En la era de la información y la interconexión digital, la opinión pública ha potenciado su criticidad en la política y en el proceso de toma de decisiones gubernamentales, observando frecuentemente la prioridad de personas populares, sean celebridades, influencers o líderes carismáticos, sobre expertos, tanto para brindar sus consideraciones mediáticas como para ocupar cargos en la función pública. Pero esta sustitución del conocimiento y experticia por la popularidad y fama, si bien tiene sus beneficios políticos socava la percepción de credibilidad y legitimidad de las instituciones y del propio sistema.
Estudios seminales realizados por Paul Katz y Elihu Lazarsfeld, aunque también por Bernard Berelson y Hazel Gaudet, concluyeron que las opiniones de personas famosas tenían un efecto directo y significativo en la formación actitudinal de la población, incluso en cuestiones sobre las cuales carecían de conocimientos especializados. Adicionalmente percibieron la dificultad por parte del público, sobre todo el emocionalmente inseguro, para pensar críticamente y cuestionar la información debido a la sugestionabilidad originada por un alto grado de empatía con quienes son percibidos como representantes populares.
Este fenómeno social originó el modelo comunicacional “de dos pasos”, donde la influencia de los medios en la formación de opinión y actitudes públicas no es directa, sino mediada por figuras percibidas como líderes en algún ámbito popular, para que transmitan a la audiencia en general y a través de los medios de comunicación, ciertas ideas y opiniones adoptándolas como suyas. A estos efectos también se desarrollaron otros modelos como el denominado “aguja hipodérmica”, más directo entre el medio y la población; el “establecimiento de agenda” basado en el formato, repetición y extensión en el tratamiento del tema prescindiendo del líder de opinión; el “uso y gratificación” donde el medio se subordina a los deseos del público que sólo consume aquello que satisface sus demandas y necesidades; así como “el espiral del silencio” aprovechando el miedo al aislamiento social manifestando sus opiniones, intentando identificar las ideas para luego sumarse a la opinión mayoritaria o consensuada. Otro muy popularizado por la frase “el medio es el mensaje”, acuñada por Marshall McLuhan, señala la idea que el medio transmisor, debido a sus propias características y efectos únicos en la sociedad, tiene mayor impacto que el contenido del propio mensaje para su percepción.
A estos modelos, se adicionó la teoría de la persuasión por la cual el estímulo social de la credibilidad e identificación con el mensajero es tan importante como el contenido del mensaje mismo logrando influir en puntos de vista y actitudes. Razón por la cual muchos políticos y comunicadores se dedican a refinar características como carisma, empatía, belleza, sensualidad, habilidades comunicativas y actitudinales verbales y no verbales para optimizar la identificación social por el cual el público tiende a confiar y respaldar a aquellos con quienes se identifican o admiran, independientemente de su conocimiento sobre el tema en cuestión.
Todo ello, además, exacerbado por la economía de la atención, donde la viralización y el entretenimiento prevalecen sobre la precisión y la profundidad de la información, más una creciente degradación sociocultural y educativa poblacional.
Así, tal como describió Carlos Evertsz, la política devino en el reinado de los famosos provenientes del mundo del espectáculo, deporte e incluso del mundo delictivo. Y esto es porque la notoriedad tiene la capacidad de atraer la atención sobre audiencias masivas, mucho más que los especialistas, deviniendo en el predominio de las postulaciones castings, todo ello al margen de los verdaderos problemas y desafíos reales. Luego, la política basada en ideas para la gestión pública en favor del bien común fue sustituida por personajes que desempeñan un papel y donde la imagen reemplaza el mensaje, discurriendo la vida pública entre juegos de astucia, trampas, vanidades y vacuidades. Y la comunicación incluyendo el periodismo, fundado en la consecución de información valiosa originada de fuentes seguras y verificables, su análisis metodológico y erudito más su difusión, fue sustituido por vedetismos, opiniones infundadas, sesgadas, venales, sensacionalistas y efectistas.
Pero el éxito de estos modelos viciosos fue coadyuvado por un declive en la confianza del público hacia las instituciones y los expertos. Escándalos de corrupción, sesgos de confirmación más la ideologización y politización de la ciencia y disciplinas humanísticas han erosionado la confianza en la autoridad tradicional. En este contexto, las personas populares son percibidas como de mayor autenticidad y genuinidad que los expertos institucionales, haciéndolas más atractivas como referentes y orientadores.
Esta sustitución de la popularidad por la pericia condujo a la desinformación y confusión sobre temas científicos, políticos y sociales, difundiendo ideas erróneas y promoviendo narrativas engañosas pero que son ampliamente aceptadas. En los medios comunicacionales, dicha sustitución contribuye a la polarización y la fragmentación social, dado que las opiniones se basan en la identificación emocional y la intuición más que en la evidencia y el razonamiento, promoviendo opiniones extremas o simplistas profundizando las divisiones ideológicas y dificultando el diálogo constructivo entre diferentes grupos sociales. En términos políticos, aquella sustitución conduce a la adopción de decisiones irresponsables o populistas que no están respaldadas por análisis rigurosos o consideraciones a largo plazo ni orientadas por directrices axiológicas hacia el bien común, como sucede frecuentemente a nivel nacional e internacional. Sus consecuencias negativas no se reducen a la ineficiencia en la gestión o la multiplicación del gasto público para suplir la deficiencia en conocimientos, sino que repercute en la gobernabilidad, la estabilidad económica, confianza institucional y el bienestar social en general, menospreciando el conocimiento y alimentando la percepción de arbitrariedad decisoria o sesgo por intereses particulares, cuando no la propagación de teorías conspirativas.
Por todo ello, tanto los medios comunicacionales como el ámbito político que los habita para persuadir y legitimar sus acciones ante la ciudadanía no pueden escindirse de las consideraciones éticas cruciales, más aún cuando la confianza en la política y la clase dirigencial es la históricamente más baja, no estando muy lejos los medios de comunicación.
Si bien la popularidad puede tener un rol legítimo en la esfera pública, resulta importante encontrar un equilibrio con los expertos, para garantizar la legitimidad, credibilidad y excelencia en gestión basada en la autoridad del conocimiento y bajo directrices éticas. En este sentido, la transparencia, veracidad y honestidad son principios éticos fundamentales en la comunicación tanto de los medios como de los funcionarios, porque allí se asienta la actuación de los poderes públicos en una sociedad democrática, debiendo los ciudadanos poder confiar en sus representantes y comunicadores. Más allá del derecho ciudadano a recibir información precisa y completa sobre las acciones y políticas de sus representantes, como señalan García-Galera y Martínez-Sanz, son los propios funcionarios públicos y comunicadores quienes tienen la responsabilidad de proporcionar información veraz y evitar su manipulación con fines ideológicos, políticos o partidarios. Esto implica, entre otras cuestiones, no ocultar información relevante ni decir medias verdades manipulando la percepción pública, evitar discursos de odio, así como las comparaciones indebidas o alusiones que banalizan tragedias únicas en la humanidad. Todo ello demuestra incompetencia e ignorancia, alimentando además conflictos sociales.
Por último y para su concreta efectividad, debería implementarse un ágil sistema de rendición de cuentas y penalidades donde el medio comunicacional como el político asuman la responsabilidad por la desinformación y manipulación de la realidad, declaraciones deliberadamente sesgadas, prejuiciosas o estereotipadas, fomentando así la reflexión previa y mejora continua, para restaurar la credibilidad de la ciudadanía en las instituciones democráticas.