El Peronismo como expresión política de la fe

A pocos días del 50° aniversario de la muerte de Perón, es oportuno reafirmar su doctrina, tras años de vaciamiento y tergiversación, además de recordar la responsabilidad que impone el adherir a ella, porque la realidad no tiene solución de continuidad, se conduce o se la sufre: desentenderse del poder es tan corrupto como abusar de él

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La sospechosa pasividad de relamerse con cuchillo y tenedor en mano a la espera de la caída de un gobierno constitucional elegido por la población, con la sola ambición de sustituirlo en el poder, no tiene nada de patriota y tiene todo de oportunismo vil. En particular cuando, transitando una crisis nacional tan vasta que arrasa diariamente todas las dimensiones del país, la insustancialidad acusadora supera o iguala a la acusada.

Tienta la desesperanza ver constantemente a las distintas aglutinaciones electoralistas -más que políticas-, dirimiendo interna y públicamente sus bajezas en estériles “espacios”. Catapultas apuntadas al Estado cargadas con las rocas de la perdición de la Argentina.

Incluso el “Peronismo”, otrora principal orgánica capaz de conducirse a sí misma y desde ahí los destinos de nuestro suelo, no pudo escindirse de los siderales despropósitos de esta dinámica rastrera. Sus fallos inmunológicos provocados por la venalidad y vedetización dirigencial y la abdicación de las bases, no resistieron los cantos de sirena de los sucesivos climas de época casi distópicos, como el presente. Absorbidos por la adversidad del instante no renovaron el dispositivo que conducía a su altivo ideal original.

Claramente, el saldo en el panorama político nacional de los últimos comicios presidenciales, cristaliza una muy actual actitud escapista de verdades demasiado pesadas para consciencias moralmente demasiado endebles.

Unos no entienden por qué “perdieron”, otros no entienden por qué “ganaron”, por qué gobiernan ni para quiénes. Es la alergia e incapacidad modernas de escarbar hasta el origen. El escozor ante las leyes naturales y el terror amoral a la responsabilidad indelegable que las genuinas necesidades de personas concretas representan. Vivimos tercerizando el elemental deber patrio de servir.

Sin embargo, en la Argentina no ha fracasado la Política en sí; ha triunfado desde añares la anti-política. Un gran acto sistemático de enajenación colectiva constituyó un paradigma cultural “progresista”. La sociedad, esclavizada en un nihilismo anestésico materialista, usufructuó la obvia y descarada corrupción de “los políticos” para ocultarse a sí misma su propia corrupción cultural y una individualista inconsciencia cívico-comunitaria. Y la realidad no tiene solución de continuidad, se conduce o se la sufre: desentenderse del poder es tan corrupto como abusar de él.

El progresismo es una nueva filosofía de la vida, simple, práctica, antipopular, profundamente anticristiana y profundamente anti-humanista. Una progresía que es social antes que cultural, cultural antes que política y política antes que gubernamental. Estructural y basalmente caracterizada por la atrofia espiritual (explícita o fáctica), el infantilismo emocional, un relajamiento psicológico y la precaria superficialidad de la intelectualidad tecnocrática (progre-liberal-derecha) o falsamente humana (progre-izquierda), que parcializa analítica y narrativamente la Verdad para sortear la cruz de su violenta integralidad.

Esta patología corta transversal y mayoritariamente el espectro de la polis. Progresismo de izquierda y de derecha (sociedad general incluida) establecieron un implícito pacto, subrepticio a una aparente antinomia, para fijar a conveniencia una patética altura de la vara de lo virtuoso. Un acuerdo con un eje medular: la banalización socialmente criminal de la Política, convertida en espectáculo virtual, signado por una ininterrumpida puesta en escena que exalta el carrerismo del yo y penaliza todo atisbo de abnegación real por un nosotros superador y edificante.

¿Cuál es, si no, la diferencia entre la destrucción estatal por desnaturalización estatista y corrupción, con la delirante concepción mercadista de su abolición o mutilación, en lugar de una aguda depuración quirúrgica? Masacrando finalmente al Estado y al mercado, por caprichosa ignorancia de las esencias de lo público y lo privado.

¿En qué cambia, por ejemplo, la gradual renuncia soberana del desmantelamiento sistemático de las FFAA durante más de 15 años “por izquierda”, en comparativa al extremado paternalismo geopolítico norteamericano libertario, revelando un seguidismo suicida a los ojos de la inacabada sagacidad imperialista de un Reino Unido que se embolsa, de un nuevo zarpazo, 170.000 Km2 de Mar Argentino?

¿Cómo valuar con distinción esta homogénea masa izquierda-derecha, si se funden en la desalmada desintegración de la Salud pública o privada?

Este, evidentemente único, bando progresista, además, despliega un interminable abanico de degradación: la aniquilación de la educación -pública y privada-, aborto, eutanasia, eugenesia generacional (abuelos como carga socioeconómica), legalización de las drogas, hipersexualización infantil, consolidación de la pobreza, atomización laboral, impericia económica, aplacamiento empresario, neofeminismo psicopático, individualismo, centrismo, colectivismo, anomia social, etc.

Estamos a merced de un tentacular ideologismo divorciado de la realidad, que genera supino desconocimiento sobre la complejidad de la condición humana, las hondas causas del sufrir popular y el naturalmente difuso despliegue de la dignidad en los entreverados flujos culturales y comunitarios.

Es por ello que, mirando atentamente la diseminación de este virus de intrascendencia, arrecia con lógica de situación, entre las grietas del subsuelo, el verdadero Justicialismo como entidad inescindible del corazón nacional.

Un Peronismo que fue y es inficionado por el progresismo “de izquierda”, tras un entrismo estimulado y en gran parte urdido, por usinas foráneas y locales, conjuntamente con el relato de plumas adictas al estatus, los sobres y la fama -las caras más berretas del poder-. Logrando, ampliamente, desacreditar la autoridad del Justicialismo y abogando por cortar la unicidad del proceso histórico-cultural del movimiento nacional. Gozando su efectividad frente a una sociedad cuyo discernimiento crítico fue triturado por el astronómico sistema de entretenimiento audiovisual, la drogadicción y un círculo vicioso de supervivencia económica y anhelo de eterno confort.

Para detener, entonces, la hemorragia, el peronismo debe retornar de su extravío restableciendo su punto de partida: la magnitud de su relevancia histórica, más aún, antropológica, no se debió al genio “político” de Perón, sino a que su matriz conceptual hundió raíces en los estratos más profundos del Ser y su jerarquía existencial.

El peronismo fue la espiritualización estructural de la política argentina. No es de izquierda, ni de derecha ni de centro, primaria y eminentemente porque es católico. “Ni yanquis ni marxistas, peronistas”, fue una mera proclama divulgativa, no una definición ontológica.

El auténtico Justicialismo, que ciertamente hace irrupción cronológica como una alternativa equidistantemente contrapuesta al Capitalismo y al Comunismo, en verdad circula por las entrañas de la patria por canales propios concedidos por su autonomía identitaria socio-cristiana.

Supo, además, ser la máxima expresión política del ser nacional y consolidar gravemente la identidad cultural fundante, porque sus directrices intelectuales se ciñeron sobre el acervo del pensamiento clásico y sus categorizaciones atemporales. Única progenie sobre la cual cualquier comunidad llega a desarrollar armónicamente la libertad creativa cultural y la encuadra, ordena y canaliza para determinar la personalidad única e irrepetible de su Estado-Nación.

Es decir, el Peronismo es, ayer patente y hoy latente, lo que es, porque el general Juan Perón con sabiduría y lucidez inconmensurables, amalgamó políticamente lo Criollo, lo Sanmartiniano, lo Napoleónico, lo Hispano, lo Romano, lo Heleno, “lo Espartano”, lo Alejandrino, lo Mesopotámico y lo Bíblico. Pero, tamaña totalidad, metafísicamente supervisada desde la más alta plataforma espiritual y trascendente que conoce la Humanidad: Jesucristo. El arquetipo supremo.

Milenios de sabiduría universal condensados en una cosmovisión política de ajustadísimo rigor científico e inmortalizados al galope del sublime arte de la conducción de los pueblos.

Colosal gesta de un cabal estadista cuyo norte excedió con creces su terruño para proyectarse en una mística verdaderamente disruptiva. La de ser faro civilizatorio mundial.

Herencia semejante obliga con urgencia a recobrar el sentido último de realización, conformando una nueva espiritualidad comunitaria que puje incesante por impregnar el cuerpo social. Resignificando a la política como brazo (des)armado del Amor, la Justicia, la Libertad, el Bien, el juicio constante de la Verdad y una idea sustantiva del Hombre.

Todo argentino que se precie de tal, tiene la misión de alzarse en polo de virtud política. Persuasivo, interpelante y convocante, para convertirse en significativo agente de unidad nacional. Máxime, cuando la macro-estrategia de las huracanadas fuerzas del poder real, es la fragmentación.

Acucia, finalmente, superar la impotencia política que incentiva a colgarse de “Perón” y su simbología circundante, acomodados en los parámetros de la mediocridad generalizada. Contrariamente, midámonos la sombra con su monumental figura para que la humildad nos restituya final consciencia de que ser argentino exige asumirse, a plenitud, un instrumento histórico circunstancial para la construcción permanente de un ideal común inextinguible: ser Nación.

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