EL recrudecimiento de la actuación narco en Rosario, con sus jirones de muerte y temor, y el estrépito social que impactó en todo el cuerpo social argentino ponen en el tapete, entre otras cuestiones, la estrategia de mano dura, que creo necesario analizar, no desde la filosofía barata, al decir de Charly García, sino desde la profunda génesis de la referida modalidad criminal y sus variadas y articuladas formas de afrontarla.
Sin ingresar en la crítica puntual de alguna gestión de un gobierno nacional en lo que respecta a la seguridad, desde la restauración de la democracia en el país, y a fin de no insuflar la ya doliente grieta entre las dirigencias que transcurrieron hasta la fecha ni la fatigada paciencia social que sufre esta temática ante tanta miopía institucional, tan solo intentaré hacer un paneo macro del período aludido. Y es allí donde prevalece -no en todo su esplendor justamente- el fracaso casi estrepitoso en los estándares de la seguridad en Argentina.
Para quienes nos dedicamos a las ciencias de la seguridad desde hace tantos años, con experiencia en el diseño y en la implementación de políticas públicas en el territorio, se trata de un derrotero previsible. Es que estamos frente a una suerte de cultura atávica con exclusiva visión y acción reactivas que no puede prosperar, porque el delito y la violencia son problemas sociales y comunitarios, y desde esos contextos hay que priorizar su mejor abordaje. Para ello, debemos, desde los gobiernos en todos sus niveles, dar una clara señal de voluntad política en orden a demostrar que las estrategias en seguridad reactivas y preventivas pueden y deben convivir e interactuar de acuerdo al conflicto a resolver.
A veces prevalece alguna acción reactiva, pero siempre debe estar presente la preventiva. Depende del diagnóstico y de los aspectos a resolver. Pero la prevención debe funcionar como una cobertura integral permanente en lo institucional y lo comunitario. Lo cierto es que, ante el avance de la delincuencia y el padecimiento de las víctimas, se ha instalado y potenciado el reclamo de mano dura. Ello tiene cierta lógica en sociedades donde nunca se utilizaron políticas preventivas con una perspectiva multidisciplinaria, ni donde el sistema penal -siempre en la palestra- ha funcionado como debiera.
La reacción de mano dura en general responde a dos cuestiones: en primer lugar, acompañar un reclamo social generalizado ante la decepción por la inseguridad ya instalada en nuestra sociedad; en segundo lugar, reconocer implícitamente que se ha fallado en la gestión y que adoptar medidas de mano dura -de corto plazo- apaciguará el temor al delito y gozará de la adhesión popular.
Así se sigue procediendo y a la vez naufragando en las políticas públicas que se vienen instaurando. Y la defensa casi más trivial a la que se recurre es denostar a lo que se denomina garantismo. Lo he dicho en reiteradas oportunidades: ser garantista no es un pecado; por el contrario, es una exigencia, porque es respetar la Constitución Nacional. No es ser débil porque cuando se respeta y se cumple la ley, se encuentra el equilibrio que evita que haya impunidad e interpretaciones a veces un tanto estrafalarias y alejadas de la realidad que la norma busca tutelar. Una enorme mayoría de la sociedad argentina –y vale señalarlo- de LATAM exige mano dura atento a la inseguridad reinante que la sigue lacerando todos los días y a toda hora.
Y muchos de nuestros gobernantes súbitamente se despiertan de un añejo letargo en la búsqueda, un tanto demagógica, de mostrarse ocupados y con el ceño fruncido por dicha temática. La situación en el país es un ejemplo de ello.
El avance del narcotráfico y su descentralización minorista, denominada narcomenudeo, nos azota y exhorta a la máxima atención y actividad de los gobiernos. Lamentablemente, ante el nutrido desconsuelo social, lo que más importa en la era de la internet son la foto y los anuncios sobre iniciativas de corte reactivo en las redes, como una suerte de panacea improductiva frente al agobio que le genera la inseguridad a nuestros pueblos. Se exacerba y privilegia una sobreexposición mediática que se contrapone con los resultados que se obtienen de las estrategias dispuestas, generalmente erráticas y fragmentarias.
Mientras eso sucede, las víctimas del delito y de la violencia continúan siendo ultrajadas en su dignidad, golpeadas en su autoestima y revictimizadas. Con un plus que describe la victimóloga más prestigiosa de nuestro país, la Lic. Hilda Marchiori, que resulta del maltrato que les profesa el sistema penal y, lo que es aún peor, la falta de solidaridad de la propia comunidad que llega muchas veces al extremo de ridiculizar a la víctima pidiéndole valentía frente a la cobardía del delincuente. La víctima debe dejar de ser un objeto de prueba para ser un verdadero sujeto de derechos. Y en ello también hay que actuar.
¿Por qué involucro también a la comunidad? Porque hoy la seguridad no es solo monopolio del Estado, aunque sí es el principal responsable. El delito es un problema social y comunitario, como lo define la criminología moderna, que debe abordarse desde todas las aristas que lo engendran. Esto es, con un enfoque multidimensional.
Y ahí quería llegar para analizar lo de la mano dura, porque es justo en esta perspectiva institucional donde hay que poner mano dura. Y no desde el populismo, que solo busca congraciarse con un único norte electoralista y cortoplacista. Es decir, hay que poner MANO DURA con los factores de riesgo que nutren los comportamientos delictivos y violentos. Esto es, en la labor contra la exclusión social, el desempleo, la deserción escolar, la cultura arraigada de la violencia en general y la de género en particular, en la reducción del consumo de alcohol y drogas, el fácil acceso a las armas de fuego, la real y concreta resocialización y rehabilitación del condenado y la falta de sentido y horizonte de vida en los segmentos juveniles.
Reitero: es allí donde los gobiernos deben poner mano dura. Lo que significa, ni más ni menos, ocuparse. No es sencillo ni automático, pero es el sendero dominante por el cual hay que transitar. Y la cogestión ciudadana es relevante porque es la diagnosticadora más implacable de lo que sucede y porque, además, la mayoría de las veces es más sapiente que sus dirigencias. Y por supuesto, los integrantes que conforman el trípode del sistema penal – justicia- policía y sistema carcelario- deben estar más presentes con mayor dinamismo y a veces preparación para cumplir con su esencial tarea. Esta coordinación entre todos los actores no solo es posible, es imprescindible.
Para finalizar con esta humilde prédica escrita, en las políticas públicas de seguridad, la reacción y la prevención son compatibles, fundamentalmente porque esta última le otorga, mirando desde lo alto e hilando desde el entramado social, una respuesta superadora al fenómeno delictivo y un cauce natural a la reacción cuando la situación así lo exige.
Tanto Rosario como todo el país así lo requieren, desde esa doble mirada. Y, tal como lo venimos proponiendo desde el Observatorio de Prevención del Narcotráfico (OPRENAR), buscamos avanzar en la suscripción de parte del Sr. Presidente de la Nación y los gobernadores a un “Acuerdo de Lucha Integral contra el Narcotráfico”, como una suerte de contrato de responsabilidad a la que deben adherirse todas las fuerzas políticas del país. Por ejemplo, y a título personal, agregarle al Pacto de Mayo -o como se denomine el acuerdo al que se debe arribar- un punto 11, neurálgico, para la mejor gobernanza y seguridad de nuestro país.