La familia al poder y por qué no debemos olvidar a Mariano Moreno

El famoso “Decreto de Supresión de honores” estuvo lejos de ser un faro guía para algunos políticos y “clanes” que gobernaron la Argentina

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Moreno redactó el “Decreto de supresión de honores” para eliminar privilegios y mantener la igualdad de los miembros del gobierno con el resto de los ciudadanos
Moreno redactó el “Decreto de supresión de honores” para eliminar privilegios y mantener la igualdad de los miembros del gobierno con el resto de los ciudadanos

El tipo estaba borracho. Eso no lo justifica, pero ratifica aquello de que el vino hace decir cosas que el hombre se calla. Se llamaba Atanasio Duarte y era capitán de Húsares. El 5 de diciembre de 1810, hace doscientos trece años y con esta nación bien en pañales, Duarte se alzó de su mesa y propuso un brindis. La fiesta, militar y política, organizada por los Patricios, celebraba el triunfo del 7 de noviembre de las tropas de Antonio González Balcarce en la batalla de Suipacha. Bien encopetado, Duarte propuso brindar “por el primer rey y emperador de América, don Cornelio Saavedra”. Hay que tener coraje.

El brindis despertó la ira de Mariano Moreno, que quería fundar una nación. Saavedra, presidente de la Primera Junta, coqueteaba con una independencia sui géneris, hasta que Napoleón se decidiera a liberar al rey de España, Fernando VII. Después, vamos viendo. Moreno redactó entonces el famoso “Decreto de supresión de honores”, que eliminaba privilegios, mantenía la igualdad de los miembros del gobierno con el resto de los ciudadanos e instaba a mantener “el sagrado dogma de la igualdad”. Y decretó el destierro de Duarte con el argumento que afirmaba que “ningún habitante de Buenos Aires, ni ebrio, ni dormido, debe tener expresiones contra la libertad de su país”.

A Moreno no sólo hay que recordarlo; conviene escucharlo de vez en vez. Como fuere, y esto es una pena, algo de aquel espíritu monárquico del borrachín Duarte pegó hondo en el espíritu de los argentinos por venir. El deseo de los gobernantes de eternizarse en el poder es un ejemplo de aquel espíritu regio que proclamaba “después de mí, el diluvio”. El otro rasgo monárquico que enturbia el espíritu republicano, es la inclinación de nuestros gobernantes de hacerlo al amparo, consejo, guía e influencia de su familia, como si la democracia precisara de la dudosa infalibilidad de una realeza ya anacrónica y siempre falible.

Juan Domingo Perón y Evita
Juan Domingo Perón y Evita

El fenómeno nació en la segunda mitad del siglo XX. Quien inauguró la tendencia fue Juan Perón. Su llegada al poder en 1946 estuvo signada por la potente presencia de su segunda esposa, Eva Duarte. Es verdad que Evita, como de inmediato la bautizó todo el peronismo, cumplió una obra monumental de gobierno, o casi de gobierno, sin haber ocupado nunca un cargo público y sin haber sido elegida nunca por el voto popular, pero su gestión fue casi la de una cogobernante, consagrada a Perón, como tantas veces lo proclamó en sus fervorosos discursos.

Hasta entonces, las primeras damas eran sólo acompañantes de sus maridos. Desde María Saturnina Bárbara de Otálora y Ribero, que era la mujer de Saavedra a quien, además, aquella noche nefasta, Duarte le entregó una corona de azúcar que decoraba una torta, hasta Encarnación Ezcurra de Rosas, que pesó lo suyo en el gobierno de su marido, pasando por Juana del Pino, la mujer de Rivadavia que fue, en términos legales, la primera-primera dama del país, e incluso hasta Regina Paccini de Alvear, una cantante lírica portuguesa bastante buena, que dejó todo para estar junto a su esposo presidente y, de paso, fundó la Casa del Teatro porque nunca dijo adiós del todo al mundo del espectáculo.

Eva Perón rompió todos los moldes. Su oratoria encendida, guerrera y ardorosa talló las aristas filosas del peronismo, profundizó si se quiere una grieta a la que la sociedad argentina fue siempre tan afín y que viene desde mucho antes de Lavalle y Dorrego, y tiñó su breve paso de apenas siete años por la historia política del país de una épica que reflejó muchas de las decisiones de gobierno de Perón. Su intención de integrar una fórmula conjunta, Perón-Perón, para las elecciones de 1951, fue clausurada por presiones militares y, en menor medida, por la enfermedad que ya carcomía su vida joven. Si hubo una “Jefa” temprana en la Casa de Gobierno fue Evita, a quien los suyos consagraron como Jefa Espiritual de la Nación. Su muerte joven la hizo leyenda. Y su legado condicionó de alguna forma el accionar de todas las primeras damas que iban a sucederla.

Frondizi y el Che Guevara mantuvieron un encuentro en Buenos Aires en 1961
Frondizi y el Che Guevara mantuvieron un encuentro en Buenos Aires en 1961

La discreción, la cautela y hasta el recato ciñeron la vida pública de las primeras damas de los gobiernos democráticos que siguieron al de Perón. Elena Faggionato de Frondizi fue un modelo de mesura. Además de participar en contadas ceremonias oficiales, la historia la recuerda por haber invitado con un buen bife al Che Guevara, el día en el que el Che se entrevistó con Frondizi en la quinta de Olivos, durante su visita secreta al país en agosto de 1961 y cuando ya era ministro de la todavía lozana Revolución Cubana liderada por Fidel Castro.

La misma austera discreción marcó el paso de Purificación Areal durante los agitados diecinueve meses que su marido, José María Guido, pasó entre marzo de 1962 y octubre de 1963 como presidente provisional, luego del derrocamiento de Frondizi. Fue el de Guido un gobierno breve condicionado por las Fuerzas Armadas y sus sangrientos enfrentamientos internos. Y entre 1963 y 1966, Silvia Martorell de Illia también pasó casi inadvertida como primera dama. Luego de la conquista del voto femenino, había sido secretaria del radicalismo en Cruz del Eje, ciudad cordobesa donde se había casado con el futuro presidente. Ese fue su único y breve paso por la política. Por lo demás, prefirió ser la enfermera en el consultorio médico de su esposo y acompañarlo en su camino a la presidencia, que Illia asumió en octubre de 1963. Dos años después, el periodismo que buscaba el derrocamiento de Illia, en especial la revista “Primera Plana” que dirigía Jacobo Timerman, la reporteó porque pensó que la sencillez de sus respuestas la dejaría en ridículo, y que ese ridículo iba a socavar en parte los cimientos del gobierno. Illia fue derrocado diez meses después por la dictadura que llevó al poder al general Juan Carlos Onganía.

La fórmula Perón-Perón que llegó al gobierno en 1973
La fórmula Perón-Perón que llegó al gobierno en 1973

De nuevo fue Perón quien, en 1973, impuso por fin la fórmula Perón-Perón, que lo llevó a su tercera presidencia junto a su tercera esposa, María Estela Martínez. Fue la primera pareja presidencial que ocupó, reyes sin corona, los más altos cargos de la Nación. Perón proclamó que el único heredero que dejaba era su pueblo, pero fue Isabel quien heredó su gobierno, inepto, desmañado, incapaz de domar aquel potro salvaje que era la violenta Argentina de aquellos años, jaqueada además por una gigantesca crisis económica y por un poder militar que había empezado a conspirar casi al minuto siguiente de la muerte de Perón y de la asunción de su viuda.

La familia también ocupó un rol importante, aunque en paso de comedia, bajo la presidencia de Carlos Menem. Su relación conflictiva con su mujer, Zulema Yoma, terminó con su expulsión de la Quinta de Olivos, un episodio que no desdeñó algo de ímpetu fogoso en el operativo que llevó adelante el entonces jefe de la Casa Militar, brigadier Andrés Antonietti. Fue después de varias zancadillas matrimoniales: en una de ellas, Zulema se quedó con el bastón presidencial que Menem debía lucir en una ceremonia pública y hubo que recurrir al museo de la Casa de Gobierno para conseguir un sustituto.

Hasta su muerte trágica el 15 de marzo de 1995, el hijo del presidente, Carlos Saúl Facundo, descolló a su modo en la vida social de entonces: piloto de automovilismo, habitué de la noche y el espectáculo, protagonista de algún escandalete inofensivo o de alguna agresión no inofensiva a periodistas y, en sus últimos tiempos “asesor presidencial”, el joven Menem murió cuando cayó el helicóptero que pilotaba, en un hecho que primero se presentó como accidente pero que luego vistió el ropaje de un atentado nunca aclarado. Su padre admitió años después estar convencido de que su hijo había sido asesinado.

Zulema Yoma y Carlos Menem en 1989, año de la llegada del riojano a la Casa Rosada (foto Bill Cross/Daily Mail/Shutterstock)
Zulema Yoma y Carlos Menem en 1989, año de la llegada del riojano a la Casa Rosada (foto Bill Cross/Daily Mail/Shutterstock)

Tras su divorcio, Menem eligió como primera dama virtual a su hija Zulema, que lo acompañó en varias giras por el exterior, en una reafirmación del poder familiar que, si se quiere, no desdeñaba incluso cierto apego al clan tribal: los Menem, incluido un hermano, Munir, embajador en Siria, los Yoma y hasta quien fuera el médico personal del presidente, Alejandro Tfeli, tenían sus ancestros en Damasco y en el pueblo de Yabrud, a ochenta kilómetros de la capital siria. En sus años como presidente, Menem tuvo las espaldas custodiadas en el Congreso por su hermano Eduardo, presidente provisional del Senado y titular de la Convención Constituyente que reformó la Constitución en 1994.

El clan Menem ha extendido sus ramas hasta hoy y hacia el gobierno de Javier Milei: Martín Menem, hijo de Eduardo y sobrino del ex presidente, es titular de la Cámara de Diputados y sigue, o dice seguir, los consejos de su padre que conoce los vericuetos del Congreso y el derecho constitucional como nadie. Eduardo “Lule” Menem, hijo de un primo del ex presidente es hoy subsecretario de Gestión Institucional de la Secretaría General de la Presidencia, en manos de Karina Milei, hermana del actual presidente.

De la Rúa acompañado por su esposa Inés Pertiné, el día de su asunción como presidente (foto Télam)
De la Rúa acompañado por su esposa Inés Pertiné, el día de su asunción como presidente (foto Télam)

Los De la Rúa formaron otro clan. No de la dimensión del de Yabrud, pero clan al fin. Durante su gestión entre 1999 y 2001, el ex presidente estuvo flanqueado por dos de sus tres hijos, Antonio, “Antoñito” y Fernando “Aíto”. Antonio tuvo decisiva participación en la redacción del discurso que selló la suerte del entonces presidente. Fue el 19 de diciembre de 2001 cuando, con el hasta entonces inédito “corralito”, los depósitos congelados, el país en llamas y muertos en las calles, De la Rúa declaró el estado de sitio. Por alguna razón, el ex presidente, aun ya retirado de la vida política y hasta su muerte, se empeñó siempre en negar la participación de su hijo en la redacción de aquel discurso aciago. Pero varios testigos de aquel fatídico día en Casa de Gobierno, entre ellos la entonces senadora Amanda Isidori, revelaron que el impetuoso Antoñito leyó las páginas que iba a leer su padre ante las cámaras de ATC, tomó una lapicera, tachó, corrigió, enmendó, sobrescribió y le dijo: “Tenés que leer esto”. Al día siguiente el presidente renunció y, el 21, volvió a la Casa de Gobierno, recibió al ex presidente del Gobierno español, el socialista Felipe Gonzáles y se fue, se hundió en la historia, después de revelar que había derogado el desdichado decreto del 19.

El clan De la Rúa también contempló la figura del cuñado del presidente, el contralmirante Basilio Pertiné, hermano de Inés, la mujer de De la Rúa. El marino retirado, que había sido jefe de la Aviación Naval, sonó en los primeros días del gobierno de la Alianza como jefe de los espías en la entonces SIDE, para suceder a Hugo Anzorreguy, el hombre de confianza de Carlos Menem. Su eventual designación fue bloqueada por el partido que había llevado a De la Rúa a la presidencia, el FREPASO, y por los propios radicales.

De la Rúa junto a su hijo Antonio y Darío Lopérfido
De la Rúa junto a su hijo Antonio y Darío Lopérfido

“Antoñito” De la Rúa integró el llamado “Grupo Sushi”, círculo de confianza del presidente y usina generadora de ideas, o al menos eso se suponía. Entre otros, lo integraban Darío Lopérfido, que fue secretario de Cultura de De la Rúa, Andrés Delich, ministro de Educación, Lautaro García Batallán, viceministro del Interior, Darío Richarte, número dos de la Side y Hernán Lombardi, hoy diputado del PRO ligado al gobierno de Milei y, durante el gobierno de Mauricio Macri, titular del Sistema Federal de Medios y Contenidos Públicos. Lo de “Grupo Sushi” llegó a modo de desdeñoso sambenito que les endilgó la oposición peronista, dadas las preferencias gastronómicas de sus miembros, y a modo de contracara del despectivo “Pizza con champagne” con el que la oposición peronista había retratado, también con apego a la gastronomía, a las figuras más relevantes del menemismo y a sus épicas tenidas en Olivos y en Casa de Gobierno.

La llegada al gobierno de Néstor Kirchner en 2003 volvió a imponer la tendencia argentina a imaginar una “Casa Real” encargada del gobierno; una especie de realeza sin sangre azul, sin heráldica y sin ancestros reales, pero con las prerrogativas similares a las de las casas reinantes europeas, las que quedan, que tan bien había imaginado el no tan ingenuo Atanasio Duarte en 1810.

El matrimonio de Néstor y Cristina Fernández pensó en una larga presidencia alternativa de la pareja, Néstor-Cristina-Néstor-Cristina y de allí a la eternidad, que frustró la temprana muerte del ex presidente en 2010. A esa figura extraña de matrimonio reinante, se sumó por primera vez la de un eventual heredero de sangre, Máximo Kirchner, una alternativa que no pasó por la cabeza ni de Carlos Menem hijo, ni por la de los efusivos retoños del ex presidente De la Rúa.

El matrimonio Kirchner (Foto NA/Marcelo Capece)
El matrimonio Kirchner (Foto NA/Marcelo Capece)

Finalmente, los Kirchner gobernaron los dieciséis años planificados en 2003, con el interregno de cuatro años que deparó la presidencia de Mauricio Macri. En el último tramo del kirchnerato, fue un delfín de la casa real quien ocupó el trono en que parece haberse convertido el que fuera sillón de Rivadavia. El resultado del accionar del delfín no fue, ni por mucho, el imaginado por sus mandantes, algo que también ha sucedido en las mejores monarquías.

Por último, el hoy presidente Javier Milei también recurrió a su familia, la más cercana, para llevar adelante su gobierno. La hermana de Milei, Karina, actual secretaria general de la presidencia, lleva las riendas políticas de la gestión de su hermano quien muchas veces ha remitido las dudas partidarias y hasta cierto planteo político estratégico a un simple: “Hablen con Karina”. Milei no duda en llamar a su hermana, desde los tiempos que parecen ya tan lejanos de la campaña electoral, “El Jefe”. De modo que ese sustantivo adjetivado, con la debida discordancia en el género, rememora de alguna forma a aquella “Jefa”, espiritual pero jefa al fin, que fue Eva Perón.

Los hermanos Milei. Javier y Karina, "El Jefe" (foto Reuters/Agustin Marcarian)
Los hermanos Milei. Javier y Karina, "El Jefe" (foto Reuters/Agustin Marcarian)

“El Jefe” es hoy más temida que amada o respetada. En nombre de su hermano presidente pero en uso de su criterio propio nombra, desnombra, digita, señala, hace abdicar, expulsa, reúne, urde, proyecta, maquina, planea y dicta con las facultades de un primer ministro de cualquier monarquía parlamentaria europea, mientras el Presidente llama casta o ratitas al Parlamento e impulsa consagrar su deseo de gobernar por decretos, serían equivalentes a decretos reales, o lo que en Europa se llamó alguna vez “Ley de Autorización”. Nada es hoy demasiado diferente a los anteriores ejemplos de gobierno familiar, de clan, de camarilla o de simpática tribu, que jalonan la historia casi flamante del país; sólo tiene un poquito más de enjundia. Es el estilo libertario.

En la decisión de inclinar la república hacia una falsa monarquía, de perdurar en el poder, de buscar delfines o herederos, hay un confiar más en la sangre que en las ideas, en el vínculo que en la pluralidad, en la sencillez que en la complejidad, en los rudimentos más que en los pensamientos. También es un grito de alerta que debería retumbar en los partidos políticos, si quieren escucharlo.

Atanasio Duarte, el borrachín desterrado, estaría muy borracho aquella noche de diciembre de 1810. Pero no le faltaba intuición.

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