En la filosofía política, la no poco frecuente preferencia por regímenes autoritarios frente a democracias liberales ha sido un tema de interés y debate. Aunque la democracia se considera el sistema político ideal para muchos, preocupa que proporciones significativas de la población parecen estar dispuestas a sacrificar los principios democráticos, sus libertades civiles y políticas si percibe que un régimen autoritario puede mejorar su calidad de vida en la salud, educación, trabajo y seguridad. En Argentina, esto lo demuestra el sondeo del pasado octubre de 2023, donde en el marco de los 40 años de democracia Poliarquía, con el respaldo de la Universidad Austral e Idea Internacional, reflejó un alto grado de malestar con las instituciones, deterioro de la representación política y descreimiento en la Constitución Nacional. Concretamente, reveló que a la mitad de los argentinos no le importaría que un gobierno no democrático llegue al poder si resuelve sus problemas.
Tal como desde hace décadas, la Argentina, definida por Carlos Nino, es un país al margen de la ley y cuya anomia es el fundamento de su subdesarrollo. Y a decir de Antonio María Hernández respecto del sondeo citado, Argentina no está en crisis sino en decadencia.
Si bien en términos teóricos el 73% de los encuestados considera la democracia preferible a otra forma de gobierno, mientras que un 23% expresa que eventualmente un gobierno no democrático puede ser mejor, el problema surge cuando en términos prácticos el 50% dice que no le importaría que llegue al gobierno un régimen no democrático, siempre y cuando dé resultados. Esto es congruente con el 72% que expresó estar poco o nada satisfecho con el funcionamiento de la democracia en Argentina, registrando como las instituciones menos confiables a los partidos políticos, sindicatos, poder judicial, legislativo y ejecutivo más medios de comunicación. De hecho, para el 87% el Congreso Nacional no decide en favor del pueblo.
Según la bibliografía, las preferencias por regímenes autoritarios o al menos autocráticos sobre las democracias liberales surgen por diversas motivaciones. Frecuentemente, la estabilidad y el orden que prometen aquellos pueden resultar atractivos para quienes enfrentan incertidumbre económica o inseguridad. Como señala Seymour Lipset, el autoritarismo parece ser una respuesta lógica a la inseguridad, ya que los ciudadanos están dispuestos a ceder libertades individuales a cambio de una sensación de estabilidad. Según su teoría de la modernización, la democracia es el resultado directo del crecimiento socioeconómico cuya correlación es un círculo virtuoso donde un país luego de la transición a un régimen democrático sus posibilidades de continuarlo son proporcionales a aquel progreso, mientras que los países pobres suelen volver a gobiernos autoritarios.
Además, según Samuel Huntington, en contextos donde la burocracia y la corrupción son endémicas, los ciudadanos perciben a líderes autoritarios como agentes capaces de implementar políticas de manera rápida y efectiva, lo que potencialmente mejoraría la calidad de vida material de la población. China, por ejemplo, produjo un rápido crecimiento económico y expansión de infraestructura elevando a millones de personas fuera de la pobreza, mejorando significativamente su calidad de vida material en salud, seguridad y educación. Según Barry Naughton y el Pew Research Center, dicha mejora, a pesar de las restricciones a las libertades políticas y civiles, resultó en altos niveles de satisfacción de la ciudadanía china con dicho régimen. Otro ejemplo es Singapur, considerado un estado autoritario con un gobierno fuertemente centralizado y restricciones a las libertades individuales, ha logrado un alto nivel de desarrollo destacándose por su sistema de seguridad y educación de alta calidad, vivienda, atención médica de excelencia y accesible, más una economía próspera con uno de los niveles de corrupción más bajos del mundo, así como de mortalidad infantil y de los más altos índices en esperanza de vida.
Ahora bien, los factores que contribuyen a la erosión de la democracia son mayormente la inestabilidad política y económica, corrupción y ausencia de mecanismos de transparencia, falta de idoneidad y mala gobernanza, desigualdad socioeconómica, incumplimiento de promesas, crisis y amenazas internas o externas.
En democracias con prolongadas inestabilidades políticas o económicas, los ciudadanos pierden la confianza en el sistema como un medio efectivo para resolver problemas y mejorar sus vidas. La incapacidad del gobierno para abordar eficazmente los desafíos económicos, sociales o de seguridad lleva a la percepción de necesidad de liderazgos más fuertes y centralizados para restaurar la estabilidad y el orden. A esto puede adicionarse, acorde a Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, la prioridad de los políticos por triunfos partidistas sobre el bienestar colectivo, socavando el principio democrático.
Similarmente ocurre con la ausencia de transparencia, clientelismo y corrupción generalizada en instituciones, procesos manipulados y amañados, falta de ética, idoneidad y la mala gobernanza en las instituciones democráticas, al observar la ciudadanía que la oferta política no goza de prestigio, capacidad, aptitud, ni formación o méritos académicos o profesionales para el cargo. Y luego en ejercicio demuestran estar más preocupados por sus propios intereses o de grupos privilegiados que por el bienestar del pueblo y del país. Podría sumarse también, el otorgamiento de beneficios por lealtad política, con acceso privilegiado a recursos y oportunidades económicas. Larry Diamond demuestra que esta degradación de la gestión política mina la confianza de la ciudadanía en el sistema democrático, estando el ciudadano más receptivo a soluciones autoritarias que prometan acabar con la corrupción.
La desigualdad socioeconómica genera resentimiento y frustración entre aquellos marginados o excluidos del progreso, colaborando a la opinión que un gobierno autoritario puede ser más efectivo para redistribuir la riqueza y garantizar el acceso más equitativo a los recursos.
Pippa Norris demuestra que la brecha entre lo prometido durante la campaña para ganar votos y lo cumplido una vez en el poder socava la credibilidad de los políticos y genera desilusión ciudadana por no ser consideradas sus preocupaciones y necesidades, concluyendo en la consideración que la democracia no es efectiva para resolver los problemas de la sociedad.
Mismo criterio para tiempos de crisis económica, de seguridad e incluso la ya vivida emergencia en salud pública, donde los ciudadanos están dispuestos a aceptar medidas autoritarias para abordar rápidamente la situación y proteger el bienestar colectivo. La percepción de que la democracia es lenta o ineficaz para responder a tales crisis puede aumentar la atracción de soluciones autoritarias que prometan una acción decisiva y expedita.
En conclusión, la promoción de la democracia no es suficiente para garantizar su supervivencia a largo plazo si las necesidades materiales e inmateriales de los ciudadanos no son satisfechas, y más aún cuando los propios políticos desprecian y erosionan la democracia mediante su fraude en el servicio y la función pública. Pero también hay una insoslayable responsabilidad ciudadana en la exigencia activa y por todos los medios posibles presionando por mecanismos efectivos que promuevan la integridad y la ética en la política, más decisiones en favor del bienestar ciudadano. Y tal como analicé en mi anterior artículo “Pueblo pobre vs. políticos ricos”, escarmentando severamente a la clase política, depurándola en todos sus poderes, cuando falsean la democracia, denigrándola.
En última instancia, dicha responsabilidad ciudadana y de cada individuo en particular es un elemento vital para el funcionamiento saludable de la democracia, preservando sus valores fundamentales y evitando el ya conocido, aunque siempre tentador camino hacia autocracias, autoritarismos o el regreso a los encantamientos populistas.