La instalación del busto del presidente Carlos Menem en la Casa Rosada es un acto de justicia. El Salón de Honor que cobija en mármol parte de la historia argentina no podía mantener en la oquedad al hombre que gobernó el país por una década. También sería justicia que se instalaran los bustos de María Estela Martínez de Perón y de Fernando de la Rúa, que faltan.
Las emocionadas palabras de Zulemita Menem, que en los años del gobierno de su papá ofició casi como primera dama luego del divorcio del presidente, marcaron el ambiente familiar que rodeó la ceremonia de la que participaron los invitados que ella misma eligió, entre los que se contaban ex ministros y funcionarios, amigos cercanos y familia directa del ex presidente, su hermano Eduardo, por ejemplo, que durante el menemismo cuidó las espaldas presidenciales como titular del Senado. Parte de la generación joven del clan Menem, descendientes del ex presidente, están integrados hoy al gobierno del presidente Javier Milei. Como siempre que se hace una lista, los más notorios son quienes quedan fuera de ella.
Los efusivos elogios del presidente hacia Menem -Milei es tan vehemente con los elogios como con los insultos- pertenecen al acervo emocional del mandatario y a su íntima certeza: se puede discutir si Menem fue o no el mejor presidente de los últimos cuarenta años, como dijo Milei, pero en todo caso esa es su convicción y la opinión es libre: para el presidente y para cualquier otro ciudadano, bueno es recordarlo.
Todo está muy bien y Menem merece los honores de todo otro primer mandatario de la democracia. Sin embargo, el deseo de consagrarlo poco menos que como al Thomas Jefferson de la Argentina, forma parte de la desmesura arrebatada que caracteriza la forma de hacer política en el país. Más allá de las emociones y los legítimos anhelos familiares, Menem no fue Jefferson. Y recordar sólo lo bueno de su gobierno no le hace justicia ni a él, ni a la historia.
Menem piloteó, a su manera, con sus métodos y su estilo, un barco que iba al garete en medio de una crisis económica que no tenía antecedentes y que sin embargo tuvo descendencia. La década menemista estuvo jalonada por cierta estabilidad económica y grandes escándalos de corrupción; el propio ex presidente fue condenado a siete años de cárcel por la venta ilegal de armas a Croacia y a Ecuador y, para eludir la prisión halló refugio hasta su muerte en los fueros que le daban su condición de senador.
El primero de los grandes escándalos que sacudió a su gobierno, en 1990 y a seis meses de asumir, desnudó un entramado de pedido de coimas a la empresa estadounidense Swift-Armour para instalar una planta frigorífica. La denuncia la lanzó el entonces embajador de Estados Unidos, Terence Todman, y provocó la renuncia del cuñado y asesor de Menem, Emir Yoma, y del entonces ministro de Economía, Antonio Erman González. Otro de sus ministros, Gustavo Béliz, tal vez con candor, renunció porque, dijo, estaba “rodeado de corruptos”. También fue durante el gobierno de Menem cuando se crearon empresas fantasmas para venderle al Estado guardapolvos de dudosa calidad y precio y leche adulterada, emprendimientos liderados por funcionarios del menemismo.
Las primeras valijas repletas de dinero, sospechado de dinero narco, pasaron por la Aduana de Ezeiza ante los ojos del jefe del organismo, Ibrahim al Ibrahim, que no hablaba español pero era el marido de la secretaria de Audiencias de Menem y su cuñada, Amira Yoma. La venta ilegal de armas a Ecuador favoreció la guerra entre dos países hermanos y perjudicó al contendiente de Ecuador, Perú, que había sido un generoso partícipe del lado argentino durante la guerra de Malvinas. En 1995, en Río III, Córdoba, estalló la Fábrica Militar de armas y explosivos, un hecho que según el fallo judicial estuvo destinado a cubrir y eliminar eventuales pruebas de aquel contrabando de armas, y en el que murieron siete personas y quedaron más de trescientas heridas, todas ajenas a la planta militar.
El país padeció dos enormes atentados terroristas islámicos, contra la Embajada de Israel en marzo de 1992, en el que murieron veintidós personas y contra la AMIA, en julio de 1994 con ochenta y cinco muertos, sin que el gobierno de Menem pudiera hacer algo por descubrir a sus autores y detenerlos. Por el contrario, se fraguó con complicidad judicial un falso apoyo local a los terroristas encarnado por una banda de policías de la bonaerense que, finalmente, terminaron todos absueltos en el juicio oral que se les siguió. Para acusar a los policías, el principal sospechoso del caso, que había tenido en su poder la camioneta usada como coche bomba hasta días antes del atentado, fue sobornado con dinero de la SIDE y gracias, entre otros aportes, al ímpetu verbal de una jueza de la Cámara Federal. El juez del caso AMIA fue destituido y las investigaciones de la Corte por el atentado contra la Embajada de Israel jamás llevaron a nada. Menem contó con una Corte suprema afín y leal con la mayoría de sus jueces, conocidos como “la mayoría automática”, inclinados a coincidir con los deseos del gobierno. El resto del apoyo judicial, un hecho de insólito peligro institucional, quedó registrado en una servilleta de restaurante en la que figuraban los nombres de los jueces federales que, se suponía, comulgaban con la Rosada. La revelación fue hecha por el ministro de Economía, Domingo Cavallo, uno de los ausentes en la ceremonia que honró a Menem, que dijo que fue el ministro entonces ministro del interior, Carlos Corach, quien anotó en el papel los nombres de los jueces federales “leales” al gobierno. Corach sí fue invitado por Zulemita, pero se excusó.
Fue durante el menemismo que varios funcionarios recibieron un sobresueldo con dinero que había sido derivado del presupuesto destinado a seguridad, cuando el PAMI fue conmovido por escándalos de corrupción y cuando otro millonario pedido de coimas puso en jaque a la empresa multinacional IBM, encargada de informatizar quinientas treinta y cinco sucursales del Banco Nación en todo el país. El acusado de haber pagado esos sobornos, Marcelo Cattáneo, apareció ahorcado a la vera del Río de la Plata, detrás de los pabellones de la Ciudad Universitaria: era hermano de un muy cercano colaborador del secretario general de la Presidencia, Alberto Kohan, que también fue invitado por Zulemita Menem. Las investigaciones dictaminaron el suicidio de Cattáneo. Pero, si lo fue, fue bien extraño: el muerto fue hallado vestido con ropa de gimnasia que al parecer no le pertenecía y con un recorte del diario La Nación sobre el escándalo IBM-Banco Nación metido en la boca.
Los extraños suicidios, gente zurda que aparecía suicidada con una pistola en la mano derecha, también jalonaron la presidencia de Menem. El menos sospechoso fue el del empresario de correos Alfredo Yabrán, sospechado de estar vinculado al asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas. Pero despertaron serias dudas, además del de Cattáneo los suicidios del brigadier Rodolfo Etchegoyen, titular de la Aduana, quien tenía su lupa puesta sobre la llamada “aduana paralela” y quien, días antes de su muerte, habría dicho a su familia que no estaba dispuesto a “transar con la droga”, y el del capitán de Navío Horacio Estrada, que se llevó a la tumba muchos secretos de la venta ilegal de armas a Ecuador y a Croacia.
Los asesinatos, o las muertes dudosas, también integran una larga lista de casos nunca aclarados, o aclarados medias, de funcionarios o empresarios ligados a la venta de armas, la aduana paralela y, en especial, a los testigos, peritos, ladronzuelos de poca monta, médicos, investigadores y hasta agentes de la SIDE ligados de alguna forma a la muerte, en marzo de 1995, del hijo del presidente, Carlos Saúl Facundo, hermano de la conmovida Zulemita durante el homenaje a su papá. Menem hijo murió al caer el helicóptero Bell 206 Jet Ranger que él mismo pilotaba entre Ramallo y San Nicolás, en el norte de la provincia de Buenos Aires. Menem, que abdicó en principio de la hipótesis de un atentado, admitiría años después, ya en su ocaso político, que su hijo había sido asesinado.
La política económica del gobierno de Menem, signada por la convertibilidad del peso, uno a uno con el dólar, instrumentada por el entonces ministro Cavallo, redujo la inflación y el déficit fiscal, pero derivó en un aumento la tasa de desempleo que pasó del 7,6 por ciento en 1989 al 14,3 por ciento diez años después, flanqueado por la privatización de las otrora grandes empresas nacionales como Aerolíneas Argentinas, ENTel, YPF, Gas del Estado, Segba, Hidronor, Banco Hipotecario Nacional, Altos Hornos Zapla, Encotel y Obras Sanitarias de la Nación, muchas de ellas orgullo del primer peronismo de los años 40. El “uno a uno” devino en una gigantesca crisis económica que no supo o no pudo enfrentar el gobierno de Fernando De la Rúa en 2001, terminó con su renuncia, con más de veintiocho muertos en todo el país, cinco de ellos cerca de la Casa Rosada, y con una devaluación del cuarenta por ciento decretada en enero de 2002 por el presidente Eduardo Duhalde, surgido de la Asamblea General. Según el Indec, durante el gobierno de Carlos Menem la cifra de pobres aumentó hasta llegar a casi trece millones de personas y el desempleo llegó al 17,5 por ciento.
Una cosa son los honores que usos y costumbres reservan a quienes ocuparon la presidencia de la Nación, más que por ellas mismas también por lo que representaron. Falsear la historia, o eludirla, para justificar esos honores, es otra muy distinta. Nadie nos pide tanto. De la combinación entre devoción y olvido, nunca nació nada bueno.