A fines del 1800, la educación cobraba preponderancia y era considerada el motor del cambio social.
Domingo F. Sarmiento estudió el sistema educativo de Estados Unidos y es por ello que fomentó la idea de traer maestras del país del norte para formar colegas y hacerse cargo de algunas escuelas. Las 65 maestras que llegaron en aquel entonces merecen un capítulo especial, ya que vivieron entre la aceptación y el rechazo y se instalaron en el interior de la república adaptándose a un país en plena construcción.
Y, a su vez, Sarmiento consideraba que la actividad escolar no podía depender de alquilar espacios que no estaban preparados para una formación de calidad; entonces, insistió en la funcionalidad de los edificios escolares. Es por ello que no sólo creó 800 escuelas durante su presidencia (1868- 1874), sino que valoró que los inmuebles tenían que ser adecuados, higiénicos, con grandes patios y debían también transmitir una idea de progreso.
En este sentido, se ocupó de construir escuelas palacios, instituciones con un carácter monumental para que los niños que estudiaran en sus aulas sintieran la grandeza del Estado y, al mismo tiempo, fueran parte de un proceso de integración y homogeneización en medio de la gran oleada inmigratoria. Promovió edificaciones no sólo con buenos pisos, imponentes escaleras, con altas columnas, con esculturas, sino también con baños, donde los niños tuvieran una arquitectura que lo hiciese sentir bien y encontraran allí aquello que no tenían en su casa, al menos mientras asistían a clases.
De este modo, los estudiantes incorporarían conocimiento, pero también encontrarían un entorno materialmente superior. Los nuevos edificios escuelas respondían a 3 tipologías que variaban en su tamaño, simetría y organización espacial. En la mayoría de las fachadas se destacaba el orden neoclásico, gran puerta de 2 hojas de hierro fundido, gran ventana en el primer piso y un frontis triangular arriba del nombre de cada establecimiento, pilastras rematadas en unos capiteles jónicos, reconocibles por representar 2 volutas descendentes. Los detalles arquitectónicos se remontan a los estilos grecorromanos.
Y las escuelas normales fueron un ejemplo de ello. Grandes y lujosos edificios, que dieron lugar a la corriente normalizadora y se constituyeron como templos del saber con maestras consideradas apóstoles laicos. Y así fundó la primera escuela Normal en Paraná en 1870 y siguió con otras en el interior del país, tales como las de San Nicolás, en 1872, entre otras, valorando el federalismo en la consolidación del derecho a la educación, idea que se plasmó en la primera ley de educación, la Ley N°1420 de 1.884 que garantizaría una escuela gratuita, laica, obligatoria y gradual.
Las escuelas incluían un concepto higienista, con grandes patios y la consideración de 3 m2 por alumno luego de tantas pandemias como el cólera o fiebre amarilla a fines del S. XIX.
José María Gutiérrez, presidente del Consejo Nacional de Educación en su nombramiento en 1895 por el presidente José Evaristo Uriburu, afirmó en su discurso: “No se ha buscado el lujo vano que esteriliza los capitales y que desaparece sin dejar tras sí ningún fruto saludable y útil. Se han consultado los adelantos modernos, teniendo en vista la instalación apropiada, la armonía y severidad de las líneas, la amplitud del espacio, la abundancia y discreta distribución del aire y de la luz, sin las cuales la infancia, como las flores, lleva el sello del aniquilamiento, de las deformidades y del fin prematuro”.
Un ejemplo de la importancia de la temática se demuestra con el hecho que el 25 de mayo de 1902, en un acto presidido por el representante máximo del gobierno nacional de aquel entonces, Julio A Roca, se inauguraron nada más ni nada menos que 15 escuelas palacios.
Y, si bien esos edificios imponentes, duros y caros de mantener, hoy no son tan útiles ni funcionales al sistema educativo; es interesante pensar el lugar que ocupaba la educación en las medidas gubernamentales y el valor que los funcionarios les otorgaban a las infancias.
La educación era el foco y el faro de las políticas públicas, un principio que 150 años después a veces algunos burócratas ponen en duda.