Con mi amiga Ana teníamos sueños parecidos. Estudiábamos tanto como salíamos, en la secundaria veíamos juntas todos los programas políticos, en la facultad trabajábamos para mantenernos y nos gustaba que nuestros novios fueran amigos. Ella se convirtió rápido en una profesional exitosa en el mundo corporativo. Hizo carrera. Éramos hijas del feminismo de los 80: a la oficina con trajecito sastre y haciendo dieta.
Habíamos aprendido de nuestras madres y de Moria y de Susana Giménez que ser libres era ser independientes en lo económico. Encontrar un oficio que nos gustara y ganar nuestra plata. Sobre todo, no necesitar de un hombre que nos pagara las cuentas porque, como decía mi vieja, “las formas de cobrarte eso siempre terminan siendo incómodas”. No fuimos educadas para casarnos y nos asqueaba que a las chicas de los colegios de monjas todavía les enseñaran labores como coser y bordar. Terminamos de formarnos con Carrie Bradshaw: vestidor propio y libertad sexual.
Cuando, a los 23, le conté que me iba a casar –porque también me eduqué con las novelas de la tarde, más Jeannette Rodríguez y Luisa Kuliok que Susanita–, Ana se puso a llorar. Estaba horrorizada y, aunque aceptó ser testigo del casamiento, hasta llegó a enojarse. Repetía, con la misma vehemencia que mi padre: “¿Para qué, si vos sos inteligente?”.
Pasaron los años, por lo menos veinte, que sí son unos cuantos. Yo tuve un hijo, me divorcié rápido, aprendí que el cuento de la independencia no era tan fácil y que exigía horas de sobrecarga, redes de apoyo y correr de un lado a otro. Ana se casó, tuvo a sus hijas y renunció a su trabajo para cuidarlas. Se mudó a un barrio privado, hizo una huerta en el jardín para darles comida saludable y se compró una máquina Singer para hacerles la ropa. Sigue por Instagram a influencers de crianza. A veces se entera por ellas que la situación del país es angustiante. Cada vez que la visito la veo feliz en su mundo. Sigo admirando el esmero que le pone a todo lo que hace, ser la ejecutiva del año o cultivar tomates. Siempre me pregunto quién rompió con más mandatos.
Esta semana la periodista inglesa Sophie Elmhirst cuenta en The New Yorker la historia de Alena Kate Pettitt, la precursora de las trad wives, el movimiento de mujeres que aboga por volver a lo doméstico y documenta en las redes cómo se reparte el tiempo entre los quehaceres de la casa y el cuidado familiar. Alena se hizo conocida en 2020 por un video de BBC News en el que compartía su ambición de “servir” a su marido. Pero hacía rato que ya era seguida por miles de esposas convencidas de que habían encontrado en ella a alguien que al fin las representaba. Una contrarrevolución (originalmente) silenciosa pero persistente que crecía mientras en todo el mundo las mujeres nos aliábamos masivamente en defensa de nuestros derechos.
Como Ana y yo –y la mayoría de las chicas de nuestra generación–, Pettitt se crió coleccionando Barbies. De hecho, le confió en una entrevista a Elmhirst que aún no había visto la película de Greta Gerwig porque temía que su ídola estuviera demasiado politizada, no muy lejos del “castrante” con que la señaló Shakira también esta semana. La cuestión es que los padres de Pettitt se separaron cuando ella era chiquita y el papá le fue comprando todos los accesorios de la muñeca de Mattel en sus excursiones de fin de semana a la juguetería. El mundo de su madre era bien distinto al de Barbieland: no había Ken a la vista, trabajaba full time y cuando llegaba se ocupaba sola de lavar y cocinar. La veía estresada.
Pettitt también creció en la era de Sex and The City y el Girl Power de las Spice Girls, y consiguió un trabajo y un departamento en el centro, pero a la vez añoraba la vida almidonada de las mujeres de la posguerra, la Barbie cocinera. Como si después no hubieran existido Mad Men ni Betty Friedan, dice Elmhirst. Como si Betty Draper fuera un modelo alegre. Como sea, comenzó a pensar en lo que quería realmente. Mientras otras leíamos a Friedan, ella llenó su biblioteca sin ninguna ironía de libros de etiqueta y modales para señoritas del siglo XVIII.
Cuando se puso de novia y decidió que no trabajaría fuera de su casa, al principio sintió algo de vergüenza. Aunque era lo que deseaba, sabía también que era todo lo contrario de lo que se esperaba de una mujer joven. Era incluso todo lo contrario de lo que le había enseñado su madre. Casi en secreto, abrió un blog bajo el seudónimo de Mrs Stepford –una resignificación de las esposas de la novela de Ira Levin que llegó al cine en 2004 con Nicole Kidman en el protagónico– donde enumeraba sus experiencias: la mejor forma de doblar una toalla o cómo servir la mesa.
Después tuvo un hijo, se hizo miembro de una iglesia y sintió la iluminación de Dios: entendió que ella misma tenía que escribir un libro. Editado en 2016, Ladies Like Us: A Modern Girl’s Guide to Self-discovery, Self-confidence and Love (Damas como nosotras: Una guía moderna para el autoconocimiento, la autoestima y el amor) se convirtió en best-seller y punto de partida de The Darling Academy, la web en la que anima a “las amas de casa tradicionales” a abrazar su rol en la casa y en la familia: “Está bien ser una esposa. Tener una carrera no es para todas. El feminismo se trata de elegir, y esta elección debe ser igual de válida, igual de valorada”, escribe. La Biblia de las trad wives es obviamente la Biblia, dice Elmhirst. Pero Ladies Like Us de seguro está sentado a la derecha.
“No hay nada malo con querer cumplir los sueños de cuando tenías 6 años –escribe Pettitt en otra parte del sitio–: querer ser cortejadas, usar cosas femeninas, casarte con el amor de tu vida, hornear tartas, criar bebés, vivir felices y comer perdices”. Su pedagogía para señoritas incluye instrucciones para ser hermosas y lidiar “femeninamente” con los problemas cotidianos. También la importancia de obedecer al marido: “El matrimonio es una sociedad, pero siempre hay alguien que manda y ese alguien es el padre”, porque “paga las cuentas y nos defiende con su fuerza”.
Por supuesto que cuando la BBC la descubrió en 2020, además de ganar algunas nuevas fans, se llenó de haters. En los comentarios llegaron a definir su prédica como “fascismo con voladitos”. El caso fue analizado por periodistas e intelectuales que la vincularon sin necesidad de hilar muy profundo con la reacción de la ultraderecha conservadora. Fue un shock para ella porque, más allá de su discurso sobre la obediencia doméstica, sentía que nunca había tenido pretensiones políticas fuera de recuperar el orgullo de ser mantenida. No, obviamente en su cabeza no cabía demasiado eso de que lo personal es político.
Mientras sufría las consecuencias sociales y las miradas juzgonas, empezó a estudiar a sus seguidoras: descubrió entonces que el movimiento de trad wives se había vuelto un hashtag comercial y que, en efecto, cada vez estaba más ligado a la ultraderecha violenta y menos a la etiqueta del hogar y los pastelitos. Todas las autodenominadas trad wives le parecieron artificiales y ridículas por separado y monstruosas como bloque uniformado. Stepford wives en su acepción primigenia. Su decisión inmediata fue cerrar su cuenta de Instagram.
Plot twist: mientras esta semana la Shakira de las mujeres facturan se quejaba de Barbie en la revista Allure y decía que prefiere la cultura que “busca empoderar a las mujeres sin robar a los hombres su posibilidad de ser hombres y también proteger y proveer”, Pettitt le contó por mail a Elmhirst que finalmente había visto la película de Gerwig. “Me encantó, me reí tanto que me dolía la cara. ¡Le rogué a mi marido que la viera!”, escribió según cuenta la periodista en The New Yorker. También le dijo que, ahora que su hijo está más grande, tiene ganas de volver a trabajar y hasta considera separarse. “Nunca se sabe qué puede pasar en el futuro y yo estoy protegida financieramente, que es lo que hacemos tradicionalmente las mujeres inteligentes –cierra el intercambio Pettitt y suma un emoji–. Quizá eso no sea tan ‘trad’”.
Releo e interrumpo para hacer números. Claro que era una tradición sagrada que las amas de casa aprendieran a guardarse “un puchito” por si todo fallaba y había que salir corriendo de la supuesta seguridad del matrimonio. Tan cierto como que la mayoría de las mujeres que nos consideramos independientes no facturamos tanto como Shakira aunque tampoco lloremos. Lo que me da un poco de bronca es que entre las máximas de esas madres que nos criaron para ser tan autónomas –y mirar con recelo tanto a los hombres que proveen como a las mujeres que buscan eso– no haya estado la de guardarnos el famoso puchito por si teníamos que escaparnos de nosotras mismas.