La Argentina in-trascendente

Vivimos una falta de trascendencia a causa de la tristeza, el egoísmo y la desesperanza de gran parte de la sociedad, y especialmente de los más jóvenes

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La Argentina atraviesa hoy una grave crisis de trascendencia: somos una sociedad carente de alegría, de empatía y de esperanza. En esta situación, una narrativa exclusivamente capitalista o economicista no hace más que ahondar esta crisis de sentido que atravesamos.

La humanidad de hoy está atravesada por el desconcierto, el miedo y el horror. El siglo XXI viene siendo hasta ahora, un escenario incesante de catástrofes y tragedias. Nos han azotado grandes guerras, grandes desastres, grandes crisis globales (tanto antropógenas como naturales). Guerras, terrorismo radical, pandemia, crisis económicas, crisis climática, crisis geopolíticas, y tanto más.… Los últimos 24 años han sido para la humanidad un desafío y a la vez un camino evidente de deterioro y caída del nivel de vida de las personas en general. Tenemos la sensación de estar peor.

Pero por otra parte el avance de la ciencia y la tecnología ha tenido un gran impacto en la vida cotidiana de prácticamente toda la humanidad: la masificación del acceso a internet y a la telefonía celular, las redes sociales, la blockchain y las criptomonedas, la inteligencia artificial, etc. Todo ello nos brinda nuevas e inauditas posibilidades. Y esto es particularmente evidente en estos tiempos en que podemos compararnos con nuestra vida antes de todo esto. Aún estamos viviendo en un tiempo en que con frecuencia se oyen: “En esa época no había internet, o no había celulares…”, lo que para los nativos digitales es inconcebible.

Vivimos una vida mucho más confortable que hace algunas décadas, pero no somos más felices. Estamos enemistados entre nosotros y con nosotros mismos.

En Argentina, en estos 24 años del presente siglo, hemos vivido toda esta situación de manera condensada y potenciada. La crisis del 2001, el empeoramiento vertiginoso y progresivo de la calidad de vida, la corrupción en las instituciones, los crecientes números de la pobreza… empezamos el siglo gritándoles a los políticos “queremos que se vayan todos” para finalmente hoy dar un batacazo en la historia política nacional llevando a la presidencia a Javier Milei, como si 24 años después, pero ahora a través de las urnas, la sociedad argentina en su conjunto reiterase y confirmase aquel grito de finales de 2001: “Que se vayan todos”.

El peor problema de la Argentina actual no es ni económico ni moral. Es la falta de trascendencia que vivimos a causa de la tristeza, el egoísmo y la desesperanza de gran parte de la sociedad, y especialmente de los más jóvenes. El cambio y la transformación social solo son posibles donde permanecen la alegría, la empatía y la esperanza. Sin éstas no hay trascendencia, y sin trascendencia no hay motor capaz de brindar transformaciones significativas ni en la propia vida ni en la de los demás.

Hablemos de la alegría. En la vida personal todos sabemos de qué se trata y como se vive la alegría. Y es que hasta las vidas más opacas y oscuras suelen verse al menos salpicadas por experiencias de alegría que se asemejan en algo al bienestar.

En el plano histórico-social en los últimos diez años los argentinos hemos vivido al menos dos momentos de fervor y gozo general. El 13 de marzo de 2013 cuando Jorge Bergoglio fue elegido Papa, un sentir de orgullo nacional nos sacó a las calles para festejar. La prueba de lo significativa que fue esa fecha es que todos nos acordamos dónde estábamos y qué hacíamos en el momento en que nos enteramos del notición. Pero el tiempo pasó y la alegría de entonces devino en desilusión y posterior polarización en torno a la figura del Papa argentino que pasó de ser causa de orgullo para todos a ser víctima y/o expresión de la grieta, según quien lo mire.

El otro acontecimiento es sin lugar a dudas la alegría más grande del pueblo argentino en lo que va del siglo XXI. Los festejos por la Copa Mundial de futbol el 18 de diciembre de 2022 y los días posteriores.

Festejos en el centro de
Festejos en el centro de Buenos aires luego de la victoria en la Copa del Mundo Qatar 2022 - (REUTERS/Cristina Sille)

¿Es posible explicar lo que nos pasó?, ¿se puede llegar a entender? Salimos a las calles, compartimos abrazos, llantos, y hasta hemos bebido “del pico” de la misma botella con personas desconocidas, saltando y cantando por las calles en medio de verdaderas multitudes. ¿Por qué nos alegramos así? Esa alegría zarpada, ¿deja huellas en nuestras vidas y en nuestra historia nacional? ¿Qué nos dejó hoy más de un año después? ¿Es posible encontrar más allá de la Selección Argentina alguna alegría que nos devuelva el deseo de una fiesta que sea para todos? ¿Por qué celebramos de esa manera? Quizás una de las posibles explicaciones es que encontramos y experimentamos una circunstancia que nos devolvió al menos por un tiempo la sensación de ser un nosotros sin más, y no un nosotros no como ustedes.

Y aquí llegamos a la noción de empatía. Ponerse en el lugar del otro es la actitud que permite creer en él y así crear una conciencia de identidad colectiva. Sin empatía no es posible constituir una identidad nacional. Preguntémonos entonces: ¿qué hace que un grupo de personas se transforme en un pueblo? En primer lugar un deseo de identidad común. Más allá de compartir origen espacio-temporal, ser un pueblo es sentirse unido a personas diferentes -que incluso vivieron en épocas diferentes- pero que se experimentan unidas entre sí con un vínculo social que los liga bajo un paraguas de pertenencia. Una historia común, un proyecto común. Nada de esto es posible sin empatía.

Una de las características de nuestro tiempo -y que se exacerba en los más jóvenes- es la tendencia al aislamiento y al egoísmo que llevan al individuo a centrarse sólo en sí mismo y por lo tanto en sus ideas, en sus opciones y en sus prioridades. El otro es alguien que llena mis redes, o que está ahí en mi celular por si lo necesito y que me da likes para confirmar lo que digo o pienso. Los otros no son el infierno, sino el auditorio del escenario que soy yo. No necesito saber qué piensan o qué les pasa, solo necesito que me aplaudan. O al menos que me den un like y me sigan.

Ponerse en el lugar del otro es hacer el esfuerzo hermenéutico de comprender la realidad desde la perspectiva de un otro, para poder poner en tensión mis propias miradas y opciones y hacerlas susceptibles de entrar en diálogo con miradas y opciones de los otros. La empatía en definitiva mejora la capacidad de conocer la realidad tal cual es, más allá de los propios sesgos cognitivos. La empatía nos abre y nos posibilita deconstruir los propios condicionamientos y salir de las limitaciones y prejuicios que obstruyen nuestra percepción de lo real.

Por último, la empatía es lo que da la posibilidad de vincularse realmente con alguien y no con la propia idea de ese alguien. Sin empatía no es posible un amor sano. De hecho el amor tóxico o enfermo no es otra cosa que una atracción afectiva no-empática hacia otra persona.

En Argentina hoy nos falta empatía. Existe la tentación constante de vincularnos anti-empáticamente con los demás. La empatía hace que nos aproximemos al otro abiertos a conocer y comprender su idiosincrasia. En nuestra sociedad solo nos acercamos a los otros desde el propio sesgo y desde allí percibimos y valoramos: que si kirchnerista, libertario, gorila, peronista, zurdo, planero, o lo que sea. No se ve al otro como alguien en sí, con una cosmovisión y perspectiva propia, sino sólo desde lo que es en relación a mis propias posturas o mi sistema de creencias.

Hablemos ahora de la esperanza. Santo Tomás de Aquino decía que el objeto de la esperanza es el bien arduo futuro posible. La esperanza se orienta hacia lo venidero, hacia lo posible que todavía no es. Gabriel Marcel sostenía que la esperanza es creer en la realidad en tanto portadora de futuro. Por lo tanto es en la trascendencia donde se realiza la esperanza. Es como decir que la raíz más profunda de una planta no se ancla en lo que está hundido bajo tierra sino que está en lo alto del sol que desde el cielo la ilumina y vivifica. La raíz más profunda de la esperanza se encuentra en lo trascendente, es decir más allá de la experiencia.

(Franco Fafasuli)
(Franco Fafasuli)

La esperanza no es la certeza de que algo va a salir bien, sino la íntima convicción de que ese algo tiene sentido y está bien que sea, independientemente de su resultado final. Esperanza y optimismo no son sinónimos.

La actual situación política y social que vivimos los argentinos desde el advenimiento de Javier Milei al gobierno refleja optimismo pero no esperanza. Hay en muchos una confianza optimista de que el resultado del proceso político actual va a ser bueno, y que en definitiva bastaría que cierren los números de la macroeconomía para que esa aspiración quede saldada. Pero eso no es esperanza. No es esperable que desde los discursos y las propuestas de los gobernantes, los políticos y de nuestra cultura en general crezca una comunidad sana, fraterna, solidaría, justa, con vínculos sociales profundos y constructivos. Se cree que alguna parte de la economía puede mejorar pero no se percibe la esperanza de estar encaminados a ser un pueblo mejor, desarrollado, más justo, más fraterno y más feliz.

Una sociedad donde falten la alegría, la empatía y la esperanza es una sociedad que carece de sentido de trascendencia. En este sentido podemos decir que vivimos en una Argentina in-trascendente, encerrados en nosotros mismos, sin espíritu de fiesta común más allá de la Selección, sin horizonte que nos haga creer y desear progresar como pueblo y no solo a nivel individual.

En esta situación la exacerbación de una narrativa capitalista agrava la crisis de sentido de la que hablamos. El capitalismo en materia comercial y productiva significa libre mercado, ahorro, inversión y acumulación de capital. Pero es mucho más que eso. En materia existencial, como filosofía de vida, entiende incluso la vida humana como un medio de producción. La fuerza motora del capitalismo es el crecimiento, la acumulación de bienes, que lo pone todo a su servicio incluso la dignidad humana si es necesario. Y cuando se vive en una lógica de la acumulación empieza a aparecer la violencia porque cuando más poderoso se siente el individuo más violencia ejerce. En el fondo el ajuste es ejercer violencia en pos de un eventual crecimiento.

La Argentina intrascendente necesita mucho más que un programa capitalista de ordenamiento macroeconómico. Necesita abrirse nuevamente a la trascendencia ontológica que tejió la urdimbre de la identidad nacional incluso desde antes de 1810. La trascendencia de sabernos parte de una Patria Grande que guarda en sí recursos naturales y humanos inimaginablemente valiosos que, puestos al servicio de todos, brindarán oportunidades y bienestar para la región y el mundo. Necesita volver al espíritu de los Padres de la Constitución que diseñaron una Nación abierta a todos los hombres del mundo que desearan habitar el suelo argentino. Argentina necesita la alegría festiva de vivir en una diversidad reconciliada y en paz.

El festejo de diciembre de 2022 nos hizo descubrir que pese a todo aún hay un rescoldo de trascendencia en nuestro pueblo. Quizás sea necesario poner más foco en la alegría del juego, en el compartir del deporte, en la belleza del arte y menos en la política y la economía que encierran en un dinamismo temático inmanente.

El desafío es recuperar como pueblo el espíritu de fiesta, de solidaridad y creer en el futuro. Eso es la trascendencia. Y trascendente es la fuerza del amor que une a las personas. Al fin, es la trascendencia la que hace posible la felicidad.

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