Un indudable signo positivo del gobierno de Javier Milei en lo que va de su mandato, tiene que ver con el intento decidido de terminar con la situación de anomia e impunidad que desde hace largo tiempo impera en las calles de la Argentina. Milei ha decidido confrontar con lo que podría denominarse la “cultura del piquete”, fenómeno de una singularidad sin parangón en el mundo, por la que grupos más o menos organizados toman sistemáticamente el control de las vías públicas, sea por impericia o complicidad del Estado.
Las estadísticas son palmarias y dan cuenta de la magnitud del descalabro social y económico que ha implicado esta problemática. De acuerdo a datos exclusivos de Diagnóstico Político, en los últimos quince años se realizaron más de 85.000 piquetes en todo el país, con una nota alarmante: 2022 y 2023 fueron los dos años con más cortes desde que hay registro (9.778 y 8.239, respectivamente). Esta escalada se produjo en indudable conexión con la profundización de la crisis socioeconómica y la expansión de las organizaciones sociales durante el gobierno de Alberto Fernández.
No llamó la atención, entonces, que durante el pasado proceso electoral este tema adquiriera notable protagonismo. A tal punto que fue uno de los tópicos de campaña más recurrentes de dos de las tres fuerzas políticas que compitieron con chances por llegar a la presidencia. Tanto el actual presidente como la entonces candidata de Juntos y hoy ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, explicitaron posturas de una contundencia sin precedentes hacia el accionar piquetero. “La ciudad es tierra de nadie. Conmigo esto se acaba”, sostuvo la actual ministra en julio de 2023. Unos meses antes, Milei ya había señalado que “los piqueteros que corten, van presos”.
Un abordaje nuevo, frente a un hartazgo generalizado
Claramente, esta recurrencia al problema del caos en las calles no sólo expresaba la sintonía natural de dichos candidatos con ejes discursivos propios de sectores que pueden denominarse “duros”, “halcones” o ideológicamente de derecha. Fundamentalmente, cristalizaron el hartazgo de una parte significativa de la sociedad ante un proceso de degradación del Estado de Derecho y del concepto de autoridad, asociable claramente a la concepción política kirchnerista predominante las últimas dos décadas. Dicho sea de paso, visión degradada que se manifestó también en otras numerosas acciones promovidas o legitimadas desde ese sector político, como por ejemplo las tomas de tierras públicas y privadas, las usurpaciones perpetradas por grupos autodenominados mapuches en el sur, o la liberación masiva de presos durante la pandemia.
La desconexión entre esa situación imperante y la posición mayoritaria de la ciudadanía ya había quedado expuesta en distintas encuestas de opinión. Un estudio de Pulsar (UBA) de mayo de 2023 reflejaba que un 73% está a favor de dar mayor poder a la policía. Otro informe, de UADE-Voices, de diciembre pasado, muestra que un 70% está en contra de los piquetes.
Ese mandato de recuperar un cierto orden público, ratificado con contundencia en las urnas, fue planteado desde un inicio del gobierno de La Libertad Avanza, como uno de sus pilares. “Dentro de la ley todo, fuera de la ley nada”, sostuvo el presidente en su discurso de asunción. Para validar tal enunciado, el 15 de diciembre el gobierno estableció, mediante la Resolución 943/2023, un “Protocolo para el mantenimiento del orden público ante el corte de vías de circulación”, más conocido como protocolo antipiquetes.
Cambio de paradigma: avances, límites y obstáculos
El protocolo básicamente estableció que “las fuerzas policiales y de seguridad federales intervendrán frente a impedimentos al tránsito de personas o medios de transporte, cortes parciales o totales de rutas nacionales y otras vías de circulación sujetas a la jurisdicción federal”, la intervención también podrá ser en territorios provinciales y sin que medie orden judicial.
La norma no deja lugar a dudas, respecto a considerar al corte de calle como una acción delictiva, razón por la cual debe ser impedida –con la fuerza mínima necesaria- hasta dejarse liberado el espacio de circulación.
Más allá de tan drástico viraje de interpretación respecto a la gravedad que conlleva impedir el libre tránsito de personas –aunque suene disparatado, no debe olvidarse que los gobiernos kirchneristas legitimaron los piquetes e institucionalizaron a las organizaciones piqueteras-, cabe preguntarse: ¿Cuán efectiva fue la aplicación del protocolo en estos meses de vigencia? ¿Logró garantizarse un razonable orden en las calles?
Sin minimizar el muy positivo hecho de haber instalado el tema como prioritario y sin especulación electoral, probablemente el mayor logro hasta el momento haya sido mostrar, en la práctica, una firme voluntad política de hacer cumplir la ley. En ese sentido, en las ya varias situaciones que se sucedieron en lo que va del año e implicaron movilizaciones de organizaciones piqueteras y sindicales, el gobierno actuó con decisión en tratar de impedir que los piquetes se consumaran. Para ello, puso la mayor cantidad de recursos de seguridad disponibles y buscó coordinación con los distritos subnacionales, sobre todo en el caso de la CABA, donde se suelen concentrarse los piquetes de mayor masividad y resonancia, por razones obvias.
Ha sido evidente también un accionar más preparado, profesional y efectivo de las fuerzas del orden para lograr despejar avenidas y accesos, evitando se produzcan desmanes significativos o violencia desproporcionada. A su vez, esa presencia policial permitió prevenir y desincentivar la consumación de otros potenciales piquetes. En ello, debe decirse que también tuvieron que ver determinadas clausulas disuasorias incluidas en el protocolo, como las dirigidas a identificar los vehículos que transportaren a los piqueteros, o la posibilidad de demandarlos por el costo de los operativos. Y, asimismo, medidas complementarias que tuvieron un efecto indudable, como la quita de planes sociales a quienes participen en cortes en la vía pública.
Todo lo antedicho incidió, hasta el momento, en una reducción significativa de los piquetes en puntos neurálgicos, como el Puente Pueyrredón o la traza del Metrobus de la 9 de julio. Sin embargo, estos evidentes avances están todavía lejos de representar una normalización de la protesta social en las calles, ni configuran una tendencia concluyente, por razones diversas.
Un escenario de múltiples conflictos latentes
En primer lugar, cabe destacar por el carácter prematuro e insuficientemente demostrativo del análisis, con apenas cuatro meses de gobierno transcurridos.
Por otro lado, la cantidad total de piquetes registrados en lo que va de 2024 sigue siendo abrumadora. Sólo en abril hubo 643 cortes en todo el país. Y aquí cabe puntualizar que, si bien se observa un descenso con respecto a los primeros meses de 2023, tal disminución se explica fundamentalmente por la drástica caída de los cortes en CABA (del orden del 50%). Por otra parte, los piquetes acumulan tres meses de subas consecutivas desde enero a la fecha.
Asimismo, es una certeza que este nuevo encuadre sobre el orden público deberá confrontar inevitablemente con instancias de mayor complejidad. Más allá del dramático trasfondo socioeconómico heredado, el rumbo general adoptado por el gobierno de Milei, y su misma naturaleza ideológica, suponen una afrenta continua para buena parte de los sectores políticos y sociales con mayor propensión a movilizarse. No hay dudas que el kirchnerismo y la izquierda, las principales organizaciones sociales y de DDHH, algunos sindicatos y grupos de trabajadores estatales, movimientos estudiantiles y otras corporaciones, están a la expectativa de situaciones propicias para tensionar las calles.
Como demostró la multitudinaria marcha realizada este 24 de abril, el protocolo antipiquetes no es aplicable en determinadas circunstancias. La masividad es un limitante claro, que aplica aquí y en cualquier parte del mundo, por motivos de factibilidad espacial. Al mismo tiempo, el gobierno comienza a exhibir cierto doble estándar en la aplicación, según quien corta y por qué lo hace. Esto ha sido notable, no sólo en el caso de los estudiantes, sino también en recientes piquetes vecinales en calles de la Ciudad de Buenos Aires o la Autopista Panamericana.
A su vez, las diferencias de visión entre el gobierno y algunas jurisdicciones políticamente antagónicas -como por ejemplo la provincia de Buenos Aires- constituyen una barrera práctica que plantea, como mínimo, una coordinación dificultosa en los operativos.
También agrega un elemento de complicación a la aplicación del protocolo la recurrente presencia de niños en las marchas con cortes que realizan las organizaciones sociales. Algo que el gobierno de alguna manera logró reducir a partir del recorte de planes a quienes marchen con niños.
El riesgo latente del desborde social
Pero los obstáculos más problemáticos podrían suscitarse ante una hipotética situación de reacciones violentas de grupos numerosos de manifestantes, con la consecuente respuesta policial que podría derivar en una represión dura, y con eventuales víctimas. Ese riesgo estará siempre latente.
Este escenario potencial, tan dramático desde el punto de vista de la sensibilidad pública, y que para los últimos gobiernos fue una premisa evitarlo a toda costa, podría suponer para el actual oficialismo una prueba de fuego que debe ser asumida, un costo que se debe estar dispuesto a pagar.
Como en su reivindicación del ajuste fiscal y otros temas que en las últimas décadas fueron “políticamente incorrectos”, el gobierno de LLA viene haciendo de la autenticidad una bandera, aún a costa de debilitar su posición política en el corto plazo. Y aunque sea una incógnita la reacción que podría tener la pendular opinión pública argentina ante imágenes de caos y represión, una amplia posición mayoritaria de la ciudadanía le estaría dando un apoyo consistente a la postura de orden que promueve el gobierno. Así lo refleja una reciente encuesta de Demos Consulting en la ciudad de Buenos Aires, en la que más de un 60% señalaron estar de acuerdo con el protocolo antipiquetes.
Los próximos meses, en los cuales la conflictividad seguramente escalará dado el contexto político y socioeconómico, pondrán a prueba lo que se ha constituido como uno de los pilares de la nueva era política de Javier Milei.