30 años después: errores y efectos no buscados de la Reforma Constitucional de 1994

Daño al sistema federal, consulta popular que es letra muerta, inentendible figura del jefe de Gabinete y sobreinterpretación de los “derechos” indígenas son algunos de los elementos que integran el saldo no positivo de aquellos cambios

Guardar
El apretón de manos entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem que habilitó la Reforma constitucional de 1994 (NA)
El apretón de manos entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem que habilitó la Reforma constitucional de 1994 (NA)

El 25 de mayo de 1994 iniciaba sus sesiones la Convención Reformadora de la Constitución Nacional, cuya labor se extendió durante casi tres meses en las ciudades de Santa Fe y Paraná. A treinta años, resulta apropiado hacer un balance que incluya necesariamente destacar algunos cambios que, o bien no dieron los resultados esperados, o bien resultaron opuestos a las expectativas entonces generadas.

Conviene no perder de vista que, en materia de sanción, y de reformas constitucionales, hay que distinguir dos líneas diferentes de pensamiento que hunden sus raíces en el siglo XIX.

Unitarios y federales tenían interpretaban opuestas acerca del modelo de país y de sociedad a adoptar por nuestra joven nación. Y el molde constitucional no fue la excepción en ese enfrentamiento.

El unitarismo, encarnado por la figura de Bernardino Rivadavia, fue el promotor del texto de 1826, que se ganó rápidamente un rechazo de plano por parte de las provincias. Pero el problema de fondo, que ha sido reducido por muchos a la cuestión del trato que el texto dispensaba a las provincias (realidades institucionales anteriores a la Nación), el rol de los gobernadores, o incluso la cuestión de la Capital, era mucho más profundo. El defecto de origen del unitarismo radicaba en la tendencia, casi obsesiva, por copiar textos extranjeros, con particular predilección por algunos europeos, sin mayor cuidado en ver si respondían a una muy concreta realidad social, política, económica, como era la de la Argentina de entonces.

Bernardino Rivadavia, promotor de la Constitución unitaria de 1826, unánimemente rechazada por las provincias
Bernardino Rivadavia, promotor de la Constitución unitaria de 1826, unánimemente rechazada por las provincias

Tras la derrota del unitarismo, las provincias fueron adhiriendo a las cláusulas del Pacto Federal firmado el 4 de enero de 1831 por los representantes de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, dándose inicio a la experiencia de la Confederación Argentina. Resulta interesante la opinión de Adolfo Saldías (en Historia de la Confederación Argentina. Rozas y su época) respecto del Pacto Federal. Al respecto afirma: “Más que un tratado de unión y alianza para objetos inmediatos, este pacto era, como se ve, una verdadera constitución bosquejada a grandes rasgos. Si no llenaba las exigencias de legisladores retóricos y formalistas, como los que elaboraban antes y después del año 1831 las constituciones de Francia, las cuales se sucedían como hipérboles más o menos brillantes, tenía cuanto menos en su abono el ejemplo de Inglaterra, que es la nación más libre, con ser que se limitó a conservar las declaraciones de la magna carta, y a ampliarlas en razón de sus necesidades sucesivas.”

Dos formas distintas de entender el proceso constitucional y el significado del texto en sí. El unitarismo, proclive a “copiar y pegar” modelos quizás exitosos en otros países, preferentemente europeos, sin más, sin considerar su aplicabilidad a nuestra realidad. El federalismo, por sentido histórico y pragmatismo, enfocado en buscar el texto constitucional que mejor se adaptara a nuestras tradiciones e idiosincrasia, importando si fuera el caso pero con obvias adaptaciones, aunque priorizando creaciones institucionales enteramente vernáculas.

Juan Manuel de Rosas, representante de la Confederación Argentina
Juan Manuel de Rosas, representante de la Confederación Argentina

De los dos partidos políticos que hegemonizaban la vida política a comienzos de la década de 1990, esto es, la Unión Cívica Radical liderada por el ex presidente Raúl Alfonsín, y el Partido Justicialista conducido por el entonces presidente Carlos Menem, por sus raíces históricas, era previsible que el radicalismo actuara, consciente o inconscientemente, como continuador del viejo unitarismo (haciendo salvedad de la figura de Hipólito Yrigoyen que junto con Leandro Alem supieron darle otra impronta en sus orígenes) en materia de reformas constitucionales conforme la exposición precedente. En cambio, el justicialismo, que por su historia bien podría haber representado la continuidad de aquella línea histórica sintetizada en la frase “San Martín – Rosas – Perón”, no supo, no quiso o no pudo ocupar ese sitial, y accedió a facilitar la introducción de aspectos de la reforma que treinta años después son pasibles de las críticas que se desarrollarán a continuación.

El ex presidente Raúl Alfonsín votando junto con otros convencionales
El ex presidente Raúl Alfonsín votando junto con otros convencionales

El monopolio de los partidos políticos

Se lee en el artículo 38: “Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático. … El Estado contribuye al sostenimiento económico de sus actividades y de la capacitación de sus dirigentes.”

Si bien es cierto que la letra del texto no dispone que las estructuras político partidarias tengan la exclusividad de la representación ciudadana, la caracterización con jerarquía constitucional que se hace bajo la alusión a “instituciones fundamentales del sistema democrático”, sumado a la financiación pública de sus actividades, coloca a los partidos en un sitial de exclusividad en la representación, carácter que fue señalado por algunos convencionales durante su debate.

Algunas voces criticaron la referencia a “la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos” en el sentido de que si ésta se entendía como exclusiva y excluyente, impedía por tanto la presentación de candidaturas independientes de estructuras partidarias, concediendo en los hechos un monopolio de la representatividad política.

Lo cierto es que la realidad indica que no ya la promoción de una candidatura independiente por parte de un ciudadano para cualquier cargo electivo, sino también la formación en cumplimiento de todos y cada uno de los requisitos exigidos para formalizar ante la justicia electoral la creación de un nuevo partido político, son casi tareas imposibles, que en vez de fomentar la participación ciudadana, la desalientan.

Una sesión de la Convención Reformadora de 1994
Una sesión de la Convención Reformadora de 1994

Iniciativa y consulta popular, en el freezer

Ambas novedades habían sido promovidas durante la campaña para elegir convencionales bajo a la alusión a “formas de democracia semi-directa” y se plasmaron en los artículos 39 y 40 de la C.N. El primero establece que “Los ciudadanos tienen el derecho de iniciativa para presentar proyectos de ley en la Cámara de Diputados. El Congreso deberá darles expreso tratamiento dentro del término de doce meses. …” El segundo afirma: “El Congreso, a iniciativa de la Cámara de Diputados, podrá someter a consulta popular un proyecto de ley. …”

Lo cierto es que, treinta años después de su introducción en el texto de la carta fundamental, jamás se convocó al Pueblo de la Nación para escuchar de modo más claro su opinión en temas puntuales. Más allá de posibles buenas intenciones pretéritas, se parece mucho a la frase que identifica el más rancio despotismo ilustrado del siglo XVIII: “Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”, aborrecimiento quizás solo entendible en quienes dicen ser “representantes” (en el sentido del artículo 22 C.N.) pero que en temas sensibles y que constituyen una divisoria de aguas en la sociedad teman que quede en evidencia su falta de representatividad, al menos, respecto de las mayorías populares.

El presidente Carlos Menem jura la Constitución reformada en el Palacio San José, en Entre Ríos
El presidente Carlos Menem jura la Constitución reformada en el Palacio San José, en Entre Ríos

Eliminación de los colegios electorales y afectación al sistema federal

A partir de 1994 el presidente y vice de la República son elegidos en forma directa por el pueblo, eliminándose el viejo sistema (aún vigente en los EEUU que es de dónde se lo tomó en 1853) de colegios electorales, es decir, un sistema de elección indirecta.

No es del caso enumerar ahora las ventajas que supone, y por las cuales se bregó durante buena parte del siglo XX por una reforma como la que aquí comentamos, el sistema de elección directa de las máximas autoridades del Poder Ejecutivo.

Pero, quizás sin meditar demasiado al respecto, se modificó un sistema que, al acentuar el factor “voto popular”, repercute negativamente en otro aspecto trascendente del asunto: el respeto por el sistema federal de gobierno. Desde hace treinta años, un solo partido del conurbano bonaerense tiene, en razón de su población, mayor incidencia y peso electoral en una elección presidencial que tres o incluso cuatro provincias juntas. Hasta la reforma, la necesidad de contar con una determinada mayoría de electores en los colegios electorales, obligaba a los candidatos a tener que imponerse en varios distritos. Ahora eso es prácticamente innecesario. Y entiendo que debemos reflexionar si no se ha retrocedido en materia de federalismo real y concreto.

Última sesión de la Convención Constituyente (Carlos Luna - Télam)
Última sesión de la Convención Constituyente (Carlos Luna - Télam)

Jefe de Gabinete, un injerto que no arraiga

El nuevo artículo 100 introdujo, en un sistema presidencialista como es el argentino, un injerto procedente de regímenes parlamentarios.

El Jefe de Gabinete de Ministros, al no ser un “primer ministro”, con los alcances que ello debería implicar en un sistema parlamentario, no es “ni chicha ni limonada”. En síntesis, toda una estructura burocrática, con financiamiento público sostenido del bolsillo de todos los argentinos, que más allá de su periódica concurrencia al parlamento, nadie sabe muy bien para qué sirve en términos concretos.

La cuestión de los “pueblos indígenas argentinos”, aprovechada por algunos “vivos”

Para finalizar esta sucinta crítica a algunas modificaciones introducidas a la Constitución Nacional, mencionemos la cuestión de los “pueblos indígenas argentinos” (tal es la expresión constitucional, y no la de “pueblos originarios”). Primera observación. En 1994 no se adoptó la idea de que nuestro Estado fuese “plurinacional”, como por ejemplo ocurre actualmente con Bolivia, que sí introdujo esa fórmula.

Digamos que la alusión constitucional al respeto por la identidad cultural de los pueblos indígenas argentinos, con todo lo bueno que en cuanto a intenciones pueda suponer, en los hechos ha derivado hacia situaciones conflictivas, sobre todo en el sur del país y en particular con quienes se autodenominan mapuches y en tal carácter consideran que la Constitución les otorga una serie de privilegios o prebendas que pueden esgrimir siempre y en todo lugar. Ello no es lo que dice la ley fundamental y corresponde recordar que sigue vigente la fórmula utilizada para conceptualizar la igualdad ante la ley. En el artículo 16 de la C.N. se lee: “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre ni de nacimiento.”

Son algunas observaciones críticas, entre otras más que excederían la finalidad de estas líneas, formuladas desde la idea de que un texto constitucional no posee atribuciones mágicas que solucionen por su mera invocación los problemas de los argentinos.

La Convención Nacional Constituyente sesionó en las ciudades de Santa Fe y Paraná (Carlos Luna - Télam)
La Convención Nacional Constituyente sesionó en las ciudades de Santa Fe y Paraná (Carlos Luna - Télam)
Guardar