Rosario, una ciudad de plastilina

Una historia de narcocrimen, desenredo y privatización del poder, en la que los chicos sin calma gatillan y comercializan el dólar banana

Policías vigilan en la ciudad de Rosario (EFE/Franco Trovato Fuoco)

Mucho se sabe y mucho se ha escrito de esta saga cinematográfica del subdesarrollo, lo cierto es que en 2009 planteamos una hipótesis de conflicto, violencia y disputa territorial que hoy es innegable. Sicarios, homicidios por encargo, asesinatos, atentados, amenazas, balaceras y acciones al margen de la ley hicieron de la ciudad de la Bandera Nacional, un reducto metropolitano en donde los fusiles escupen balas de cocaína.

En tiempos de la mafia, 100 años atrás, la asistencia pública (hoy salud), y moralidad pública (hoy policía local), controlaban los carnets sanitarios en los burdeles y casas de cita, siendo una buena excusa para observar de cerca el entramado comercial que corría por los túneles en el submundo del contrabando.

La droga es un negocio ilícito, y como todo negocio se materializa en una matriz de oferta y demanda, en donde el narcotráfico y sus derivaciones (microtráfico y narcomenudeo) expresan la oferta y el consumo, y las adicciones expresan la demanda. No es un dato de color, sino una realidad que la salud y la seguridad vuelven a aparecer como estamentos de prevención y control del mercado y de la ilegalidad.

Rosario vive una guerra urbana, habiendo superado los tres estadios del narcotráfico: filtración, penetración y copamiento para la comercialización, producción y exportación de mercancías ilegales y estupefacientes, entendiendo la producción como estiramiento, ya que en nuestra región no hay plantaciones de coca y éstas se encuentran en los países productores: Bolivia, Colombia y Perú.

La dinámica es variada y muy versátil, una plastimasa multicolor capaz de adaptarse a las mil y una noches, pero que podemos sintetizar en tres grandes escenarios: el territorio, las cuevas de lavado y la hidrovía. En cada uno de estos escenarios cambian y se perfeccionan los actores, y a diferencia de las mafias prostibularias de 1900, la infiltración atraviesa a una inmensa mayoría de la sociedad, y la droga lamentablemente comienza a ser parte de la vida misma, con aparatos de violencia y poder, y con dinero en gran magnitud para corromper a la política, la justicia, la policía, la penitenciaría, el empresariado, el sindicalismo y todo estamento que se interponga en el camino.

En el territorio, en la periferia y en los suburbios se dan los enfrentamientos armados, una lucha despiadada a sangre y fuego por el control de la venta minoritaria y el menudeo de baja escala, operado por bandas muy precarias, clanes familiares que a través del sicariato y la violencia intentan la conquista de un nuevo barrio o reducto.

En las cuevas financieras -el paladar negro del narcotráfico-, el microcentro y macrocentro de la ciudad, aparece el “dólar mono” o el “dólar banana”, a 2,5 puntos por encima del dólar blue, que le permite continuar con el circuito y el flujo de mercancía para que el abastecimiento no se detenga.

Y, finalmente, en la hidrovía, la autopista que exporta las mercancías ilegales y estupefacientes por el Río de la Plata, el Atlántico, el norte de Africa, para ingresar al segundo consumidor de cocaína del planeta, que es el continente europeo.

Durante muchos años la desidia fue absoluta; tibieza gubernamental, justicia abolicionista y políticas pseudoprogresistas que protegían a los delincuentes y no a las víctimas y las fuerzas del orden. La criminalidad intenta privatizar el poder a través de la violencia para caminar hacia un narcoestado. Y más allá de que la sopa estaba espesa, y las bandas extorsionaban a los comerciantes para un pago semanal a cambio de protección mafiosa, el Estado decidió ir a fondo para terminar con las operaciones territoriales que subyacen en el mundo penitenciario, y allí se instalaron los pabellones de alto perfil, se ajustaron las condiciones y las requisas, e intensificó la política criminal a través de la inteligencia especifica.

El Centro de Justicia Penal de Rosario (EFE/Juan Ignacio Roncoroni)

La problemática tiene variedad de etapas como la aceptación del flagelo. Asumir no es sinónimo de resignación. Luego, la etapa de diagnóstico serio, profesional y basado en la evidencia de seguridad objetiva y no en opiniones de dimensión subjetiva. Suponer no es lo mismo que comprobar. Y, finalmente, la etapa de abordaje interdisciplinario, con cuatro grandes aristas que posteriormente se ramifican:

- Intervención y contención social

- Educación y reingeniería cultural

- Seguridad ciudadana propiamente dicha

- Justicia, para la armonía y convivencia.

En consecuencia, el Estado debe contener, educar, proteger a sus ciudadanos, y castigar a quienes infringen la ley.

Abordar y controlar el narcomenudeo y el microtráfico se ha convertido en el nuevo desafío del siglo XXI, hablando de una de las problemáticas más complejas dentro de la narcocriminalidad. Paradójicamente, encontramos países que logran altos índices de seguridad a pesar de ser potenciales y altos consumidores de sustancias prohibidas.

La mayor parte de los gobiernos latinoamericanos son superados ampliamente por el crimen organizado y/o transnacional, por carecer de estructuras capaces de desarrollar inteligencia estratégica para iluminar el camino hacia un planeamiento estratégico.

La seguridad es un medio, y no un fin. Es un medio para el desarrollo humano, la convivencia y la cohesión social. Es un medio para el crecimiento individual y colectivo, y quien crea que es un imposible, se equivoca.

Claro que se necesitan decisión política, planificación estratégica y coordinación interdisciplinaria, pero esto no es una pelea de un grupo de idealistas rosarinos, sino que es una lucha y una causa común para la subsistencia de la República Argentina.

En Rosario la guerra es absoluta. En ella estamos, en ella vivimos adaptándonos de manera constante, sabiendo que el miedo que imparte el narcoterrorismo es momentáneo; y al mismo tiempo en ella moriremos si es necesario, para preservar el futuro de nuestros hijos y de los cimientos de una nueva nación.