El 14 del mes hebreo de Adar, o el 15 del mismo mes en Jerusalén y algunas otras pocas ciudades (este año 2024, desde el 23 o 24 de marzo por la noche hasta la noche del 24 o 25 respectivamente), los judíos celebramos Purim. En este día festivo, recordamos los sucesos narrados en el Rollo de Esther: los judíos, a punto de ser exterminados por los maléficos planes del ministro persa Hamán, fueron salvados por Dios, mediante la intervención de Esther y Mardoqueo.
El plan de exterminio de Hamán nació de su odio a los judíos. Ese odio había surgido porque Mardoqueo se negó a arrodillarse frente a él. Hamán, ofendido porque Mardoqueo no le rendía el honor que él pensaba merecer, empezó a guardar rencor no solo hacia Mardoqueo sino hacia todos los judíos. Inconscientemente o conscientemente, se estaba activando en su mente el mecanismo de la generalización.
Muchas veces ocurre que la reacción que se tiene cuando una persona de un grupo determinado (nacional, religioso, étnico, sexual, etc) agrede a otro, se demoniza a todo el grupo del agresor.
Cuando un ciudadano de determinada nacionalidad actúa incorrectamente se suele caer en el grave pecado de generalizar que todos los ciudadanos de ese país son iguales.
En la era de la información instantánea, donde los juicios se lanzan a la velocidad de la luz, es imperativo reflexionar sobre una práctica que amenaza la cohesión social y el entendimiento mutuo: la generalización basada en las acciones individuales.
Como seres humanos, buscamos respuestas rápidas y simplificadas para entender situaciones complejas, pero esta tendencia tiene consecuencias graves y perjudiciales.
Cuando un miembro de un grupo comete una falta o realiza un mérito, caemos en la trampa de generalizar, etiquetando a todo el grupo según esa acción. Esto es un error, ya que cada individuo es único. A diario, vemos ejemplos de personas de un mismo grupo que cometen delitos y otras que no lo hacen.
La vida no es una dualidad simplista de blanco y negro, sino un tapiz de matices, diferencias y similitudes. Múltiples variables influyen en las acciones y decisiones de las personas, por lo que reducir todo a generalizaciones simplistas es imprudente.
En lugar de generalizar, es esencial aplicar un juicio justo y enfocarnos en el infractor real en lugar de manchar la reputación de los inocentes.
Cada persona tiene libre albedrío y puede elegir más allá del grupo al que pertenece. La Torá dice: “No morirán los padres por las faltas de sus hijos ni los hijos por las de sus padres” (Deuteronomio 24:16; Reyes 2 14:6). Nadie debe pagar por la falta del otro.
Estas enseñanzas nos instan a evitar las generalizaciones y a reconocer la injusticia inherente en ellas. La condena debe recaer sobre quienes cometen faltas, sin extenderla a todo un grupo por culpa de uno o unos pocos individuos.
En el contexto mundial actual, con tantos conflictos entre grupos religiosos, nacionales y étnicos, no hay que simplificar y decir “todos estos son iguales”, sino analizar, estudiar y focalizar al delincuente sin que sus congéneres sean víctimas de la transgresión de otro de su grupo.
Las generalizaciones tienen el potencial de sembrar odio, desencadenar conflictos y causar destrucción. La generalización es, en esencia, la matriz del infierno en las sociedades.
Para construir una sociedad justa y armoniosa, debemos resistir la tentación de las generalizaciones simplistas y enfocarnos en la individualidad de cada persona y su responsabilidad personal. Solo así prevalecerá la empatía sobre el prejuicio, y podremos evitar el abismo que las generalizaciones crean en nuestras sociedades.