polietileno y lo dejaron sin aire. En el momento previo al desmayo, cuando comenzó a jadear y su cuerpo a aflojarse recibió una trompada en el estómago que lo dobló y lo puso de rodillas. El dolor era profundo. Le hizo sentir que la muerte estaba por venir. Pero a los pocos minutos se recuperó y escuchó la risa de los agentes que lo amenazaron con otra sesión de “submarino seco”.
-Ahora me toca a mí. Te juego a que lo quiebro- dijo uno de los policías.
Las risas y las apuestas eran un juego psicológico para mostrarle que la tortura no los aburría y podían prolongarla toda la noche. Estaban de civil y a cara descubierta para dar idea de impunidad.
El Zurdo no quiso más castigo y firmó la confesión para pasar a manos del juez. Lo trasladaron a la Brigada de San Martín con asiento en Caseros porque tenía que declarar en distintos juzgados. Por las armas, compareció ante el juez Alberto Piotti en San isidro que lo derivó al juez federal de Morón, Juan Ramos Padilla. Y por el robo, ante Horacio Palazuelos.
Iba a los tribunales fatalmente desmoronado. Las “bolseadas” le generaron taquicardias, depresión y ataques de pánico que lo condenaron a vivir empastillado de por vida.
Un mes y medio más tarde lo enviaron a Olmos a la cárcel de procesados. Estuvo cuarenta y cinco días en el pabellón de ingresos en el segundo piso. Después, lo alojaron con los demás internos y descubrió un mundo impensado. La cárcel era un inmenso queso gruyere. “Los Pitufos”, una banda histórica de ladrones que manejaba el penal, hacía huecos en las paredes, pisos y techos. Las duchas y las cocinas no se salvaban de las perforaciones. Todas las celdas estaban intercomunicadas por esos agujeros.
Olmos era una cárcel tomada. El control de “Los Pitufos” era absoluto. Cuando llegaron una docena de travestis al pabellón gay, atravesaron las paredes y los violaron. A las víctimas las bautizaron las “pitufinas”. No hubo denuncias ni organismos de derechos humanos que intervinieran, aunque los guardiacárceles conocían el tema.
El recuento de las seis de la mañana era una odisea. Los carceleros debían contar las manos que asomaban por el “pasaplatos” (la ventana por donde entra la comida a la celda). Como los internos estaban en cualquier pabellón, alguien tomaba el lugar del que faltaba. Los guardias los sabían, pero hacían la vista gorda; lo importante era que el recuento diera bien.
El Zurdo disfrutaba de la libertad con que se movía dentro del penal. Se había convertido en un sobreviviente que se adaptaba a cualquier situación. Cuando tenía ganas de sexo buscaba a algún “putito” y lo llevaba a su celda.
Al igual que los demás presos, odiaba a los violadores. Cada tanto los guardias les entregaban un “violín”, para que fuese “bautizado”. El depravado era salvajemente castigado y violado. Los presos se golpeaban entre sí para penetrarlo o golpearlo. “Violar a un violador no es violación, es castigo”, dicen los “tumberos”.
El ritual es de una violencia inusual. No solo los penetran con el pene, sino que a veces utilizan palos o envases de desodorantes. Hubo muertes durante esos “bautismos”. El preso sabe que la muerte del pervertido va a ser encubierta y certificada por algún médico y que no hay castigo. En el código “tumbero” el violador y el asesino serial son enemigos de los “chorros” porque pueden atacar a sus familias.
El Zurdo justificaba su inclinación. Era normal enamorarse de un hombre en la cárcel sin ser homosexual. Los “tumberos” activos, los que penetran a otro preso, no se consideran gay.
En 1989 lo trasladaron a Mercedes donde retomó los estudios; quería “hacer conducta” para ir a una cárcel de menor seguridad. Pero su paso por las aulas se interrumpió por el motín de un grupo de menores que protestaba porque uno de los internos fue baleado y apaleado por un guardia cuando intentaba fugarse. Sus compañeros lo rescataron del patio, lo llevaron al pabellón e iniciaron la rebelión. Para levantar la toma del penal, exigieron que saquen al herido a la calle para que lo atiendan en un hospital.
Pero estaban tan ansiosos que no aguardaron la respuesta; la tensión y las drogas no los dejaban pensar. Por eso prendieron fuego a los colchones, rompieron los candados y arrancaron la puerta de acceso a la terraza.
Junto a los menores se levantó el pabellón 5 de Primarios, delincuentes que ingresaban por primera vez a una cárcel.
Los cabecillas del motín se reunieron con la dirección del penal y acordaron sacar a algunos de los detenidos. Pero la salida no fue pacífica; a medida que subían al camión de traslado, los guardias los golpeaban con los bastones.
Desde la terraza observaron el maltrato y en represalia rodearon al agente que leía la lista de los que iban a ser trasladados. Lo tomaron de los brazos entre dos internos y un tercero le rompió los dientes con un enorme candado o “sapo”, como lo llaman en la jerga “tumbera”. La sangre fluía incontrolable; lo soltaron y el agente cayó desvanecido. Después, lo violaron.
Los presos más grandes trataron de calmar a los menores que no medían las consecuencias.
-Si lo matamos, nos matan a todos. Entiéndanlo. Nosotros estamos encerrados y no podemos ir a ninguna parte- les advirtió el más veterano. El hombre, con algunas canas en su pelo era respetado y por eso lo escucharon.
El motín duró apenas cuarenta y ocho horas porque, al haber ganado la tapa de los diarios y los títulos de los noticieros de la televisión, atrajo a los funcionarios de la Gobernación, a los organismos de derechos humanos y a los políticos opositores. Los presos los despreciaban porque decían que querían hacer campaña con sus desgracias.
Cuando llegó la calma, se dispuso un traslado importante de presos. No era bueno que los amotinados sigan juntos.
El Zurdo fue enviado a Sierra Chica; peor destino no le podía tocar. Estuvo dos meses en las superpobladas celdas de castigo junto a otros tres amotinados. No podían hablar con nadie. Cuando llegaba la orden de “patio”, tenían que estar listos para caminar con las manos atrás por un sendero marcado. Los guardias eran muy estrictos y no aceptaban un desvío de la ruta.
Les daban agua una vez al día. La dosis era insuficiente porque los sacaban a hacer gimnasia y regresaban agotados y sedientos. En la celda se abalanzaban sobre el hueco donde orinaban y defecaban. El chorro de agua que arrastraba las heces calmaba la sed.
La ducha era una ligera pasada por el agua helada. Cada tanto alguno recibía golpes por quedarse más tiempo del permitido. Un varillazo bajo el agua fría produce un ardor insoportable.
A los tres meses, el Zurdo regresó a Mercedes con los presos que estaban estudiando; tenía buena conducta. Su comportamiento no era consecuencia de su sumisión, sino de sus deseos de escapar.
En junio de 1990, cuando comenzó el Mundial de Fútbol en Italia, poco después de ver el empate sin goles de Uruguay con España, se tuvo que presentar a una mini junta y a la junta mayor que integraban el jefe de la Unidad y un representante de la jefatura del Servicio Penitenciario Bonaerense. Lo interrogaron sobre su vida, que pensaba hacer afuera de la cárcel. Luego hizo algunos dibujos que analizaron los psiquiatras.
Le fue bien en la evaluación; los test fueron satisfactorios para los peritos que decidieron que podía tener salidas transitorias.
El sábado 16 de junio le dieron permiso para salir hasta el martes. El jefe de la unidad, Magnasco, un hombre honesto que buscaba la reinserción de los presos, le entregó una modesta suma de dinero para que pudiera viajar en colectivo.
Pero el Zurdo se quedó en Mercedes. Buscó cobijo en el cuarto de la pensión donde vivía Liliana, una amiga poco agraciada de diecisiete años con la que ocasionalmente mantenía relaciones.
La conoció en la cárcel; era la hermana de su compañero de celda que visitaba con frecuencia. Comenzó a dormir con ella a solo quince cuadras de la unidad. Para Liliana cualquier compañía era mejor que la soledad insoportable de cada día.
Olivera no desfrutaba de las relaciones sexuales con esa morocha bajita de pelo negro ondulado. En cambio, Liliana, vivía ese amor con intensidad.
El martes debía presentarse, pero no lo hizo. Olivera era un inconsciente que estaba comprometiendo a la menor que se jugaba todo por un hombre que pronto iba a salir de su vida.
Los penitenciarios no tardaron en llegar. Apenas golpearon la puerta, el fugitivo se encerró en un pequeño ropero. Liliana lo cubrió con una enorme cantidad de ropa y cerró el mueble con llave.
Los agentes no estaban convencidos de que el prófugo estuviera allí; solo un demente se puede alojar en un hotel vecino a la cárcel de la que escapó. Pero no podían descartar posibilidades y revisaron el lugar.
-Ustedes no traen orden de allanamiento y además no me pueden hacer nada porque soy menor- les advirtió Liliana que negó que el Zurdo estuviera allí.
Uno de los guardias vio ropa masculina en la silla.
-¿De quién es este pullover?
-Mío.
Le creyeron; miraron debajo de la cama y se marcharon.
El Zurdo temblaba adentro del ropero. Si lo abrían lo iban a encontrar.
Cuando se marcharon, se dio cuenta que no había tiempo para que Liliana le consiguiera dinero; los guardias podían volver.
Se despidió con un beso como si fuera a regresar pronto. No tenía un centavo.
Como cualquier desorientado siguió el sendero de las vías que lo llevaron hasta Gowland. Allí le pidió a un colectivero viajar gratis hasta Moreno. Se bajó y le pidió a otro chofer que lo dejara en Ituzaingó. No le quedaba más remedio que pedirle plata a su padre, era el último recurso y el que detestaba utilizar.
Antes de entrar dio varias vueltas a la Chacra para asegurarse de que no estuvieran vigilando la casa.
Le contó a su progenitor lo que le estaba sucediendo. Se llevó algo de plata y comenzó a recorrer el círculo de contactos que había logrado en la cárcel.
Fue a la Villa de Melo en San Martín y a Fuerte Apache donde se encontró con Ramón su compañero de celda en Olmos. El hombre tenía armas a disposición y decidieron hacer un primer trabajo para alimentar los flacos bolsillos del uruguayo. Ramón llamó a su hijo mayor para que los ayudara, debía conducir una camioneta robada.
El trío recorrió Moreno. Detuvieron la camioneta frente a una ferretería industrial. Se quedaron cerca observando los movimientos y al caer la tarde, cuando no había clientes en el local, entraron. No fue demasiado trabajo reducir al matrimonio. En el fondo del local vivía la suegra del dueño y se llevaron dinero en efectivo y algunas joyas.
En la casa de Ramón, celebraron. El asalto les había dejado más dinero del que imaginaron. Cuando el botín es bueno, las duplas no se desarman. Por cábala o porque creen que hay una buena química, siguen juntos.
Pero el Zurdo esquivó esta ley y abandonó a Ramón, seducido por la “Pantera Melo”, ex compañero de Sierra Chica. El hombre, un morocho retacón de cara tosca, tenía todos los atributos del delincuente nato: sabía moverse en los asaltos y hacía punta con el arma. Era un cuarentón que mantenía el prestigio porque siempre iba al frente y se tiroteaba con la policía si era necesario.
Con la Pantera robaron un Hotel en General Rodríguez y después un departamento en un edificio de la calle República de la India en Capital Federal que le entregaron dos amigas de la dueña que vendía ropa importada de contrabando. En Bragado asaltaron la oficina de un usurero.
Pronto se desarmó la dupla. A Olivera no le gustaba permanecer demasiado tiempo en cada lugar. Los ataques de pánico lo afectaban y debía cambiar de aire.
Se encontró con su padre que era su confidente. Le contó los últimos pasos. El hombre le aconsejó que administrase bien el dinero y que desapareciera por un tiempo, para borrar los rastros.
Olivera volvió a Montevideo y se alojó en una modesta pensión donde vivió con una prostituta durante un mes y medio. Fue un período de ocio absoluto que interrumpió para volver a Ituzaingó a celebrar las fiestas de fin de año con sus padres.
Luego, el 7 de enero, retornó a Montevideo a pasar el verano. Estar en Uruguay le aplacaba la tristeza, le hacía creer que podía vivir en un mundo sin problemas.
Así pasó enero, febrero y parte de marzo. Cuando el dinero se estaba agotando, recibió un llamado de su padre para que regresara.
El tapicero, que manejaba la carrera del hijo como si fuera el representante de un boxeador, le contó que había hecho contacto con Víctor, un vecino culto y muy bien conectado. Era un militar retirado de poco más de cuarenta años de buena presencia con una esposa muy linda.
-Pero apenas lo conocés ¿Cómo sabés que se va a prender a robar?
-Vos déjame a mí.
El padre se cruzó a la casa de enfrente a hablar con el hombre. Su aspecto era distinguido, parecía pertenecer a una clase social más alta que no se correspondía con el barrio. Era elocuente en sus ademanes y hablaba en voz alta para que lo escucharan los vecinos. Parecía un actor italiano. Utilizaba vocablos poco habituales para demostrar dudosos conocimientos sobre diversos temas. Teorizaba y hacía análisis obvios sobre la vida, el honor, la decencia y la honradez. Aclaraba que no eran valores absolutos; a veces había que vulnerarlos porque lo importante era vivir bien.
Para Nelson el militar era un hombre profundo; cualquier otro se hubiera dado cuenta que era un estafador.
Al poco de conversar apareció la ambición. Le insinuó que a su hijo le iba bien, pero necesitaba un organizador con contactos con la policía, un cerebro.
Cuando el militar le preguntó a qué se dedicaba Oscar, le contestó que hacía trabajos lucrativos pero arriesgados y que tenía un pedido de captura.
El militar no se inmutó.
-Confíe en mí, no me voy a asustar si su hijo roba bancos o empresas. Los grandes ladrones de este país son los banqueros y los empresarios. Tengo contactos con la policía y la justicia. Podemos hacer grandes cosas con su hijo.
En los días sucesivos las conversaciones se profundizaron. Víctor dijo que se había retirado como Mayor de Intendencia en el Ejército y que se tuvo que ir porque era el mejor calificado de su camada para ascender, pero despertaba muchas envidias.
-Tengo amigos importantes que me deben favores, contactos que nos pueden servir. Armé una estructura con llegada a la policía y un abogado que saca al instante al que caiga preso. Puedo conseguir información sobre empresas, bancos y financieras que valgan la pena ser robados. Además, soy militar y puedo armar una banda eficiente. Damos unos cuantos golpes, hacemos una pequeña fortuna, desaparecemos y nos vamos a vivir de rentas.
El tapicero estaba deslumbrado por el manejo del lenguaje y los conceptos precisos de Víctor que hacían parecer que la vida era sencilla con contactos. Su hijo necesitaba a alguien así.
El militar organizó la banda. El Zurdo le presentó a Liebre y Palangana, dos delincuentes jóvenes. Víctor vino con un abogado, un hombre de buen discurso. Tenía una estampa firme que se desarticulaba cuando caminaba porque tenía una pierna ortopédica. La risa del profesional era tan fácil como falsa. Era un hábil declarante que siempre tenía a mano un elogio.
Víctor les advirtió que de los golpes que dieran había que separar un porcentaje para el profesional que era quien los iba a sacar de la comisaría si fuera necesario.
Nadie puso reparos en esa especie de seguro contra accidentes de trabajo.
La organización pronto dio resultado. Los golpes eran bien planeados y abundaba la información. El militar no se privaba de hablar de movimientos estratégicos, disciplina de tiro o cobertura de la retirada. Con esas directivas los hacía sentir importantes. Les dijo que sentía que tenía un grupo comando a sus órdenes, algo que satisfacía su ego porque en el Ejército no perteneció a un arma de combate sino a una de servicios. Detrás de ese hombre seguro, además de un ambicioso sin escrúpulos, se ocultaba un enorme acomplejado.
El primer trabajo fue una fábrica de camperas inflables de propietarios bolivianos. Era un golpe arriesgado porque estaba a la vuelta de la brigada de Morón. Les habían avisado que guardaban el efectivo para pagar los sueldos de los cincuenta empleados del lugar.
Llegaron a la hora indicada y demoraron menos de diez minutos para alzarse con el dinero y una camioneta cargada de camperas.
La planificación fue de Víctor. El militar no participaba directamente de los golpes, sino que hacía de chofer. Los delincuentes no detectaron que ese hombre que relataba aventuras de sus años de militar, tenía miedo y solo buscaba sacar ventaja de la situación. Se llevaba una buena parte de cada botín con la excusa de que la mitad se la daba al abogado que en realidad era un farsante que jamás pisó la facultad de derecho.
Dos veces por semana, a las 18.00, se reunían en una funeraria donde planeaban los asaltos y repartían el botín. El día y la hora era siempre el mismo para evitar las comunicaciones. Cuando sucedía algo imprevisto, se convocaba a reunión.
El dueño de la cochería estaba relacionado con algunos policías que le pasaban información y le entregaba algunos lugares. A los encuentros asistía el abogado que manejaba un auto con una patente judicial tan falsa como su título universitario.
El siguiente golpe parecía más simple. Lo había diseñado íntegramente el oficial retirado. Con el ego a pleno por el ascendiente que tenía sobre la banda, se le ocurrió que los tour de compras a Brasil eran de fácil ejecución. Descontaba que la gente llevaba dólares en efectivo porque el tipo de cambio los favorecía frente al real brasileño que había padecido una salvaje devaluación.
Al no tener información precisa, recorrió una parte de la ruta en su auto y decidió que después del puente Zárate – Brazo Largo, había que actuar. Confiado en el éxito de los últimos atracos, Víctor creyó que estaba protegido por los dioses más que por la eficiencia.
Pronto se dio cuenta que la compañía celestial jamás existió. Apenas se bajaron del auto para caminar hasta la parada del bus, apareció un patrullero que presintió que eran delincuentes. Sonó la sirena y un policía dio la voz de alto. El Tano, no dudó: sacó la pistola y disparó. La policía respondió. El militar no esperó a nadie; aceleró el vehículo y se dio a la fuga. Rompió todos los códigos al dejarlos abandonados.
El Zurdo, la Liebre y el Tano cubrieron su huida a tiros y se metieron entre los matorrales al lado del camino. Estaba cayendo la noche y era difícil verlos bien. Palangana y la esposa del militar, que actuaba por primera vez en un golpe, fueron apresados. La mujer participaba como señuelo para que el conductor del ómnibus y los pasajeros no sospecharan que iban a ser robados.
El Zurdo y el Tano regresaron como pudieron y se reunieron en la cochería con Víctor que adornaba con excusas las razones de su huida. No le contestaron porque confiaban que el abogado de la pierna ortopédica liberaría a los compañeros.
Pero los días pasaban y los apresados no salían en libertad. El Zurdo y el Tano estaban inquietos. La mujer de Víctor estaba desilusionada porque su pareja no había aparecido por la comisaría. En la celda se hizo amiga de una prostituta a la que le prometió pagarle cuando saliera si entregaba un mensaje. La mujer fue hasta la funeraria el día y la hora indicada y se acercó al Zurdo. Le contó que la mujer y Palangana seguían arrestados y que nadie hizo gestiones para liberarlos. Olivera le preguntó a la prostituta si no vio al abogado en la comisaría. La mujer insistió que nadie preguntó por ellos.
El Zurdo llamó a la Liebre y al Tano para reunirse en la funeraria. El dueño de la cochería llamó por teléfono a Víctor para avisarle que los delincuentes estaban reunidos y temía que hubiera consecuencias si no los calmaban.
El abogado, que iba con frecuencia porque hacía gestiones para el funebrero, se sorprendió al ver a la banda reunida. Intentó irse, pero el Zurdo lo llamó.
-Vení que tenés que explicarnos un par de cosas.
-Todavía no sacaste a Palangana ¿Para qué carajo te damos plata? – le preguntó el Tano.
El abogado se deshizo en explicaciones que no le creyeron. Dijo que habían cambiado la cúpula de la Brigada y que estaba arreglando con los nuevos. No le creyeron. El silencio tensó el ambiente. El falso jurista no soportó la presión; temió por su vida y acusó a Víctor.
-Me asombra que no los haya tenido al tanto de mis gestiones. Víctor y yo somos socios el dinero no era todo para mí, él se llevaba la mayor parte.
Los tres se dieron cuenta de que habían sido traicionados por el militar que usaba al falso abogado para quitarles dinero.
Pero la necesidad es el argumento más contundente para cambiar de opinión. El dinero de los golpes anteriores se estaba agotando. Estar en la clandestinidad tiene un precio alto porque hay que cambiar de vivienda con frecuencia. Cada día en un “aguantadero” sale caro porque no solo hay que alquilar el lugar, sino comprar el silencio.
El militar reapareció. Sabía de la vulnerabilidad de los bolsillos de sus ex cómplices. Por eso se animó a volver, pero con un golpe “serio y planeado”.
-Esta vez la fuente es impecable, no como el “arbolito” de Pergamino.
Les contó que había una financiera en Pehuajó que tenía un solo hombre de custodia.
-En esa ciudad todos son confiados porque jamás pasa nada. Es cuestión de llegar, robar en minutos y huir. Entramos pobres y nos vamos ricos.
Les mostró los accesos y la ruta de salida y un Plan B: la posibilidad de esconderse en la casa de una prima.
El Zurdo y el Tano fueron a Pehuajó en el auto del militar. Entrar a la financiera no fue complicado. El Zurdo y su amigo apuntaron a los clientes y desarmaron al guardia. Encontraron una buena cantidad de dinero en la caja y en los bolsillos de los clientes. El único obstáculo fue una mujer de alrededor de sesenta años que no quería entregar el dinero.
Mientras el Tano forcejeaba con la clienta, el Zurdo observó que desde afuera alguien apoyaba la cara contra el vidrio para ver qué sucedía en el interior.
Salió al instante; tenía que entrarlo porque podía alertar a toda la ciudad. En el apresuramiento, olvidó los recaudos y no miró a los costados. Un fuerte golpe en la cabeza lo derrumbó, el que espiaba era un guardia que estaba armado y le pegó con la culata de la pistola. El Tano, que vio la escena desde adentro, disparó dos veces al piso, provocando el pánico de los clientes; debía ganar tiempo para rescatar a su amigo.
El Guardia, al escuchar los tiros desapareció de la escena para cubrirse y dejó al Zurdo tambaleando en la vereda. El Tano lo levantó y lo aferró de la cintura. Víctor, esta vez no desapareció; sabía que había mucho dinero en juego que estaba en los bolsillos de sus cómplices. Arrimó el auto y los dos delincuentes se subieron.
Apenas vio la sangre en la cabeza del Zurdo, Víctor se descontroló. Las heridas lo descomponían; en los cines llegaba a perder el conocimiento en las escenas de inyecciones o cirugías.
Pese al terror pidió que le dieran su parte antes de ponerlos a salvo. Quería sacárselos de encima y huir, algo que hizo toda la vida.
-Los dejo en la casa de mi prima y a la noche vengo a buscarlos.
Fueron hasta un barrio de los suburbios de Pehuajó y se detuvo frente a una modesta vivienda blanca de techo verde. Antes de que tocaran el timbre, huyó con el auto a gran velocidad.
Una voz femenina preguntó quiénes eran.
-Somos los amigos de Víctor.
-Hace años que no veo a Víctor. Váyanse.
-Si te avisó que íbamos a venir.
-Nunca me llamó.
El Tano estaba impaciente.
-Otra vez nos cagó. ¿Por qué no le tiramos la puerta abajo a esta hija de puta?
-Estás loco, nos va a caer la “yuta”. Rajemos.
El Tano y El Zurdo caminaron por las vías hasta Francisco Madero, un pueblo que está a veintidós kilómetros de Pehuajó y tiene poco más de mil doscientos habitantes. Rodearon la zona para ver de qué se trataba y no les gustó; en ese lugar cualquier extraño llamaba la atención.
Pronto encontraron una casa abandonada donde podían pasar la noche. Se repartieron el botín. El Tano se quedó con las armas y el Zurdo fue a la estación de ómnibus del pueblo a comprar alimentos y a averiguar los horarios.
Entró a un bar pidió dos sándwich y dos gaseosas.
Apenas salió lo esperaba la policía con el comisario de Francisco Madero a la cabeza.
El Zurdo conservaba la esperanza de comprar la libertad con la plata. Pronto se desengañó; lo hicieron afeitar y lo llevaron a declarar al juzgado. Olivera no entregó a su compañero, les dijo que se separaron apenas terminó el robo. Le preguntaron porque llevaba dos sándwich y dos gaseosas. “Eran para el camino porque si me daba hambre no quería bajarme del bus”.
Estuvo un mes detenido en Pehuajó, luego lo enviaron a Junín y pronto lo llamaron del juzgado de Mercedes por la fuga de 1990; llevaba dos años prófugo.
Apenas entró al penal de Mercedes lo tuvieron quince días en “buzones”, treinta días sin beneficios, siempre encerrado, y noventa días en el pabellón de reincidentes.
Después de unos meses, un enfermo de tuberculosis que concurría asiduamente a Sanidad, vio la posibilidad de escapar haciendo un túnel; la enfermería estaba cerca del muro y la salida daba a un chalet. Se lo comunicó a la “ranchada” del Zurdo y prepararon la fuga.
El túnel se interrumpió a pocos metros de la salida. Los presos de la unidad 9 de La Plata se amotinaron porque había fracasado una fuga con armas. Casi al instante se unió Bahía Blanca y las demás prisiones de la provincia de Buenos Aires. En Mercedes tomaron el penal y hubo que adherir e interrumpir la excavación que hasta ese momento habían mantenido en secreto.
El motín creció en violencia. El Jefe del Penal fue tomado de rehén y comenzaron a negociar.
Pronto se rindieron y en diciembre de 1993 el Zurdo fue enviado a Olmos al pabellón de castigos, en el segundo piso, donde estuvo ocho meses. No lo dejaban salir ni a bañarse, se tenía que higienizar con una palangana.
Nelson, su padre, lo fue a visitar. Cuando lo vio tan delgado y sucio, lloró. No volvió más; no quiso repetir el sufrimiento. Tal vez se arrepintió de haber alentado la carrera de delincuente de su hijo.
En marzo de 1995 lo enviaron a Sierra Chica donde un año después iba a entrar en la historia carcelaria porque se convertiría en uno de “Los Doce Apóstoles”.
Tras el motín de Sierra Chica pidió ver a su padre, pero el encuentro no pudo ser porque éste murió el 23 de noviembre de 1996. Al Zurdo no lo dejaron ir al sepelio y se cargó de culpas que le duran hasta hoy. La tristeza la tuvo que detener con más medicación.
La única compensación que recibió por la muerte de su padre fue un traslado de dos meses a Devoto, para que lo visitase Delfa, su madre, que estaba desolada por la viudez y por el hijo preso.
En marzo de 1997 lo trasladaron a la penitenciaria de Chaco donde participó de un intento de fuga y fue trasladado a Devoto.
Olivera ganó la confianza de un narcotraficante peruano que le pidió un favor:
-Zurdo tengo noticias: una mina va a traer diez tizas, necesito que las recojas.
-¿Y yo que gano?
-Te doy una tiza y te podés coger a la mina.
Olivera aceptó. La cocaína no era lo aconsejable en el encierro porque cuando se va el efecto produce paranoia, delirios de persecución y ataques de pánico. La droga que mejor va con los muros son los psicofármacos. La cocaína se toma en libertad.
El día de visitas, Olivera fue a la carpa donde estaba la mujer que sacó de la vagina las diez tizas envueltas en doble preservativo. El Zurdo se llevó la tiza de comisión, pero la mujer, que era mula en Ezeiza y Devoto, le pidió plata para tener relaciones. El Zurdo no tenía dinero y se fue frustrado.
La tiza la cambió por pastillas. El Zurdo tomaba más de veinte pastillas de clonazepam por día. Si estaba con ataques de pánicos, el número se aproximaba a treinta.
Cuando jugaba al ajedrez el tiempo transcurría más rápido. En las penitenciarías federales se encuentran más jugadores de ajedrez porque el nivel de los delincuentes es más elevado que en la provincia de Buenos Aires.
Pero la estadía en Devoto duró cuatro meses, a fines de 1998 lo trasladaron a Melchor Romero, la Unidad 29 de alta seguridad en las afueras de la ciudad de La Plata. .
Olivera tenía que comenzar a restablecer los contratos para hacerse de pastillas. Era absolutamente dependiente
Se acercó a los presos con HIV con los que entabló una buena relación. Tal vez porque eran tristes como él se hermanaron en la angustia.
Se sorprendió porque vio a reclusos con pasta base. En las cárceles, el paco no es bienvenido. La población carcelaria aislaba a los jóvenes del paco, estaban paralizados y no tenían códigos.
Pronto encontró el contacto que necesitaba, un médico psiquiatra. Lo fue a ver por sus ataques de pánico.
El profesional se dio cuenta de la dependencia de Olivera.
-¿Querés pastillas?
-Sí, las necesito.
El doctor puso sobre la mesa varias tabletas de clonazepan y bipirideno, un antiparkinsoniano que produce tranquilidad. Esas pastillas quitan el sueño y el apetito, pero en la provincia de Buenos Aires hay una tradición de seguir el camino más corto para mantener la paz de los presidios: empastillar a los internos.
-¿Te alcanzan?
-Sí, claro.
El Zurdo estiró la mano para agarrar las tabletas.
-Pará, pará, no es tan fácil le dijo el médico. Mientras le entrelazaba los dedos. El preso no retiró la mano. El doctor se levantó de su silla y le acarició la cara y le besó el cuello. El uruguayo se dejó hacer.
Pronto el médico se arrodillo y bajó hasta su bragueta. Le hizo sexo oral y se sintió satisfecho cuando Olivera, que padecía una larga abstinencia, eyaculó.
El uruguayo se subió la bragueta y tomó las pastillas.
-Volvé cuando necesites- le dijo el doctor.
Una o dos veces por semana, a veces tres, la rutina se repetía. Jamás pasó de sexo oral.
Pronto lo trasladaron a Rawson y lo mandaron al peor de los pabellones, el tres de los paisanos. Pronto se adaptó y compartió el televisor que trajo de Melchor Romero.
El Zurdo era solidario y cuando uno de los paisanos necesitó plata para la fianza, junto a los compañeros salieron a pedir por los distintos pabellones. Fue hasta el de homosexuales y allá conoció a “Bella”, un muchacho de veintiún años, de tez blanca, delgado, de estatura mediana rasgos femeninos y peinado con flequillo. Apenas lo vio se enamoró. Se acercó a “Bella” y comenzaron a intimar.
Le pidió al director que lo trasladara al pabellón gay que no se quería separar de su amante. Consiguieron que un juez aceptara porque ambos admitieron que eran pareja desde antes de estar en la cárcel. Para el uruguayo era el mejor momento de su vida. La tristeza había dejado de acosarlo.
Su pareja, era un extraordinario jugador de fútbol. Ambos estaban en el mismo equipo pero el uruguayo era extremadamente celoso y siempre estaba al borde de la pelea cuando le pegaban o le tocaban el trasero a su pareja.
“Bella” le era fiel pero no alcanzaba para aplacar sus celos.
Pero de la misma manera que el sufrimiento pasa, la felicidad también se va. A Bella lo trasladaron a Río Negro. Fueron inútiles las gestiones para que lo trasladasen con él.
En 2007 lo dejaron en libertad. Volvió a Moreno. Los días se le hacían interminables por esa tristeza que no lo abandonaba. El dolor no tenía fecha de vencimiento y lo llevaba a pozos profundos. A veces dormía días seguidos. No tenía fuerzas para levantarse de la cama.
Retornó a Montevideo con Delfa, su mamá. Para el Zurdo la vida es un círculo que devolvió a un hombre triste al lugar donde se crió un niño feliz. Oscar Olivera sigue tomando más de 20 pastillas para enfrentar el día.