Primero fue el verbo.
Y en el sentido bíblico (y científicamente también), el verbo no se descubre, está siempre en la mente y sólo cuando el lenguaje lo define se sabe lo que significa. Por eso lo que siempre domina la escena política son las ideas, que se activan ante el verbo.
Y hoy tenemos que reconocer que existe un logro de ideas y representaciones, muy implantadas en la mirada social y cultural de los argentinos, basado en un cúmulo confuso y falaz de propuestas impulsadas en apenas cinco años por un inédito dirigente libertario.
Por eso apoyan a quien hizo de esas ideas su plataforma de campaña. Y no importa, en esta realidad actual, si son falaces o mentirosas. Esas comprensiones provocaron una emocionalidad que se tradujo en votos y al presente tienen firme vigencia.
Esa variable política organizó un “movimiento”. Por eso no importó que Milei careciera de partido, lo que estaba ocurriendo es que se iba forjando un acontecer dominado por las acciones y por cierta actitud pasional de sus escasos dirigentes y sus pocos seguidores, pero que construían, a pasos vivaces, una identidad casi evangelizadora. Estaban forjando un movimiento. Nada menos.
Nosotros, los peronistas, “inventores” del movimientismo, no lo vimos. Nosotros, que tenemos un millón de textos que explican por qué “partido y movimiento no son los mismo”, no apreciamos esa distinción, y nos quedamos felices con el instrumento electoral y la herramienta jurídica. Total, “ellos ni partido tienen”.
Pero hay algo más grave. Seguimos sin verlo. Seguimos apelando a la cultura formal de la política, en lugar de meternos, con igual fogosidad, a ver cómo convocamos y conducimos nuevamente a millones de personas hacia objetivos concretos de su interés, que hacen a su bienestar y su futuro.
Eso es poner en marcha un movimiento. Mover, sacudir quietudes y modorras. Mover.
En 1945, Perón fue a elecciones con partidos prestados. Lo que garantizó la victoria fue ese movimiento que desde años atrás venía forjando en función de su influencia en la formación de la voluntad política luego manifestada en las urnas.
Néstor Kirchner en 2003 también priorizó su pensamiento en la búsqueda de identidades compartidas con diversos grupos sociales y culturales. El partido vino después.
El peronismo, en estos dos ejemplos, se animó a convencer a ciudadanos para que se movilicen y accionen alrededor de temas que les interesan y les preocupan. El movimiento, que es algo dinámico y que atraviesa la historia con cierta fuerza y no es perenne, como muchos peronistas creen, es la expresión de alguna lucha en pos de dominar el espacio político y obtener provechos por eso. Y su mayor rédito es ganar la conducción de un país.
Milei lo hizo. El movimiento, como organizador de ideas, no es tributario de ninguna ideología. Puede ser de izquierda, de derecha y de centro. Puede ser positivo y negativo.
Perón y Néstor Kirchner cabalgaron en las olas de la comprensión de las ideas dominantes de la sociedad, cada uno en su época. Por eso dominaron el discurso de su tiempo y el aparato instrumental partidario desde el movimiento, y no al revés.
Los movimientos surgen con variada finalidad, no todos son para ganar elecciones. Existen porque las sociedades tienen inquietudes y aspiraciones que no se reflejan en la vida política habitual, pero en verdad, cuando se asientan en la conciencia popular y se masifica su contenido, también ganan elecciones.
El Partido Justicialista se ha convertido en una organización que mantiene la presencia jurídica del peronismo formal, y no está mal eso, pero ya no se dedica a ser parte de movimientos.
Las formalidades no estimulan emociones o convocan a épicas. No ayudan a construir identidades y poner en la calle miles de nuevos misioneros. Tal vez eso hoy pase más por dirigencias silvestres, voluntades sociales, gente que comprenda el idioma que hoy se habla en la Argentina. Una lengua que puede no gustarnos por cierta modernidad y su desapego a lo que es nuestro bagaje histórico, pero que, si no la practicamos, nos quedamos mudos. Sin habla. Y, por cierto, no se aprecia que la gran mayoría de la dirigencia más importante y de los “famosos” de los últimos diez o doce años, estén en condiciones de llevarlo a cabo.
Y claro que los movimientos tienen liderazgos. Y ambos deben ser disonantes. Y atreverse a confrontar con los statu quo vigentes, muy distinto de lo de hoy, donde casi que el statu quo somos nosotros.
Y, contra la opinión de muchos amigos peronistas, creo que hubo movimientismo en aquellas propuestas, muchas logradas desde cierto progresismo (que es bueno que acompañe al peronismo, aunque puede criticarse que haya cubierto gran parte de su identidad en los últimos años), como las del aborto legal, el matrimonio igualitario, la jubilación de amas de casa, la democratización de la industria audiovisual, la defensa de los derechos de la mujer y otras variables de política pública que “movieron” adhesiones al peronismo.
La pregunta es por qué, si eso ocurrió y hubo mejoras en los espacios sociales, culturales y de género, hoy se puede destruirlo con cierta facilidad. La respuesta no está en la base peronista, sino en su dirigencia. Hacerse cargo es parte de sanar y mejorar.
Hoy el desafío no es sólo batallar la próxima elección, que igual tiene su importancia en términos de ganar poder institucional, sino quitarle al paleolibertarismo su ubicación en la preferencia ciudadana. Tenemos que discutir nada menos que la representación popular de la Nación.
¡Menuda tarea!