Analicemos algunos de los fundamentos de la “regulación”. Más precisamente de la relación entre la regulación y el mercado, teniendo en cuenta que nuestro sistema jurídico/político se funda y garantiza la existencia de una sociedad libre, donde cada uno de sus miembros toma decisiones regidas por el principio de la autonomía de la voluntad, sin perjuicio de la actuación -subsidiaria en la mayoría de los casos y en otros principal o directa- del Gobierno.
Todos recordamos el texto del artículo 1197 del Código Civil de Vélez Sarsfield, de tan elegante redacción: “Las convenciones hechas en los contratos… (N. de la R: creo que debe ser extendido a todo tipo de relación jurídica entre particulares) ...forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma”, es decir, una “regla” o norma que, para las partes, es como si fuese la ley emanada del legislador gubernamental.
De igual manera lo establece el actual Código Civil y Comercial (CCC). Así, según su art. 957, “el contrato es un acto jurídico por el cual las partes manifiestan su consentimiento para crear, regular,modificar, transferir o extinguir relaciones jurídicas patrimoniales”, es decir, el contrato es la regla o norma particular. Por su parte, el art. 959 reafirma el efecto vinculante del contrato: “Todo contrato válidamente celebrado es obligatorio para las partes. Su contenido sólo puede ser modificado o extinguido por acuerdo de partes o en los supuestos en que la ley lo prevé”. Como vemos, el nuevo Código Civil, como el histórico de Vélez, y el de todas las legislaciones occidentales, mantiene el criterio del pacta sunt servanda: el contrato es una norma para las partes que debe ser cumplida como la ley misma, como si fuese una ley.
Como si fuese una ley, pero no es la ley en sentido propio. Esta es la que nace de la autoridad o Gobierno. Santo Tomás de Aquino definía a la ley como “una prescripción de la razón, en orden al bien común, promulgada por aquél que tiene el cuidado de la comunidad”. Esta es la ley emanada de la autoridad, del Gobierno, la ley a la que se refiere la Constitución cuando, al organizar el Gobierno Federal, define la competencia del Poder Legislativo, aunque también, de manera extensiva, están comprendidas dentro de la definición del aquinate, las “leyes” que la Constitución autoriza crear al Presidente, como igualmente los reglamentos emanados de una autoridad administrativa o los reglamentos establecidos por el Poder Judicial.
Pero el actual CCC, como el anterior, está pensando en otro tipo de norma, que, por lo expuesto, no deberíamos denominar ley, aunque es como si lo fuera. Una norma que es para las partes como si fuese la ley, es decir, es obligatoria. Esta norma contractual es creada por las partes y goza para ellas –sólo para ellas, según el principio “res inter alios acta”- de “efecto vinculante” (art.959, CCC).
El contrato es, entonces, una norma particular y autónoma, esto último porque es creada por la voluntad de la las partes y puede ser extinguida o modificada por las partes, como lo dice expresamente el art. 957, cuántas veces ellas deseen, cuántas veces ellas entiendan que debe hacerse. Nace de la autonomía de la voluntad, de la libertad individual, que está también garantizada por el artículo 958 de Código Civil, “las partes son libres para celebrar un contrato y determinar su contenido…”, todavía con más fuerza en la nueva redacción establecida por el decreto de necesidad y urgencia 70/2023, de fuerte inspiración en el art. 19 de la Constitución Nacional.
Pero sin perder esta condición de norma particular y autónoma, el contrato tiene un efecto que podríamos calificar de “expansivo”. Es que en la gran mayoría de los casos, estas normas particulares tienen un objeto semejante a otras normas particulares, emanadas de terceros. Es decir, estas relaciones jurídicas que son normas particulares tienen un contenido (objeto debido e igualdad como medida en la relación de justicia) que son similares a otras relaciones jurídicas comparables y cognoscibles, especialmente en un mundo globalizado, como el actual, de enorme facilidad de comunicación e información en tiempo real absoluto.
Estas relaciones jurídicas semejantes que se celebran en otras ciudades, en otras provincias, en otros continentes, forman lo que llamamos “el mercado”, que actúa como guía de la voluntad de las partes en la relación jurídica. A diferencia de las economías planificadas, totalitarias, el mercado no impone sino que guía a la voluntad de las partes, es un punto de referencia, siempre que haya suficiente información y siempre que la actividad del mercado esté absolutamente garantizada en su libertad y corrección, lo que normalmente lo hace el mismo mercado.
De esta manera, las normas particulares (junto con otras a las que me referiré enseguida) forman lo que podemos denominar “subordenamiento jurídico del mercado”, el que constituye el sector privado del ordenamiento jurídico, es decir, la Sociedad. Es el “reino” del derecho privado, donde las relaciones jurídicas se rigen por la virtud de la justicia particular en su especie conmutativa. El derecho privado es el derecho del mercado, donde predominan la legislación civil y la comercial.
Pero en un ordenamiento regido por el principio de la “libertad ordenada”, según la clásica calificación de la Corte Suprema norteamericana, lo expuesto no basta. Recordemos la declaración/garantía del art. 19 de la Constitución Nacional: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”.
Es común interpretar a este artículo 19 como referido a lo que el individuo piensa en el interior de su conciencia (en el “fuero interno”, para usar una expresión del Derecho Canónico) o hace dentro de las cuatro paredes de su casa o de otro ámbito privado. No, no es solamente eso; las acciones privadas de los hombres existen también en el “fuero externo”, son también sus relaciones exteriores, entre ellas, precisamente, las relaciones jurídicas privadas, particulares, autónomas. Las “acciones de los hombres” van a ser “privadas” en la medida en que “de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública ni perjudiquen a un tercero”. En estas condiciones, sin perjuicio de estar reservadas a Dios (siempre rige la ley natural) estarán “exentas de la autoridad de los magistrados”.
¿Qué significa tal exención? En lo que aquí nos interesa garantiza la preeminencia de la autonomía de la voluntad y de la libertad de contratación de las partes. Por supuesto será procedente la presencia de la autoridad de los magistrados en los casos en que una de las partes deje de cumplir lo comprometido, porque aquí estaremos en la hipótesis del perjuicio a la contraparte –a estos efectos, un “tercero” según el art.19- y estaríamos también ofendiendo al orden (riesgo de violencia civil, por ejemplo, o de multiplicación de incumplimientos contractuales) y eventualmente a la moral pública.
Conforme con lo expuesto, se nos presenta, en la base de una imaginaria pirámide jurídica, un muy ancho sector cubierto por la libertad de contratación y las reglas del mercado. Pero, recordemos, el art. 19 cit., in fine, también declara: “Ningún habitante de la nación será obligado a hacer lo que no mande la ley ni privado de lo que ella no prohíbe”, lo que quiere decir que la ley (la heterónoma, emanada de la autoridad o Gobierno) puede prohibir alguna actividad o puede mandar hacer algo en concreto, imperativamente. Así también el art. 19 se vincula con el artículo 14 de la Constitución, que establece que los derechos que el mismo artículo enumera (y por supuesto, aquellos que se encuentran en otras normas constitucionales) se ejercerán conforme las leyes que los regulen.
Siendo el principio preeminente (en el campo del derecho privado) la autonomía de la voluntad ¿cuál es la razón que justifica la existencia de normas heterónomas (ley, decretos, etc), además de la propia voluntad de los interesados en el contrato, regulatorias del ejercicio de los derechos? Esto es así porque algunas acciones privadas de los hombres pueden afectar al orden, a la moral pública o dañar a terceros, es decir, pueden afectar, en definitiva, al bien común. Cuando ciertas relaciones jurídicas privadas (en general por su contenido) son suceptibles de afectar directa e inmediatamente al bien común, nace la obligación de la autoridad pública de intervenir para volver a orientar la actividad de los particulares en beneficio de aquel bien que es la causa final de la existencia de la comunidad.
Lo normal es que la actividad de los particulares espontáneamente beneficie al bien común, aunque en algunos casos excepcionales, con o sin intención, puede resultarle perjudicial. Adam Smith señalaba que el que podamos comer un asado esta noche no depende de la benevolencia del carnicero (lo actualicé) sino de su afán de trabajar, de su afán de lucro, de su afán de vivir bien él y su familia, pero sin embargo su sola actividad, espontáneamente, me permite a mí comer el asado.
Es decir, las acciones privadas, que obviamente se orientan al bien del propio agente, benefician espontáneamente al bien común; son de por sí “externalidades positivas”, porque en un radio de unas pocas calles hay una carnicería y un almacén y una panadería y un teatro, yo instalaré un restaurante.
Los “mercados” se alimentan recíprocamente, se asisten y promueven, como si dispusiesen de una “mano invisible” (A. Smith) a tal efecto.
Tal “mano” existe, a veces visible y otras invisible. Se trata de la denominada por la filosofía aristotélico-tomista, “justicia general”, o del “bien común”, o, también, “legal”. Es una virtud connatural al hombre, por la cual se nos genera el hábito (la virtud es un hábito bueno) de orientar todas nuestras acciones (jurídicas o no) hacia el bien común, incluyendo a aquella enorme mayoría de nuestras conductas, que son las que persiguen nuestro bien individual. Se encuentra en la misma naturaleza del hombre, que es ser individual y social a la vez.
La justicia general es la impulsora de esa ansiedad de bien común que todos sentimos espontáneamente, y así conduce como si fuese una “mano invisible” nuestras acciones hacia ese bien sin el cual no serían posibles los bienes particulares. Claro, no es guía de conducta de ciertos individuos en quienes, en lugar de predominar la virtud, lo haga el vicio (hábito malo).
El bien particular sólo puede lograrse en la polis o comunidad política, la que supone y exige un cierto orden (la “libertad ordenada”) al que no es ajeno la misma justicia general, ya que su fin es el bien común y este es el fin de la polis para el beneficio individual de cada una de sus partes, de los individuos que la componen (la polis no es otra cosa que un cierto orden colaborativo –un gran “mercado”- de un conjunto determinado de individuos).
El orden necesita de un ordenador, pero la comunidad política tiene una particularidad: los primeros ordenadores, los ordenadores inmediatos y directos, son los propios individuos a través del conjunto de sus relaciones, jurídicas o no (de los mercados, principalmente en lo económico), pero también la organización creada para garantizar tal libertad ordenada: el Gobierno o autoridad, que sólo existe para defender y promover nuestros derechos, principalmente el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, como lo declaran los documentos fundadores del constitucionalismo moderno (declaración de la independencia USA y declaración de derechos de la revolución francesa) sin perjuicio de ser principios ya presentes en el núcleo de la filosofía polìtica greco-romana-judeo-cristiana. Debo subrayar que es el Gobierno y no el Estado “leviatánico”, totalitario, todavía persistente en muchas doctrinas polìticas/económicas, aunque disfrazado con ropajes democráticos (recordemos que nuestra Constitución no se refiere al Estado sino al Gobierno, federal o de provincias; el Estado es sólo la subjetivación jurídica del Gobierno en lo interno y en lo externo; distinto es en algunas constituciones europeas, influídas, reitero, por ideas estatistas: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho…”, art. 1.1 de la Constitución del Reino. Nada de esto se encuentra en nuestra Constitución, donde no hay Estado sino Gobierno)
La justicia del bien común es “general” y del “bien común” porque orienta a todas nuestras acciones hacia tal bien, pero también se la denomina “legal” porque en algunos casos requiere de la ley (heterónoma, emanada del Gobierno) para ayudar en dicho cometido.
El Gobierno lo hace en la mayoría de las hipótesis con normas supletorias, dispositivas para las partes (estas “disponen” de su aplicación o no). En otros casos lo hace mediante normas imperativas, obligatorias, indisponibles. Recordemos que los arts. 963 y 964 del CCC establecen la “prelación normativa” (orden jerárquico de aplicación de las normas) donde primero se encuentran las normas imperativas, luego las normas autónomas, las creadas por las partes en el contrato, y recién después las normas supletorias.
Las normas indisponibles forman el núcleo de la regulación. La regulación no es otra cosa que la incidencia de la autoridad gubernamental sobre la libre voluntad de las partes y por lo tanto sobre el funcionamiento del libre mercado. En una sociedad libre la regulación es, por naturaleza, excepcional: sólo en los casos en los que la actividad particular puede incidir directa e inmediatamente de manera desfavorable sobre el bien común. Recién allí aparece la “autoridad de los magistrados”, en este caso sin necesidad de petición por el eventual agraviado particular. La nueva redacción de algunos artículos del CCC hecha por el DNU 70/2023 se orienta fuertemente en tal sentido, que no es otro que el establecido por nuestra Constitución cuya preeminencia se encuentra ahora más que reforzada.
Recordemos también que nuestros Padres Fundadores definieron muy bien que entre los objetivos de nuestra convivencia política basada en la Constitución, se encuentran los de “afianzar la justicia, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad…” (Preámbulo).
Lo expuesto hasta aquí se aplica en el campo del derecho privado, que es el derecho del mercado. El derecho público, en cambio, es un ordenamiento “fuera del mercado” porque en éste rige el principio de la competencia: precisamente la denominada “administración de legalidad” es la administración con sujeción positiva a la ley.
Mientras que los particulares pueden hacer o no hacer según su voluntad autónoma, salvo en los casos en que la ley (imperativa) manda o prohíbe, los sujetos y entes públicos solo pueden hacer lo que la ley les manda. No sólo no deben hacer lo que la ley les prohíbe, sino tampoco todo aquello que no les esté mandado por la ley, conforme con las reglas de la competencia, constitucional o legal.
Lo mencionado es lo que se denomina como “principio de la sujeción positiva a la ley” o “administración de legalidad”. Por lo tanto, todas sus relaciones jurídicas tienen, al menos, un núcleo imperativo, ajeno a la autonomía de la voluntad. El art. 19 CN no se encuentra dirigido a los sujetos y órganos públicos.
Por eso la actividad de los sujetos y órganos del sector público se encuentra fuera del mercado, entre ellas las calificadas como “servicio público”.
Debemos distinguir la regulación del servicio público. La regulación es una incidencia, una cualidad específica, que el Gobierno legislador imperativo inserta en la norma privada autónoma, en el acuerdo de voluntades, obligando a incorporar un cierto contenido, a un determinado hacer o no hacer. En cambio, en el servicio público la actividad, de por sí, se encuentra ajena al mercado.
La regulación supone que hay actividad privada básica; el servicio público, en cambio, extrae una determinada actividad del mercado, por una decisión del Gobierno, decisión que debería siempre ser tomada por ley porque evidentemente al afectar al mercado afecta de alguna manera la libertad. Entonces el servicio público exime a la actividad así calificada de las reglas del mercado ¿Totalmente? Puede que no totalmente, ya que ciertas actividades accidentales, no sustanciales, al servicio pueden estar guiadas por las reglas del mercado, pero el corazón o núcleo del servicio público no pueden regir, por naturaleza, las reglas del mercado.
Claro que las actividades públicas y privadas se interrelacionan. Ciertamente el mercado se resiente o se fortifica según la incidencia gubernamental (a más gobierno menos mercado) y la actividad gubernamental no puede ser indiferente al mercado, tanto en general (política económica) como en situaciones particulares (por ej., contratos). Pero la Sociedad libre necesita del mercado como nosotros del oxígeno. También necesita de un Gobierno presente donde deba estarlo: pequeño pero fuerte, no gordo y fofo como el que nos proponen los populismos.