Los crecientes conflictos que enfrentan a Milei con Milton, Murray, Robert y Lucas

Siempre hay una tensión entre lo que un político dice cuando es candidato, y lo que hace cuando es Presidente. Estas contradicciones pueden tener diferentes explicaciones

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Javier Milei en el Foro
Javier Milei en el Foro Llao Llao que nuclea a los principales empresarios del país

Manuel Adorni, vocero del gobierno nacional, abril de 2024: “Por disposición del Ministerio de Economía, un grupo de empresas de medicina prepaga, que representa cerca del 75 por ciento de los afiliados, van a retrotraer el valor de sus cuotas a diciembre de 2023, ajustada a partir de allí por el índice de Precios al Consumidor por los próximos seis meses”. Manuel Adorni, vocero del gobierno nacional, diciembre de 2023: “Cuando uno fija un precio con el dedo, empezás a tener problemas con las cantidades. Si el precio de las prepagas iba a seguir digitado por el Estado, lo que te iba a pasar, que de hecho había empezado a pasar, es que ibas a empezar a perder servicios. Es uno de los puntapiés que estamos dando para darle más libertad a la gente y a las empresas, y que el Estado no se meta en relaciones en las que no se debe meter”.

La contradicción con la que arranca esta nota es un clásico de la historia del poder en democracia. Siempre hay una tensión entre lo que un presidente decía cuando era candidato, y lo que hace cuando es presidente. Hasta hace cuatro meses, Javier Milei era un agitador, tal vez uno de los más talentosos agitadores que haya tenido la democracia argentina en sus jóvenes 40 años. Tenía un mensaje claro, coherente y proponía un plan sencillo para resolver los problemas del país. Ahora es el Presidente, y cuando los candidatos se transforman en presidentes, descubren una palabra mágica, que Milei usa mucho en estos días: “restricciones”. Los que le piden que cumpla lo que prometió no entienden las “restricciones”. En la sutil jerga presidencial, son “imbéciles”, “idiotas”, que no entienden las restricciones.

-Pero, ¿cómo? —podría reclamarle alguien— No recuerdo que vos comprendieras hace unos meses las restricciones de los otros…

Él se encogería de hombros con cierta razón. Un candidato, un agitador, no tiene como objetivo entender los problemas de aquellos con los que compite: su objetivo es destruirlos. Un presidente, en cambio, intentará siempre que los demás comprendan sus propias restricciones -la casta, la herencia recibida, la sequía, la guerra en Corea del Centro y todas esas cosas- mientras trabaja para lograr algo, al menos algo, de todo lo que dijo que sería tan fácil lograr. Un día, claro, se acabará la magia y vendrán los pases de factura. Son las reglas. Mientras, hay que pelear para que eso se demore lo más posible.

Pero en este caso hay algo particular, más de Milei. Porque no se trata solo de un presidente que no logra hacer aquello que prometió sino de alguien que abandona una cosmovisión, una forma de ver el mundo, una escala de valores. Durante los siete años previos a su llegada al poder, Milei sostuvo sistemáticamente que el sistema de precios era sagrado porque era el mecanismo, el engranaje, por el cual las sociedades humanas manifestaban sus preferencias y, de ese modo, orientaban a la producción de bienes y servicios. Ese sistema era el mejor posible para promover el desarrollo y el crecimiento. Cualquier intervención estatal, por el medio que fuera, generaba distorsiones que solo provocarían pobreza y estancamiento.

Javier Milei durante la campaña
Javier Milei durante la campaña electoral

En distintas intervenciones, Milei le agregaba aditivos a ese argumento. Para eso recurría muchas veces a citas del austríaco Friedrich Von Hayek, el economista más renombrado de la Escuela Austríaca. Si alguien pretendía intervenir en el sistema de precios incurría en algo que Hayek llamaba “la fatal arrogancia”, es decir, en creer que podía encontrar un punto de equilibrio mejor que aquel que surgía del libre juego de las fuerzas del mercado. La situación era más grave aún. Solo había dos opciones para un gobierno: la libertad o el socialismo. Cualquier regulación generaba distorsiones que obligaban a poner más regulaciones, que provocaban aún más distorsiones para finalmente terminar en regímenes como el chavismo. Más o menos eso es lo que decía Hayek en Camino de Servidumbre, otro de los libros más citados por el Presidente.

O sea que, al fijar un precio, el de las prepagas, el Presidente ha decidido transgredir una serie de principios que, hasta el 10 de diciembre, eran la piedra de apoyo de todo su castillo conceptual.

Pero ojalá fuera la única transgresión. El Presidente decidió intervenir, y lo hizo con éxito, en el resultado de una negociación privada para establecer el salario de los camioneros. El Presidente ha decidido fijar el precio del tipo de cambio, en lugar de someterlo a las fuerzas del mercado. El Presidente privilegia el trato con algunos sectores de la economía y discrimina a otros, ya sea por medio del control de precios diferenciado o mediante el sostenimiento, la profundización o la creación de regímenes de excepción. El Presidente ha decidido, por si fuera poco, aumentar fuertemente algunos impuestos y mantiene por más tiempo del anunciado subsidios al transporte y a la energía.

Hay una cadena interminable de contrastes entre su doctrina y su práctica, entre el credo que guió la así llamada batalla cultural y los hechos concretos.

Ese detalle, que es cada vez más notorio, admite distintos análisis, que no necesariamente son contradictorios entre sí.

Puede haber sucedido que el Presidente, en muy poco tiempo, haya descubierto que todo aquello en lo que creía era un error. Esto es, que Murray, Milton, Robert y Lucas no tenían razón y que un Estado tiene que usar su poder con sabiduría para regular, en ciertos momentos, algunas de las relaciones que existen en la sociedad. Entonces, si un empresario, o un grupo de empresarios, abusan con los aumentos de precios, lo que corresponde es castigarlos en lugar de esperar que un competidor más eficiente o sensato los desplace del mercado.

Se trataría de un proceso demasiado vertiginoso, de una especie de epifanía, de algo un tanto violento. ¿En tan poco tiempo tirar tantos libros a la basura? Pero podría ser algo positivo. Es mil veces preferible un presidente pragmático a uno dogmático.

Lo segundo que puede haber ocurrido es que Murray, Milton, Robert y Lukas hayan sido apenas una herramienta para el Presidente cuando era candidato, y no una convicción, una referencia pero no una escala de valores sincera. Le servían a Milei para arengar en actos y polémicas y castigar al Gobierno, los presentaba como un plexo de creencias muy firme, como un sistema cerrado e innegociable. Pero, en realidad, ya sabía que el ejercicio de la presidencia consistiría en reemplazarlos por una interacción cansadora e interminable con la realidad. En ese toma y daca, correspondería aplicar un poco de intervención, y un poco de liberalismo, un poco de poder del Estado y un poco de laissez faire, todo en su medida y armoniosamente, como decía algún ex presidente.

En ese caso, estaríamos ante alguien con talento político, que juega el rol que corresponde a cada momento: rígido, simplista y terminante cuando es candidato, movedizo cuando es Presidente. Se trataría de alguien más inclinado a defender su poder que a defender los principios que antes enarbolaba. Y también de alguien que puede cambiar, a veces vertiginosa y violentamente.

El peor de los escenarios es que Milei siga creyendo que no es bueno para una sociedad regular precios, salarios y tipo de cambio -porque empobrece y, al final, lleva al comunismo-, pero que lo esté haciendo porque privilegia sus necesidades personales antes que sus convicciones. Por ejemplo, supongamos que para Milei es muy urgente llegar lo antes posible al dígito de inflación para mantener sus altos niveles de aprobación. En ese caso, tal vez fijaría algunos precios –como las prepagas o el tipo de cambio-, o mantendría por más tiempo algunos subsidios, de tal manera que la inflación baje más rápido de lo esperado. Y lo haría sabiendo que esas cosas alguien tiene que pagarlas, con peores servicios de salud o con un salto brusco del tipo de cambio en el futuro. En ese caso, no sería un gesto de pragmatismo sino de cinismo político: toda la sociedad pagaría para que él mantuviera la magia de la campaña por algunos meses más.

No sería el primero que lo hace, claro: pisar el dólar, por ejemplo, fue el principio del fin de la convertibilidad, del kirchnerismo, del macrismo, y de la última versión del peronismo. Es lindo mientras dura pero muy feo cuando estalla.

O, tal vez, lo que ocurre es que hay un contraste entre los valores del Presidente y su personalidad. Él cree en que las sociedades deben fluir libremente y que cada uno debe fijar el precio que le parece y atenerse a las consecuencias en el mercado, y que cualquiera puede opinar lo que le plazca sin sufrir escraches por parte del Aparato de Propaganda Estatal. Cree de verdad en eso. Pero, una vez en el poder, se enfurece cuando las cosas no funcionan como él quiere. Entonces escracha a los que le opinan en contra y combate con los empresarios que hacen lo que él permitió que hagan: como si hubiera un conflicto entre sus creencias y su capacidad para ser fiel a ellas.

En cualquier caso, no sería el primer liberal/libertario que recorre caminos imprevistos. Ludwig Von Mises, uno de los ídolos del Presidente, escribió en 1927: “No puede negarse que el fascismo y otros movimientos similares están llenos de buenas intenciones y que su intervención ha salvado, por el momento, a la civilización europea. Los méritos del fascismo le aseguran, por lo tanto, un lugar eterno en la historia. Pero así como su política ha traído la salvación hasta el momento, no es de aquellas que pueda asegurar éxito en el futuro. El fascismo fue una herramienta de emergencia. Sería un fatal error percibirla como algo más que eso”.

Tal vez, finalmente, las cosas sean mucho más simples. El viernes, Milei les dijo a los empresarios más ricos de la Argentina. “¡Van a tener que poner las pelotas!”. Les reclamaba que invirtieran más. ¿Y si no les conviniera porque, por ejemplo, no hay consumo o el dólar está demasiado bajo? ¿Por qué desde la poltrona alguien cree que puede indicarles lo que hacer?, preguntaría un libertario.

Un peronista, en cambio, aplaudiría: así se habla. Les dijo en la cara lo que había que decirles.

¿No será qué en el alma de todo argentino, al final, siempre anida un peronista, y que el peronista que ocupa el cuerpo del Presidente empieza a salir del closet?

Por las dudas habría que empezar a construir un canil para Juan Domingo. Murray, Roberto, Lucas y Milton lo recibirán sin problemas.

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