Menos 24 de Marzo y más 10 de Diciembre

Es extraño que se haya establecido como feriado el día del golpe de Estado. Debe ser un caso único en el mundo. El uso faccioso que se le ha dado en los últimos veinte años torna necesario que alguna vez el Congreso lo modifique

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Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de 1983
Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de 1983

Un nuevo 24 de marzo vuelve a despertar las más encendidas pasiones y se reeditan las interpretaciones sobre los derechos humanos en la Argentina. Por supuesto que es siempre interesante analizar la historia. Es una disciplina apasionante. “Magistra vitae” (madre de la vida), la llamó Cicerón. Cervantes, en el Quijote, se refiere a ella como “émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”. El problema se presenta cuando un país, o una parte significativa de él, permanece atado al pasado, inmóvil, como preso de hechos que ya sucedieron y ajeno a una realidad que es muy distinta. También, cuando cualquier acontecimiento de la actualidad se pretende explicar en clave de algún acontecimiento pretérito.

El 24 de marzo ilustra esa patología argentina. El kirchnerismo usó esa fecha para imponer de manera oficial cierta visión de la historia, notoriamente falsa. La mayoría de la dirigencia no kirchnerista prefirió no confrontarla, por temor a recibir el infamante mote de “cómplice de los genocidas” o, lo que es peor, por cobardía.

Claro que es bueno recordar y enseñarles a los jóvenes que los golpes de Estado han sido funestos (el peronismo suele olvidar, y cuando se le olvida la necesidad de mantener cierta corrección política, llega hasta elogiar, el del 4 de junio de 1943), pero la fecha del 24 de marzo no se utiliza en ese sentido que casi todos compartimos, sino en uno más perverso: dividir las aguas y atribuir a todos quienes no participan de las ideas del peronismo kirchnerista y de la izquierda autoritaria la condición de acólitos de los “represores”.

Es extraño (lo he dicho y escrito innumerables veces) que se haya establecido como feriado la fecha de un golpe de Estado. Debe ser un caso único en el mundo. Se me contestará que el propósito no es celebratorio, sino destinado a la memoria y a la toma de conciencia, pero el uso faccioso que se le ha dado en los últimos veinte años torna necesario que alguna vez el Congreso modifique ese feriado.

Si ha de haber algún día relacionado a la consolidación de los derechos humanos, allí está el 10 de diciembre. En esa fecha de 1983 comenzó la actual etapa democrática. Es, además, el Día Internacional de los Derechos Humanos. Una jornada positiva, de celebración, que nos debería unir a todos.

La manipulación de la historia por parte del kirchnerismo no ha sido una cuestión académica o teórica. Por el contrario, se trató de un relato destinado a incidir decisivamente sobre el presente. Por eso es necesario desmontar, sin falsas culpas, esa operación.

Habrá que recordar que la Argentina padeció muchas dictaduras, algunas de origen democrático. Que el terrorismo de estado no nació el día del último golpe, sino unos años antes, concebido, orquestado y ejecutado desde las entrañas mismas del gobierno peronista. La aciaga Triple A fue organizada y dirigida por José López Rega, ministro de Bienestar Social de Héctor Cámpora, de Raúl Lastiri, de Juan Domingo Perón y de Isabel Perón, y secretario privado de éstos últimos, que actuó, sin dudas, ejecutando órdenes superiores.

Que si bien la violencia con la que el Proceso de Reorganización Nacional acometió la lucha antisubversiva fue absurda y demencial, y que el método de desaparición de personas fue cobarde y horrendo, esas prácticas fueron el corolario de décadas de desprecio por la legalidad y los valores constitucionales, y no un abrupto cambio de sentido en nuestra marcha histórica. A los jóvenes que no vivieron esos años les resultará asombroso enterarse de que el golpe fue recibido con indiferencia por unos y alivio por la mayor parte de la población.

Por otra parte, el abusivo empleo de la palabra “memoria” es tramposo. La “memoria” es una versión histórica parcial, sesgada, que borra los matices y las complejidades, y que exonera de responsabilidad a la “juventud maravillosa” que en su cínico afán idealista asesinaba con alegría a centenares de militares, policías, empresarios, sindicalistas y políticos.

Que se imponga la historia, aún con las legítimas discrepancias que despierte, y que ceda la insistencia en la “memoria”, que no busca la verdad, sino que procura imponer una visión simplista y errónea sobre la cual se edificó una política populista que hoy la sociedad mayoritariamente rechaza.

A Néstor Kirchner no le interesó jamás el tema de los derechos humanos. Sobran los testimonios del desdén que exhibió sobre esa cuestión cuando era gobernador de Santa Cruz. Ya en la Presidencia, la usó en forma desfachatada, presentándose como el fundador de los derechos humanos en la Argentina, negando la obra que había realizado Raúl Alfonsín y elevando a una categoría épica su decisión de hacer bajar un cuadro de un jefe del Ejército, cuando ese gesto ya no implicaba el menor riesgo.

Del mismo modo, esta errónea interpretación de los derechos humanos permeó a muchos jueces, que les negaron y aún hoy lo siguen haciendo a militares y miembros de las fuerzas de seguridad imputados por delitos en la lucha contra la subversión la aplicación estricta del debido proceso, como si hubiera dos estándares: uno para los criminales comunes, respecto de los cuales se imponían visiones abolicionistas, y otro para los militares, en cuyo caso se flexibilizaba, entre otras cosas, el principio de inocencia, se les negaba la prisión domiciliaria luego de los 70 años o se les impedía estudiar o tener acceso a la salud. Todo esto revelaba el carácter farsesco de la invocación de esa idea liberal, cuya característica más saliente es la universalidad.

Ya es hora de terminar con ese relato. No se trata de reivindicar los métodos salvajes con que en muchos casos se reprimió a los terroristas, sino de dejar de lado la funesta mirada sobre estos como defensores de la democracia, la libertad y los derechos humanos. No lo eran. Postulaban el autoritarismo más opresivo, descreían de los valores democráticos y se burlaban del estado de derecho como un prejuicio burgués.

Por eso, también es tiempo de quitarle el monopolio de la verdad en materia de derechos humanos a algunos individuos y entidades, que han venido durante estos años lucrando con ellos. Esa bella idea, heredera del iusnaturalismo racionalista, del parlamentarismo inglés, del enciclopedismo y de los grandes movimientos liberales de los siglos XVII, XVIII y XIX, no puede asociarse de ninguna manera a las ideologías que, en abierta pugna con ese legado, adoptan su lenguaje para disfrazar con hipocresía fines políticos que nada tienen que ver con la democracia pluralista.

Es un extraño fenómeno de la Argentina que haya identificado durante el kirchnerismo como oráculos infalibles de los derechos humanos a personas que admiran a dictaduras totalitarias como la de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Rusia o a regímenes teocráticos como el de Irán.

Hay que enfrentar este desatino de frente, sin timidez, sin falsas culpas. No está en juego nuestro pasado, que es inmodificable, sino nuestro futuro.

Las garantías constitucionales se deben aplicar siempre, sin importar quiénes sean los imputados. Eso quedó claro en el origen de nuestra actual etapa democrática. A esos principios nos debemos aferrar con uñas y dientes, porque son la única base sólida de una convivencia civilizada y en paz. Dejemos el espíritu revanchista y mezquino que anida en las conmemoraciones del 24 de marzo y retomemos los valores democráticos, republicanos y genuinamente liberales que evoca el 10 de diciembre.

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