La marcha universitaria de la semana pasada fue multitudinaria y superó con creces las expectativas de quienes la habían convocado. Si bien tuvo su epicentro en la ciudad de Buenos Aires, se desarrolló también con una gran magnitud en muchas ciudades del interior del país.
El reclamo inicial estuvo vinculado a una merma considerable de los recursos asignados a las universidades públicas. Esa merma superaba largamente el ajuste que sufren otros sectores. Es comprensible (y el pueblo argentino está dando muestras de aceptarlo de un modo que prueba su madurez) que los argentinos nos hagamos cargo finalmente de las restricciones presupuestarias. Gastar más de lo que se tiene fatalmente deriva en inflación, sobre todo cuando por los desastres de las últimas décadas se nos cierran otras fuentes de financiamiento. Pero en este caso la disminución de las transferencias de recursos era tan enorme que ponía en riesgo el funcionamiento de las universidades y de los hospitales que de ella dependen.
En lugar de comprender la dimensión del problema y procurarle una solución mediante el diálogo con las autoridades universitarias, el discurso del gobierno nacional ingresó en una escalada en la que las universidades públicas eran tratadas como un enemigo. Se las calificaba de centros de adoctrinamiento y a través de las redes se mencionaban algunos aspectos ciertamente cuestionables para impugnar in totum a esas casas de estudios.
La previsible reacción fue que muchos estudiantes y profesores que comparten algunas de esas críticas se vieron a sí mismos denunciados en esa imagen caricaturesca. Creyeron, con toda razón, que era un ataque injusto, y se sumaron a la marcha, aún a sabiendas de que deberían compartirla con sectores nefastos, como el kirchnerismo y la izquierda, que tienen una enorme responsabilidad en la situación actual.
Un notable ejemplo fue la declaración firmada por el decano y muchos profesores (titulares y adjuntos) de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, que vale la pena transcribir en sus partes medulares:
“En nuestro carácter de profesores regulares de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, de muy diversas ideas políticas, manifestamos nuestra adhesión al reclamo de una adecuada financiación de las universidades públicas.
Entendemos que el drástico recorte de los recursos destinados a ese fin excede largamente las comprensibles necesidades de reducción y racionalización del gasto público (…).
Nos preocupa, por último, que esa asfixia económica pueda estar vinculada a las constantes diatribas que provienen del más alto vértice del gobierno nacional contra la educación pública. No se trata ya - lo que muchos de nosotros compartiríamos- de juicios críticos sobre aspectos concretos del funcionamiento universitario, de casos de adoctrinamiento ideológico-partidario y de la propuesta de mejoras, sino de una impugnación general y dogmática de la idea misma de educación pública, inédita en nuestra historia. Nosotros, por el contrario, nos enorgullecemos de una tradición que se remonta al siglo XIX, a nuestros grandes liberales, y que forjó una Argentina de progreso e igualdad de oportunidades cuyo espíritu, antes que combatir, debemos rescatar”.
Basta ver algunas de las firmas que encabezan el texto para advertir que nada tiene sus autores de “comunistas” ni de “adoctrinadores”. Son más bien, en el mejor sentido del término, liberales. Menciono a unos pocos: Daniel Sabsay, Martín Farrell, Alberto Garay (presidente del muy poco izquierdista Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires), Ricardo Gil Lavedra (presidente del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal).
Es que el gobierno nacional no comprendió que tocaba una fibra muy sensible de los argentinos. La educación pública tiene muchísimo que mejorar, pero deben ser solo grupos muy marginales aquellos que defiendan su desaparición. Está hondamente arraigada en nuestra historia y en nuestras mejores tradiciones. Liberales como Sarmiento y Roca le dieron un extraordinario impulso. Ha sido un factor de civilización y de fomento de la igualdad de oportunidades.
En la cuestión específica de las universidades públicas, siempre son bienvenidas las críticas fundadas y las propuestas de mejoras. Un aspecto que merecería un mayor debate es el de la gratuidad. Esta característica no fue, como no lo fue el ingreso irrestricto, una de las banderas de la Reforma de 1918. Se estableció en la década del cuarenta. A partir de la reforma constitucional de 1994, la gratuidad de la educación pública está prevista en el artículo 75, inciso 19 de la Constitución Nacional. Algunos interpretan que, como el texto no distingue, se aplica a todos los niveles. Otros creen que se puede excluir a la educación universitaria, teniendo en cuenta que el mismo inciso habla también de equidad y que es una realidad que hoy los sectores más postergados de la sociedad no llegan por lo general al nivel universitario. Aún si se admite la primera interpretación se podría pensar en formas alternativas de financiamiento, como una contribución de los graduados, becas para personas de escasos recursos, familias numerosas, personas con necesidades especiales, etc.
Pero este tema y otros, como el de más eficaces auditorías (que respeten las también constitucionales autonomía y autarquía universitarias), no justifican que se ponga a las universidades públicas en el lugar de los enemigos. No las considera así la enorme mayoría de los argentinos. Entre quienes marchaban había muchas personas que habían votado a Milei (sobre todo en la segunda vuelta).
En mi caso, ingresé a la Universidad de Buenos Aires a los once años, cuando entré al Colegio Nacional de Buenos Aires; en esa misma casa de estudios cursé mi carrera de Derecho. Conozco a muchos profesores de primer nivel que enseñan en ella. La libertad de cátedra es un valor esencial. Si algún docente adoctrina, no pasa de integrar sectores minoritarios.
No es necesario ni es bueno para el país construir todas las semanas un enemigo. La educación pública en general, y la universitaria en particular, son valores que la sociedad argentina atesora como rasgos fundamentales de su identidad.