Cuando llegué a la misa exequial de Santiago Manuel de Estrada, al entrar a la Iglesia del Pilar me embargaba un hondo pesar. En ese preciso momento coincidimos con un prestigioso economista, quien después de saludarme me preguntó: -¿Hay alguna buena noticia? A bocajarro le respondí: -sí, tenemos un amigo en el cielo. A partir de ese momento, y mientras trasponía el atrio de la vieja parroquia, una invisible lluvia de lágrimas se convirtió en un llanto sonriente en mi corazón.
La llama que arde sin consumirse
No me cabe duda de que de Santiago Estrada se pueden decir muchas cosas, sobre todo sumar elogios a una personalidad excepcional, y una de las que más se escuchan es que fuera tan querible. No hacía falta que él hiciera ni que dijera nada; le bastaba con ser. El nos hablaba hasta con un resonante silencio desde su alta dignidad, que ciertamente no tenía nada de envaramiento. Porque en su solo existir, se nos hacía evidente que no es lo mismo vivir, que honrar la vida.
En una persona que no albergaba un milímetro de demagogia y menos de zalamería, este fluir que atraía en él es algo muy curioso que siempre llamó mi atención. Mucho más cuando se tratara, como en su caso, de alguien nada tímido, pero sí mas bien callado, con un temperamento de cierto empaque taciturno. El pertenecía a la envidiable especie de hombres de hablar escueto, que cuando dicen algo hay que parar la oreja. A tal punto le era connatural ese modo de ser, que desconocía completamente esa actitud tan común y tan humana de hacerse el simpático.
Pero también es llamativo, sobre todo entre los hombres públicos, registrar que nunca me han hablado mal de él. Mentiría si dijera que alguna vez he escuchado una invectiva en ese sentido, muy por el contrario. Es estadísticamente posible que sobre un hombre tan conocido como lo era él haya habido opiniones adversas, pero ese radar no está en mi experiencia personal. Cuando lo normal en el ágora política es un inmisericorde despellejamiento mutuo, esto no deja de constituir una verdadera rareza y algo de carácter muy excepcional.
Los temas más trepidantes, cuando ser trataban con él, se remansaban en aguas de quietud. Es parte de lo que antes solía llamarse el bonus odor Christi (buen olor de Cristo) y lo que en el lenguaje eclesiástico se denomina olor de santidad, que en algunos santos ha sido físicamente perceptible como un perfume de rosas y no sólo como una hermosa metáfora que queda bien mencionar. Siempre con su camisa blanca y su traje gris claro, Santiago tenía la elegancia del espíritu.
Al estar con algunas personas-erizos, a veces duelen los alfilerazos de sus espinas, pero con otras uno siente caricias en el alma. Santiago era como una llama serena que ardía sin consumirse, brindando -sin que se notara- un cálido fulgor. Aun sigue brillando en la oscuridad, quizás más que antes, con su tenue pero consistente luz y su ardiente pero sereno calor. Hay seres que queman a su alrededor, otros cristalizan a quienes tratan con una frialdad glacial, pero también hay quienes esparcen una tibieza que nos reconforta con su apenas tangible calidez, tan suavecita pero en la medida justa que entona toda nuestra vida.
Algo sucede a nuestro alrededor
Con su muerte se vivió un momento un tanto extraño. En vez de unos aires lastimeros y unas caras graves -que las hubo-, lo que percibí en tantas personas que lo conocieron fue un dolor sereno y alegre. Un desgarro que en vez de dañar, deviene sanador. El dolor, cuando se lo asume con una actitud madura, purifica y hace mejores a las personas. Es así; quienes han sufrido con templanza adquieren una nueva madurez. Mas: diría que si no se ha pasado por la prueba del sufrimiento no se puede alcanzar la plenitud de lo humano.
El dolor, físico o moral, es ¿incompatible con la alegría? No me parece que lo sea. Los mártires cristianos de los primeros siglos iban a la muerte entonando cánticos de alabanza y de gozo. Los ayes del parto de una madre se trocan en la fruición de una nueva vida en el mismo momento de ver el fruto de sus entrañas. El tono de nuestro existir no es nunca ni agrio ni dulce; es siempre, siempre, agridulce.
La alegría es un rasgo de la santidad, comenzando porque la palabra Evangelio significa buena noticia. La poetisa Gabriela Mistral lo expresa así: Estoy alegre/dice el hombre de fe,/porque trabajo en este solar de Dios/que es el mundo. A mí me ha llamado la atención que una considerable cantidad de documentos del papa Francisco incluyan en el título la locución latina laetitia o gaudium (alegría). Es la alegría que sólo se alcanza por la donación.
Esto no es una apología, simplemente quiere ser un testimonio. Quienes tuvieron la gracia de conocer a Santiago, de tratarlo y de percibir su encanto, son unánimes en su gratitud, aunque él no le daría ninguna importancia. Quizás sea porque tenía esa rara cualidad de dar a las cosas su verdadera dimensión. Dicho con la expresión de Spinoza, Santiago percibía las contingencias de la vida sub specie aeternitatis, en su real objetividad, y eso es porque él las miraba en su realidad más plena.
Cuando esa misma noche le comuniqué, compungido, a una conocida periodista que había muerto un santo, ella, que también le conocía, de inmediato me acotó: un santo de la puerta de al lado. Con este sintagma el papa Francisco ha querido denominar a aquellos cristianos que no figuran en el catálogo de quienes han sido canonizados, pero que si sabemos prestar atención, conforman una muchedumbre imposible de contar, desparramados a lo largo y a lo ancho de todo el mundo y de toda la historia.
A veces tenemos una visión grandilocuente de la santidad, como si fuera un patrimonio de los grandes taumaturgos. Pero esto no es lo que identifica a los santos de la puerta de al lado. El mismo papa lo explica: son los padres que crían con tanto amor a sus hijos, los hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos y las religiosas ancianas que siguen sonriendo. Es la heroicidad de quienes viven cara a Dios en la vida ordinaria y que hasta diría que no se reducen a una sola iglesia o a una única religión.
La virtud de la coherencia
Me atrevo a continuar la enumeración del papa. Los santos de la puerta de al lado están también en la vida pública. No me extrañaría que al leer esto alguien pueda dar un respingo. ¿En la política? Sí, en la política. La política, y no sin razón, suele ser vista de una manera muy negativa por la generalidad de las personas, al punto de que es bastante frecuente que se desaconseje su participación en ella por considerársela un seguro e inevitable ámbito de corrupción. Como ha acontecido mas de una vez en nuestro pasado, parecería que en el sentir común, la política ha pasado a ser en el mejor de los casos un mal necesario que si fuera posible habría que suprimir.
Sin embargo, algunos casos como el de Santiago nos muestran que, aunque sobrevengan las dificultades, el bien siempre es posible, que allí donde abunda el pecado sobreabunda la gracia, y que las adversidades y las tentaciones de todo tipo pueden ser muy grandes, pero no siempre ellas tienen la última palabra. La viva presencia invisible de este hombre nos confirma que es así y que hay una nueva luz brillando en nuestro cielo.
En él encontramos la evidencia, porque sin pretender comparaciones, podemos comprender también que Santiago pertenece a la saga de los hombres públicos de la estirpe de Tomás Moro, que supieron ser coherentes con su fe, o la de quienes fueron los constructores de la unión europea, como el italiano Alcide de Gasperi o el francés Robert Schuman, ambos en proceso de canonización.
La vida de Santiago de Estrada es un manual de instrucciones para quien quiera conocer cómo tiene que ser la actuación de un cristiano en la sociedad y en especial en la política, pero sobre todo es un modelo para quien se proponga vivir una fidelidad a sus principios en un ambiente donde sobran las oportunidades de traicionarlos, de deslizarse blandamente y con toda naturalidad a lo peor, sin ni siquiera ser demasiado consciente de esa hipócrita degradación.
La conciencia moral se ha atenuado en nuestro tiempo hasta límites insospechados, pero están también los que vuelven a elevar el listón.
Aunque es un formidable don, creer no es tan complicado. Lo que es difícil es la coherencia de la fe. Mantener unas convicciones que van en contra de las condiciones que ofrece la práctica de la vida social, puede ser muy difícil, como nos lo muestra día a día la propia realidad. Una cosa es lo que uno cree y piensa, pero otra muy distinta es mantener esas ideas y esas creencias a lo largo de las oscilantes vicisitudes de toda una humana existencia. Ahí es donde se ve la integridad, y no tanto en la mera profesión abstracta de la fe, porque en la cancha se ven los pingos.
Los santos de la puerta de al lado nos alumbran pero no encandilan. Su esplendidez no enceguece. Uno ni se entera del todo que está con ellos y a veces ni sabemos quienes son, porque no nos piden nada a cambio, pero están ahí, y suelen permanecer junto a nosotros de una manera silenciosa y casi imperceptible.
Siempre me llamó también la atención que Santiago no apareciera de ordinario en los grandes diarios ni tampoco en los programas de la televisión, aunque obviamente podría haberlo hecho y con holgura. Nadie lo iguala en su permanencia en los diversos escenarios de la función pública. Pero eso no significaba una ausencia, porque los oropeles no eran lo suyo. Muy por el contrario, él estaba trabajando.
Su presencia era como la de los padres que traen a casa el pan nuestro de cada día o las madres que amamantan con amor a sus hijos infundiéndoles su aliento vital. Nos sentimos seguros porque sabemos que ellos están a nuestro lado y nos asisten y nos ayudan, sin pasarnos factura en su callada presencia por servirnos.
Los santos de la puerta de al lado no conocen los cursos de marketing ni las estruendosas ofertas que lo prometen todo y en las cuales tantas veces caemos como chorlitos. Sin embargo, tienen algo mucho, pero mucho más precioso para ofrecernos. Si de propuestas se trata, la de ellos es la mejor de todas, porque nos brinda gratuitamente una mercancía incomparablemente más valiosa que la de los anuncios de la omnipresente publicidad que nos aturde.
Tenemos entre manos un mundo maravilloso y a veces nos hace falta encontrarnos con personas como Santiago para recordarlo. Ellas nos hacen vislumbrar la huella de Dios que nos oculta el follaje. Está en nosotros y en nuestra voluntad que se sustenta en su ejemplo restituir a ese entramado en el que transcurre nuestra vida, la maravilla de su bien, su verdad y su belleza original.
Como él, esas personas están ahí, a nuestro alcance ¿Por qué somos tan tontos de no verlas, de no disfrutar de su armonía? Cuando vemos mendigando a las multitudes, dispuestas a pagar fortunas por espejitos de colores, no deja de ser una paradoja que en esa gratuidad de su ejemplo es donde pueda encontrarse el secreto de la verdadera felicidad.
Ellos están ahí para restañar nuestras heridas, para acoger nuestros desconciertos, para abrirnos a un horizonte de esperanza. Son nuestros amigos sonrientes, son los santos de la puerta de al lado.