Nací en enero de 1968. El Estado de Israel era ya una realidad consolidada casi dos décadas antes. Crecí disfrutando con naturalidad de la existencia del único estado judío del mundo, un pequeño punto en el mapa del Medio Oriente. “Más chico que la provincia de Tucumán”, repetían las maestras en la escuela. Para muchos un destino exótico, para mí un lugar al que volví incontables veces.
Es innegable que los judíos del mundo tenemos un vínculo particular con esa tierra, una relación milenaria con la que fue la tierra de nuestros antepasados, y a la que por siglos anhelamos regresar.
Fue allí donde el rey David construyó la ciudad de Jerusalem, donde los macabeos dieron la batalla por la independencia. Pero el Imperio Romano invadió esa tierra, destruyó el templo de Jerusalem y llevó forzados a los judíos al exilio. Los designios del tiempo y las migraciones -muchas forzosas, otras no tanto- nos llevaron a establecernos en distintos puntos del globo, a desarrollarnos, enamorarnos, formar familias. Pero no sin el recuerdo permanente, en los rezos, las tradiciones, una foto de aquellas ciudades bíblicas. El poeta alemán Heinrich Heine dijo que los judíos cuando dejaron la tierra de Israel llevaron consigo la Biblia como una patria portátil. Sin dudas, recordando la nostalgia e inspirando el retorno. Y desde 1948, ese regreso -porque en este recorrido hasta la primera visita es en cierta forma una vuelta- se convirtió en una posibilidad más concreta, tangible. Para algunos, obvia.
El pasado 7 de octubre, esa naturalidad con la que siempre viví la existencia del Estado de Israel empezó a romperse. Lo hizo, primero, con las imágenes del atroz ataque de Hamás. Miles de terroristas perpetrando el peor ataque en la historia de Israel, la mayor matanza de judíos desde el Holocausto.
Los ataques en suelo israelí marcaron el primer quiebre, pero no el último. Le siguieron marchas, carteles, tomas universitarias. Al ritmo de “desde el Río hasta el Mar, Palestina será libre” la naturalidad con la que siempre vivimos la existencia de Israel se terminó de romper. No se trata de una mirada fatalista hacia un futuro incierto, sino de la noción de un mundo posible, o hasta deseable, en el imaginario de ciertas minorías. Del recordatorio de aquel mundo relegado a los libros de historia, donde la existencia de un estado judío lejos estaba de ser una obviedad. Y donde la declaración de su independencia un 14 de mayo de 1948, fue una verdadera fiesta.
Hoy se cumplen 76 años de aquel día. Sin embargo, no es fiesta, no podemos festejar. No podemos festejar cuando sabemos que aún quedan 132 personas secuestradas en manos de Hamás desde aquél fatídico sábado de octubre. No podemos festejar cuando en diversos rincones del mundo el odio se escucha cada vez más fuerte. No podemos festejar cuando para muchos, la existencia del Estado de Israel no es una obviedad.
Y aunque este Iom Haatzmaut -Día de la Independencia, en hebreo- no es una fiesta, su valor es más importante que nunca. Es reafirmar el innegable derecho del Estado de Israel a existir y ejercer su soberanía, de proteger a sus ciudadanos de los continuos ataques terroristas de agrupaciones como Hamás y Hezbolláh. Y es, también, reivindicar todas las cualidades que han caracterizado al Estado de Israel desde su fundación: su resiliencia, su diversidad, su democracia, su prosperidad y hasta su espiritualidad. Su pasado, su presente y ante todo, su futuro. Porque entre tanta incertidumbre, de una sola cosa podemos estar seguros, pese a quien le pese: estos son apenas los primeros 76 años. Ojalá el próximo año podamos festejar, con todos los rehenes libres, con la guerra finalizada y en paz con todos los vecinos. Que así sea.