La gestión del inesperado presidente Javier Milei acaba de cruzar ese Rubicón que representa para todo gobierno los primeros 100 días de luna de miel, adentrándose en un terreno que, como es previsible, le deparará mayores exigencias y nuevos desafíos para recrear a diario las mayorías que lo llevaron al poder.
Si bien es cierto que el gobierno del libertario llega no solo con importantes niveles de aprobación de gestión e imagen positiva, sino también con varias señales que evidencian confianza de los mercados respecto a las perspectivas económicas de corto y mediano plazo, los desafíos se multiplican y generan interrogantes sobre la sostenibilidad del experimento político en curso.
Con respecto al “termómetro” de la opinión pública, según una encuesta de Opina Argentina conocida hace apenas unos días, el nivel de aprobación del gobierno alcanza el 52%, un guarismo que no deja de sorprender si se tiene en cuenta el brutal ajuste que se hace sentir con dureza en un contexto de pérdida de poder adquisitivo del salario, alta inflación y desplome de la actividad económica.
En lo que concierne a los mercados, hay inocultables señales de optimismo. El férreo compromiso del gobierno con el superávit fiscal, por momentos rayano con la obsesión, y la curva descendente de la inflación, aún a cuentas de una profunda recesión, insufla optimismo en los actores económicos locales y en el establishment financiero internacional. La calma en el mercado cambiario, el crecimiento de reservas del Banco Central, la recuperación de los bonos soberanos, la tendencia alcista local y en Wall Street, y un riesgo país que ya está por debajo de los 1500 puntos básicos, son algunos indicios de ello.
Y, todo esto, se da además en un contexto de alta fragmentación y crisis de liderazgos de una dirigencia política tradicional que, aún conmovida por el triunfo del libertario y por los niveles de apoyo que conserva, no logra todavía articularse como oposición frente a una ciudadanía hastiada de los fracasos y promesas incumplidas. Una situación que, por cierto, le ha permitido a Milei avanzar aun chocando con la política, como da cuentas no solo el fracaso de la Ley de Bases en Diputados sino también el rechazo en el Senado del DNU 70/23.
Sin embargo, agotado este periodo de gracia propio de la consabida luna de miel, el riesgo de Milei pasa por sobredimensionar estas ventajas circunstanciales, minimizar el alcance de la política, suponer que será posible gobernar sin el Congreso, o esperar que la tolerancia social a las consecuencias del programa económico sea eterna.
Es que sin perjuicio del amplio apoyo o aceptación de su programa de reestructuración económica, incluido el ajuste que se deriva de la combinación de licuación y motosierra, Milei no ha logrado aún convertir la gran mayoría de las promesas y reformas anunciadas en medidas concretas. En este contexto, es ingenuo esperar que el profundo hartazgo y descreimiento social que coadyuvó a su llegada al poder sea eterno, y que el “principio de revelación” del que ha venido haciendo uso y abuso no sea un búmeran que acaba por horadar esa posición privilegiada que ostenta desde su arribo a la Casa Rosada.
El peligro concreto para un gobierno cuya gobernabilidad se sostiene más en el apoyo popular que se desprende las encuestas que en el plano de avances concreto, radica en el plano de las siempre efímeras y cambiantes expectativas. En otras palabras, si la cuota de esperanza o incluso la resignación ante lo que muchos perciben como una “última oportunidad” sigue alcanzado para compensar el dolor que genera un ajuste de esta profundidad, rigor y velocidad, en un escenario en el que difícilmente perciban en el corto o mediano plazo mejoras concretas en términos de calidad de vida.
Mientras tanto, Milei busca comprar tiempo aferrado a la funcionalidad que ha demostrado hasta aquí su narrativa. Así no desaprovecha las muchas oportunidades que la realidad ofrece para alimentar la supuesta polarización entre “los argentinos de bien” y “la casta”, y hace gala de su intransigencia y frontalidad, convencido de que ser políticamente incorrectos y brutalmente “honesto” es lo que le pide la opinión pública.
Lo cierto es que esta llamativa prescindencia de la “política’' que implica entender las lógicas de actores suelen moverse en función de beneficios y costos políticos, no solo le ha venido generando complicaciones para pasar del plano simbólico al de las realizaciones concretas, sino que le abre constantemente nuevos focos de conflicto, muchos de ellos evitables o irrelevantes para sus pretendidos objetivos, pero que acaban por complicar un escenario ya de por sí muy complejo y desafiante.
Milei parece abrazar así una lógica casi autodestructiva, dinamitando todos los puentes con un sector de la oposición abierto al diálogo y dispuesto a negociar, y llevando al paroxismo un dogma rupturista que lo lleva no solo a correr el velo de la “casta” sino a exponer también muchas incoherencias propias. La nominación del juez Lijo para la Corte Suprema es solo un ejemplo al que pueden sumarse los recientes escándalos por el aumento de salarios del Ejecutivo, el nepotismo de los ineficientes legisladores oficialistas, las constantes agresiones al periodismo, la brutal descalificación personal al que opina distinto, o la incitación “selectiva” a la rebelión fiscal en la provincia de Buenos Aires, por citar algunos casos.
Así las cosas, es esperable que estas ventajas iniciales con las que contaba el gobierno se reduzcan, a la par que la paciencia social comience a mostrar signos de agotamiento. Todo ello en un panorama económico y social que se avizora aún más complejo en los próximos meses, y con un gobierno que por momentos parece creer que lograr el equilibrio fiscal a cómo debe lugar y estabilizar la economía son un fin en sí mismo, y no una condición necesaria pero no suficiente para pensar en un sendero de crecimiento sostenido a mediano y largo plazo.