En los últimos años enfrentamos, junto con el crecimiento de la pobreza, una de las tragedias más grandes de nuestro país: un proceso migratorio de jóvenes profesionales y con gran potencial de desarrollo que dejaban atrás “padres huérfanos”. Jóvenes que se formaron localmente con buenas credenciales tanto en universidades nacionales públicas como privadas y que, en el momento de consolidar sus proyectos de vida, consideraban que el país no les ofrecía un horizonte de expectativas atractivo.
Otros jóvenes, los que se quedaron en la Argentina y también muchos que con la esperanza de volver empujaron desde afuera, reclamaron con vehemencia un proceso de transformación en serio para el país. Si en los 2000 el grito era “que se vayan todos”, en las últimas elecciones los más jóvenes nos pedían “que la viéramos”. Que los dejaran emprender. Que los dejaran estudiar. Que los dejaran trabajar. Que los dejaran transitar las calles. Que no los mataran. En fácil, pedían que les dejaran hacer las cosas bien para que ellos y sus familias pudieran crecer y, también, que el país pueda prosperar. Fueron ellos los que prendieron una lucecita de ilusión en un país oscuro que parecía desgastado y sin futuro.
Nos terminaron convenciendo. Y si antes éramos nosotros los que llevábamos a los jóvenes casi de la mano a votar, en las últimas elecciones fueron ellos los que movilizaron a muchos de sus padres y abuelos para que votaran y lo hicieran pensando en dejarles un país con posibilidad de futuro. Nos movilizaron espiritual y físicamente de una manera que hacía mucho no se veía. Y hoy esa ilusión de esperar que las cosas cambien es la que sostiene el esfuerzo de una población que anhela que su sacrificio, esta vez, finalmente sirva para algo. Tal vez para que la Argentina vuelva a competir con Nueva York como lo hacía a principios de siglo pasado como destino de los inmigrantes europeos.
El de hoy es un esfuerzo que también puede servir para que valoremos más lo que tenemos y entendamos que no siempre el pasto es más verde en lo del vecino. Que, si bien es cierto que en Argentina tenemos todavía desequilibrios económicos que nos generan puntos de dolor críticos, como altos niveles de pobreza, también hay que dimensionar los problemas en otros horizontes posiblemente más difíciles de resolver que los nuestros: guerras, conflictos religiosos, luchas fratricidas, terrorismo, tiroteos en escuelas y shoppings, y tantas otras situaciones con las que nos sorprenden las noticias internacionales diariamente.
Ponderar el actual esfuerzo que estamos realizando sirve también para entender que el destierro conlleva el gravoso costo de estar lejos de la familia y de los amigos. Y comprender que, tal vez, ese “precio” que paga la generación que emigra no siempre compensa los beneficios materiales que obtiene. El darnos cuesta del peso de ese costo oculto que pagan los jóvenes que emigran debe hacernos reflexionar como sociedad para que hagamos mejor las cosas, a fin de evitar que emigrar parezca algo superador.
Nuestro país lo tiene todo. Recursos naturales, recursos humanos, paz civil, buen clima y pocos problemas medioambientales. ¡Hasta somos los últimos campeones del mundo en el fútbol! Tenemos familia, tenemos amigos, tenemos encuentros cercanos significativos, tenemos deportes, tenemos PyMEs y pequeños emprendedores, tenemos unicornios, tenemos creatividad e inventiva, tenemos buenas universidades, tenemos resiliencia y capacidad de trabajo. Nos reconocen todos, salvo, muchas veces, nosotros mismos.
Es, tal vez, una de las últimas veces que podemos corregir un rumbo que se torció hace más de 20 años con un mal llamado “modelo” que fracasó rotundamente. Uno que estaba basado en reclamar solo derechos y nada de obligaciones y que, en realidad, ocultaba corrupción y terminó engañando a la gente. No podemos volver a desaprovechar oportunidades como las que tuvimos en 2015. Los jóvenes nos hicieron darnos cuenta de que no es tarde. De que aún podemos tener, como dicen los jóvenes, “the last dance”, la última oportunidad de brillar como país. Trabajemos unidos, con compromiso, sacrificio y pasión para que la Argentina vuelva a ser no sé si un destino de migración europea, pero sí, al menos, el destino que nuestros hijos y nietos elijan para vivir y arraigar a sus familias.
*Héctor Masoero es Vicepresidente primero de Academia Nacional de Educación (ANE), Presidente y Rector Honorario de UADE