La disparidad económica entre el pueblo y su clase política, a quien representa y sirve, constituye un problema ético porque cuando la pobreza persiste mientras la clase dirigente se enriquece, se deslegitima el sistema político. Tal como Branko Milanović ha demostrado, aquella desigualdad socioeconómica socava la confianza en las instituciones democráticas y alimenta el descontento popular teniendo consecuencias devastadoras para la cohesión y estabilidad social.
Investigaciones como las de Daron Acemoglu y James Robinson han destacado la forma en la cual, estando la población ocupada más por su supervivencia que por controlar su clase dirigencial, la corrupción política y debilidad institucional aumenta teniendo mayores incentivos y menos mecanismos sociales inhibidores. Dinámica que deviene en un ciclo vicioso donde la clase política se transforma en una élite, siendo la función pública fuente de privilegios y enriquecimiento a expensas de un pueblo empobrecido, erosionando los cimientos de la democracia representativa. Situación que no necesariamente conlleva agitaciones políticas, explicando Gaetano Mosca cómo la clase política desconectada de las realidades y necesidades del pueblo, y por ende minando la democracia representativa, puede mantener la gobernanza y democracia formal, pero convertida en un mero espectáculo sin sustancia. Para ello, necesita una población sumergida en la emergencia económica, laboral, alimenticia, sanitaria, educativa y de seguridad.
Esta pasividad o desinterés del pueblo frente a los abusos de una clase política obscenamente improductiva, parasitaria, codiciosa e indolente es un fenómeno que acorde a la bibliografía responde mayormente a cinco causas: 1. Desconfianza en las instituciones por ser corruptas e ineficaces percibiendo los ciudadanos que sus denuncias o esfuerzos para cambiarlas son inútiles. 2. Desigualdad de poder, concentrado en la élite política sintiéndose los ciudadanos impotentes para desafiar el statu quo por falta de recursos. 3. Fatiga política debido a la naturalización y socialización de la corrupción por la continua exposición a escándalos y abusos de poder generando apatía y desesperanza en la ciudadanía. Y en entornos con libertades civiles limitadas y represión política, el temor a represalias violentas y persecuciones judiciales como factor crucial para la autocensura de los ciudadanos. 4. Manipulación y desinformación por parte de la clase política y medios de comunicación afines distorsionando la percepción pública de los abusos y corrupción e incluso socavando la confianza en la veracidad de las denuncias de irregularidades. 5. Fragmentación y desorganización de los diferentes sectores de la sociedad civil dificultando la respuesta colectiva a los abusos de la clase política.
Y aquí estamos en un problema estructural ante el cual, según Daniel Kaufmann, Aart Kraay y Massimo Mastruzzi, resulta esencial producir reformas institucionales que fortalezcan la transparencia y rendición de cuentas focalizadas en frenar el abuso de poder por parte de la clase política. Comenzando con medidas que promuevan la idoneidad y productividad para el cargo público, más la reducción de la desigualdad económica restaurando la confianza en el sistema político, cuyo servicio público debería ser remunerado conforme a lo ya analizado en mi anterior artículo “Ética para salarios de funcionarios públicos”
En Argentina, frente a la ya exacerbada desvergüenza y procacidad con la que los políticos ofenden la moral pública e indignan a los ciudadanos mediante sus corruptas, hipócritas y cínicas conductas, resulta necesario manifestar el rechazo masivo hacia dicha élite corporativa provocando algún cambio.
Pippa Norris y Ronald Inglehart han examinado cómo los movimientos sociales y las redes digitales han amplificado la capacidad del pueblo para expresar su repudio, coordinar acciones colectivas y promover la presión social contribuyendo a generar cambios institucionales que fortalezcan las conductas adecuadas y rendición de cuentas.
Ahora bien, el escarmiento público como medio de presión social puede servir como un recordatorio poderoso del principio de responsabilidad política, pero también plantea desafíos para la estabilidad democrática porque como demuestran Cas Mudde y Cristóbal Kaltwasser, la erosión de la confianza en las instituciones y la venganza política pueden abrir espacios para soluciones autoritarias o populistas, incluso desviando la atención de los problemas estructurales subyacentes que perpetúan la corrupción.
Pero a pesar de estos riesgos, Eric Uslaner demuestra que el escarmiento público ofrece oportunidades para la renovación democrática y el cambio político como en ciertos movimientos civiles anticorrupción que desafiaron el statu quo. En Argentina, dicho instrumento podría aplicarse al reciente caso donde los senadores decidieron corporativa y autocráticamente incrementarse sus propios salarios más aguinaldo, realizándolo incluso de forma exorbitante, artera y cuasi anónima.
Hay varios ejemplos destacados donde las sociedades han escarmentado a su clase política en respuesta a los abusos de poder, corrupción o prácticas antidemocráticas. En Islandia del 2008-2011, el movimiento de protesta la “Revolución de las Cacerolas”, llevó a la dimisión del primer ministro y a las elecciones anticipadas. La “Revolución de la Dignidad” en Túnez del 2010-2011 derrocó a Zine El Abidine Ben Ali. En Brasil del 2016 el “Lava Jato” destituyó a Dilma Rousseff y encarceló numerosos políticos y empresarios corruptos. En Corea del Sur del 2016-2017, se destituyó a Park Geun-hye por corrupción y abuso de poder. En Rumania del 2017, se logró retirar medidas legislativas que debilitaban el sistema judicial y reducían las penas por corrupción; y en Nigeria del 2017-2020, el EndSars disuelve una fuerza policial con largo historial de abusos, extorsiones, torturas y ejecuciones extrajudiciales.
La desobediencia civil como huelgas, boicots o no pagar impuestos, sin retrotraernos a Gandhi, Luther King o Vietnam, se ha manifestado contemporáneamente en movimientos como los “Indignados” en España del 2011-2012, respondiendo a la crisis económica y corrupción política; o las protestas en Hong Kong del 2019-2021, contra la amenaza a las libertades civiles. Sus características comunes fueron la horizontalidad, inteligencia colectiva, no violencia, financiamiento mediante micro mecenazgos y sin personalismos.
En sociedades empobrecidas y con una estructura política corrupta como en la Argentina, el escarmiento público hacia la clase política enriquecida es casi el único instrumento para canalizar el descontento popular y reflejar las aspiraciones de la sociedad, exigiendo responsabilidad y cambio. Es decir, una desobediencia civil definida como el acto deliberado y no violento que desafía una ley, práctica o mandato político o gubernamental percibido como injusto o inmoral, expresando la ciudadanía rápida y contundentemente a sus dirigentes que no tolerará dichas acciones o decisiones y que deben rendir cuentas.
Como señaló Henry Thoureau en el siglo XIX y contemporáneamente Hana Arendt y Howard Zinn, la desobediencia civil es el acto por el cual la comunidad, por derecho inherente a todos los ciudadanos, se niega a ser cómplice de la injusticia cuando las leyes, decretos, acciones o prácticas políticas violan los principios fundamentales de legitimidad y moralidad. Esta idea subraya la importancia de la solidaridad y acción colectiva en la aplicación efectiva de la desobediencia civil como herramienta de escarmiento a la política. Más, según John Rawls, es la expresión de supremo civismo frente a leyes o prácticas injustas, apelando a la mayoritaria moralidad social y recordándoles a los políticos que su autoridad deriva del consentimiento del pueblo y que este consentimiento puede ser retirado si se abusa de aquella autoridad.
La cuestión ahora es si continuaremos con la espiralada decadencia reaccionando sólo espasmódicamente, pero cediendo ante los abusos de la clase política, o si de forma solidaria, masiva y eficiente, produciremos un cambio mostrando que ya no toleramos aquellas prácticas y demandamos responsabilidad, ejemplaridad y transparencia.