Cada tres años, y desde hace poco más de veinte, la educación en México ha cumplido con una cita clínica para medir sus signos vitales (lectura, matemáticas y ciencias) y para revisar los niveles de muchos otros indicadores relevantes para su salud (uso de la tecnología y desarrollo socioemocional, por ejemplo). Se trata de PISA, el programa internacional para la evaluación de los estudiantes, coordinado por la OCDE.
En todo este tiempo, los resultados de México no han sido los que uno quisiera escuchar. La gran mayoría de los indicadores —aunque no todos— arrojan valores negativos. Y en cada ocasión, se ha responsabilizado a la herencia genética o a los hábitos tercos del “paciente,” que ha mantenido por décadas un estilo de vida poco saludable. Los esfuerzos para revertir los años de malas decisiones (o decisiones acertadas, pero mal implementadas) no logran despegar, y vamos de sexenio en sexenio arrastrando un cuerpo casi desahuciado.
Por supuesto, ante un panorama así, ese “check-up” se convierte en una cita incómoda, incluso dolorosa. Y si uno ya sabe cuáles van a ser los resultados de laboratorio, ¿vale la pena la molestia del piquete en las venas?
La pregunta es relevante porque la cita con PISA se acerca y, hasta el momento en que se escriben estas líneas, México no ha cubierto su aportación económica, no ha entregado la documentación necesaria ni ha iniciado las pruebas de campo requeridas para formalizar su participación. Nuestro país no ha cancelado la cita, pero tampoco la ha confirmado.
No es de extrañar que en México la educación no logre avanzar, si las acciones de mejora están estancadas. Los malos hábitos permanecen. Si acaso, a veces les cambiamos de nombre. Llamar de otra manera al azúcar y a la grasa no las hace menos dañinas y el pensar que con ello las hemos eliminado de la dieta sólo empeora la situación.
Lo que sí es inaudito es dejar de acudir a la cita médica para ahorrarse el disgusto del diagnóstico. Dejar la prueba PISA es una muestra de arrogancia o de derrotismo. Arrogancia, si de pronto decidimos que las pruebas PISA —confiables, científicamente validadas, si bien no infalibles— no aplican sobre nuestro sistema educativo. Si los datos que nos dan no son los datos que queríamos, esos datos no sirven. Son de otra época. Están al servicio de intereses contrarios a los propios. Y atacamos a PISA como si fuera un opositor, un contrincante cualquiera: descalificándola.
Derrotismo, si asumimos la visión fatalista de que las grietas en el sistema educativo no se pueden subsanar, o de que es demasiado difícil hacerlo, o no vale la pena porque los posibles beneficios llevan su tiempo y no son redituables en votos. En ese escenario, pareciera que lo mejor es vender la ilusión de que todo está bien (si hemos de morir, por lo menos hacerlo en la feliz ignorancia de la propia enfermedad.) Cerrar los ojos justo antes de estrellarse.
El objetivo de PISA no es el de dar palmaditas en el hombro del Estado que a ella se suma, llenándole el oído de palabras lisonjeras. Tampoco es el de emitir juicios o repartir culpas. PISA es un diagnóstico, no una acusación, y mucho menos una sentencia. Como diagnóstico que es, nos dice dónde duele, dónde están las posibles fracturas en la radiografía. Después nos toca investigar las posibles causas de la enfermedad y los tratamientos más indicados, considerando viabilidad y efectos secundarios.
A través de las encuestas adicionales, PISA nos ofrece también algunas ideas sobre posibles correlaciones, no necesariamente causales: gasto por alumno, número de horas invertidas en el aula, nivel de autogestión de la escuela, diferencias entre contextos y género, incidencia de acoso escolar, participación de las familias, sentido de pertenencia a la escuela, entre otros factores.
¿Qué sentido tiene recabar toda esta información? Esta es la parte de PISA que busca identificar qué hacen –y qué no hacen– los sistemas educativos de alto desempeño. Tomemos como ejemplo el factor “gasto educativo”. Una primera mirada a los resultados internacionales de PISA parece sugerir, sin mucha sorpresa, que los estudiantes de 15 años de los países con economías fuertes obtienen mejor desempeño en la prueba en comparación con los estudiantes de países de ingresos medios y bajos. De igual manera, las naciones que más recursos monetarios dedican a la educación de sus niños y jóvenes suelen obtener puntajes más altos. Pero, pasando cierto punto, el panorama se vuelve borroso, y más gasto no necesariamente se traduce en mayores ganancias educativas: la relación no es lineal.
Una mirada más profunda revela que no sólo es importante cuánto gasta un país en educación, sino cómo lo gasta. Aún en las economías acaudaladas, los recursos no son inagotables, y hay que tomar decisiones. ¿Qué es más importante, invertir en grupos reducidos de estudiantes, lo que significa contratar un mayor número de docentes, o invertir en la formación de los maestros, aún si eso significa que cada uno deba atender a grupos más grandes?
Gracias a que PISA recaba información de muchos y muy diversos sistemas educativos (81 en la última aplicación, en 2022) es posible comparar insumos y resultados. Y es esta segunda mirada la que revela que, aparentemente, las inversiones en la calidad docente tienen un mejor retorno que las enfocadas a disminuir el tamaño de los grupos de estudiantes.
No soy experta en política educativa. No tengo un puesto público. Soy una maestra, una madre de familia que un día fundó la escuela que quería para sus hijos. Mi estrecha área de influencia no es a nivel sistema, sino en el microcosmos de las aulas. Aun así, encuentro la información que PISA proporciona infinitamente valiosa para mi labor. Es cierto que muchos de los factores que impactan el aprendizaje están fuera del control de padres, madres y docentes. Nosotros no podemos, por ejemplo, decidir el gasto educativo ni su distribución. Pero hay otros factores identificados por PISA donde sí tenemos injerencia: altas expectativas y mentalidad de crecimiento también están relacionadas con mejores resultados académicos.
Otro ejemplo sencillo: padres, madres y docentes nos hemos sentido abrumados, en tiempos recientes, por la no trivial disyuntiva sobre si favorecer, o siquiera permitir, los dispositivos digitales en las escuelas. Una búsqueda rápida en internet nos podría dejar aún más confundidos, ya que encontraremos opiniones igualmente vehementes tanto a favor como en contra, ambas con posibles sesgos. La última evaluación de PISA también investigó sobre el uso de los dispositivos en el aula, tanto para fines educativos como de esparcimiento y los cruzó con los datos de aprovechamiento académico. Encontraron que el uso moderado de dispositivos en el aula estaba asociado con un ligero incremento en los resultados en matemáticas, pero, pasando de una hora diaria, el efecto era el contrario: el aprovechamiento caía.
PISA no nos dice qué hacer con esta información: esa decisión es nuestra. Dejar de participar en PISA es eliminar a las y los estudiantes mexicanos del panorama educativo global. Sin esa mirada objetiva, externa y amplia sobre el sistema, no será difícil —en cualquier momento— declarar que la educación en México va muy bien, es más, va “requetebién.”
* La autora es maestra, fundadora de Colegio Valle de Filadelfia, e integrante de la Red de Mujeres Unidas por la Educación, MUxED.