El costo oculto de la economía argentina

Las barreras a la importación de bienes o insumos, al giro de utilidades o al pago a acreedores, regímenes impositivos nacionales, provinciales y municipales no menos complejos e inestables que las regulaciones ambientales o urbanísticas, junto a la tolerancia policial y judicial a bloqueos sindicales, son solo algunas de las situaciones que permiten ver de qué manera el éxito o fracaso de cualquier empresa depende de comportamientos estatales impredecibles

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El Pacto de Mayo que
El Pacto de Mayo que propone Javier Milei comienza con la defensa de la propiedad privada

“1. La inviolabilidad de la propiedad privada”. De ese modo comienza el “Pacto de Mayo” propuesto por el presidente de la Nación. Se ha criticado la redundancia de esa declaración, pues ya el artículo 17 de la Constitución Nacional indica, con singular énfasis, que “la propiedad es inviolable, y ningún habitante de la Nación puede ser privado de ella, sino en virtud de una sentencia fundada en ley”. Sin embargo, a la luz de la historia, la promesa solemne de no volver desconocer ese derecho es lo menos que podría pedirse a la dirigencia nacional.

La Constitución declara la inviolabilidad de la propiedad con una simplicidad tal que, en una lectura desprevenida, podría esconder complejidades que llegan al corazón de nuestra forma de gobierno. Dos preguntas pueden ayudar a recorrer parte de esas profundidades: ¿Qué propiedad se protege? ¿Por qué se la protege?

El derecho no tutela cualquier forma de dominio. Por más antigua y extendida que haya sido, la propiedad del hombre sobre el hombre -esclavitud- está prohibida en el artículo 15 CN. Mientras tanto, otras situaciones son materia de debate. Se prohíbe la venta del cuerpo humano o sus órganos, aunque se presentan dudas con la venta de pelo, la prostitución o la crioconservación del cordón umbilical.

Más allá de esos casos limítrofes, el derecho de propiedad incluye todos los intereses patrimoniales que un hombre puede poseer fuera de sí mismo, de su vida y de su libertad; entre ellos, los derechos que emergen de los contratos u otros bienes intangibles, como la propiedad intelectual. Así lo explicó la Corte Suprema en una sentencia próxima a cumplir un siglo.

Desde una perspectiva tradicional, se considera a la propiedad privada como un derecho natural del hombre, una consecuencia o extensión de la libertad y dignidad individual. Si una persona no tiene derecho a conservar, transferir o disfrutar aquello que adquirió en forma lícita, su libertad estará siendo desconocida.

Ese desconocimiento no solo tendrá efectos en el presente. Además, determinará que la persona pierda interés en producir o adquirir nuevos bienes frente a la perspectiva de no poder conservarlos. Esto lo sabe muy bien el comerciante que decide cerrar su negocio ante los constantes robos.

La protección de la propiedad beneficia a su titular y, a la vez, contribuye de modo muy significativo al bienestar del resto de la sociedad. Cuando una persona posee un bien, tiene incentivos para cuidarlo, mejorarlo o reproducirlo. Un contrato que se respeta incentiva la celebración de otro; muchos contratos que se cumplen dan lugar a una empresa, y la multiplicidad de esos contratos crea empleos y riqueza para toda la comunidad. Una recesión no es sino el cese en la celebración de contratos.

En términos históricos, los principales enemigos de la propiedad fueron la confiscación y la expropiación. El mismo artículo 17 de la Constitución prohíbe la primera y, en cuanto a la expropiación, disminuye sus riesgos al exigir que se adopte por una ley y que el propietario reciba una indemnización justa y previa. Desde luego, la amenaza no ha desaparecido. Así lo atestigua la ocupación de empresas privadas sin pago previo, como ocurrió con Aerolíneas Argentinas e YPF, y estuvo a punto de suceder con Vicentín.

Fuera de esos casos extremos, el ataque a la propiedad individual más habitual, persistente y, por lo tanto, perjudicial, está dado por la intervención inestable e impredecible del Estado. A través de lo que en gráfica se denomina “hecho del príncipe”, las autoridades modifican de modo constante las variables de las que depende el éxito o el fracaso de las empresas.

Ejemplos como las barreras a la importación de bienes o insumos, al giro de utilidades o al pago a acreedores, regímenes impositivos nacionales, provinciales y municipales no menos complejos e inestables que las regulaciones ambientales o urbanísticas, junto a la tolerancia policial y judicial a bloqueos sindicales, son solo algunas de las situaciones que permiten ver de qué manera el éxito o fracaso de cualquier empresa depende de comportamientos estatales impredecibles.

Por encima de los tributos, las cargas sociales o cualquier industria del juicio, esa incertidumbre es el mayor costo argentino. Un costo que está oculto, que no aparece en ningún balance, pero que nos empobrece al desalentar las actividades productivas mucho más que cualquier impuesto.

A la vez que desguarnece el derecho de propiedad y desalienta el desarrollo de empresas privadas, la inestabilidad regulatoria genera incentivos a los particulares para vincularse del modo más estrecho posible con las autoridades de cualquier gobierno, pues de ellas depende del éxito o el fracaso de cada emprendimiento económico. La situación se retroalimenta, hasta darle la razón a aquél mexicano que, con delicadeza y picardía, afirmó que “vivir fuera del presupuesto, es vivir en el error”.

Luego de haber sido potencia mundial, el país no ha llegado a ostentar una pobreza que alcanza a más del 60% de los jóvenes por un error de cálculo o un mal plan económico. Se cumplió la lúgubre advertencia de Sebastián Soler, Procurador General de la Nación y uno de los más importantes juristas del siglo pasado, quien en un dictamen que algún día será lectura obligatoria en las escuelas, explicó la pendiente a la que conducen la intervención estatal en la economía y su particularismo.

Primero pequeñas medidas por razones de urgencia, luego otros sectores que reclaman concesiones graciosas de la autoridad, una posterior generalización de intervenciones concretas en sustitución de reglas generales, para llegar, finalmente, a un escenario en el que “el derecho se adquiere, se conserva o se pierde sin más causas que la propia voluntad del gobernante o la benevolencia sectaria con que hace funcionar su discrecionalidad… El estado de derecho queda así suplantado por el caos de hecho. Desaparece la estabilidad jurídica y el pueblo, única fuente de soberanía, advierte, cuando es tarde, que la ha ido depositando paulatina y gradualmente, en manos de quien detenta el poder”.

La sociedad argentina, y con ella su economía, se han deslizado por esa pendiente durante demasiadas décadas. Ese es, antes que muchos otros, el principal costo argentino a resolver. Para revertir ese proceso es necesario que el Estado proteja expectativas en vez de destruirlas, que honre los contratos, en lugar de incumplirlos, que asegure una justicia confiable, que, en definitiva, vuelva a aquello cuya obviedad no evitó su constante incumplimiento: “la inviolabilidad de la propiedad privada”.

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