La palabra fue tendencia esta semana, pero hace rato está en boca de todos. La mayoría sabe que hoy decir “virgo” no tiene nada que ver con el signo del zodíaco y que, como explicó sin vueltas Galia Moldavsky el martes en el programa de Futurock ¿Cómo la ves?, “el concepto es más amplio que coger o no coger”. La socióloga, hija del comediante Roberto Moldavsky, hablaba de cómo “los cancheritos de Twitter en la vida real son unos cagones, gente que ha sido marginada mucho tiempo”. La definición que intentó después se hizo viral y como era esperable tuvo en las redes la respuesta airada –violenta– de miles de los que se dieron por aludidos.
Digo que era esperable porque se sabe que este grupo encabeza la escalada de violencia digital que está sobre todo dirigida a las mujeres que opinan. Los datos en este sentido son alarmantes: en un reciente estudio de ONU Mujeres y la Alianza Regional por la Libertad de Expresión, el 80% de las entrevistadas dijo haber dejado de participar activamente en Twitter por temor a los ataques de trolls y el 40% admitió autocensurarse en sus intervenciones.
En este caso, les molestaba que Moldavsky pasara en limpio un término que en general se repite sin mayor análisis: “Sus características principales –había resumido ella con claridad– son que se sienten más cómodos entre varones que entre mujeres; les incomoda la presencia femenina, nunca las han tomado como amigas, como pares. Muchos de ellos se encuentran en la ‘calle online’, pueden ser los videojuegos, los foros tipos Reddit, 4chan –en su versión más violenta yankee–, o Twitter; se nota que nunca han tenido un vínculo horizontal con una mujer por cómo hablan de ellas, o las ponen muy arriba o las consideran un pedazo de mierda, nunca un par… Por eso uno los acusa de virgos, porque una persona que se vincula normalmente con los dos géneros no tiene una visión ni recontra exultante ni recontra denigrante, quizá se puede vincular normalmente como con uno más”.
El debate –si se puede llamar debate a la agresión sostenida contra una profesional cuyo pecado fue describir una categoría social de uso extendido entre jóvenes y adultos– coincide con la publicación en la Argentina del último libro de la filósofa inglesa Nina Power, ¿Qué quieren los hombres? La masculinidad y sus críticos (Adriana Hidalgo Editora, 2024). Se trata de un ensayo que generó bastante controversia en Europa, porque vuelve a plantear un escenario de guerra de los sexos a la 1980. Power, una aguda crítica de los excesos del #MeToo, dice que nunca antes hombres y mujeres se habían acercado tanto en sus comportamientos sociales, económicos, educativos, culturales y sexuales, pero que a la vez parecen más alejados e incapaces que nunca para entenderse unos a otros. Y cree que cada vez más necesitamos pensar menos en términos de estructuras como el patriarcado y más en los del respeto mutuo y las interacciones personales.
Aunque su planteo puede volverse por momentos demasiado simplista, también es cierto que las generalizaciones radicales que tendieron a señalar por todos nuestros males al dominio masculino sin tener en cuenta nuestra propia contribución a ese entramado, sólo lograron excluir y culpabilizar a varones demasiado jóvenes como para hacerse cargo de siglos de opresión –y hasta darles argumentos para sentirse juzgados y contraatacar–. Para la filósofa resulta bastante evidente que, en lugar de seguir demonizándolos, deberíamos tratar de entender a estas comunidades de varones que comparten sus dilemas en foros de Internet (la llamada “manósfera”) y que en inglés son conocidos como “incels” (célibes involuntarios; no, nuestros “virgos” no nacieron de un repollo ni son un fenómeno aislado).
Después de años en los que la política identitaria pregnó y atravesó todos los discursos, suena bastante razonable leer que es imperioso dejar de lado nuestras diferencias. Pero a la vez es muy difícil encontrar puntos de contacto con estos grupos enardecidos a los que la filósofa feminista australiana Kate Manne definió como “el vívido síntoma de un fenómeno cultural mucho más amplio y profundo, que cristaliza la sensación tóxica en algunos hombres de tener derecho a ser respetados y admirados de manera amorosa e incondicional, y a intimidar e incluso destruir a quienes no lo hagan o se nieguen a hacerlo”.
Si cuesta ponerse de acuerdo con Power sin objeciones, tiene sentido ver al menos que muchos de estos chicos, criados en plena primavera feminista, y en medio de una creciente crisis de la economía internacional a la que se sumó el aislamiento mundial por la pandemia, quedaron afuera de todo tipo de contención educativa y están condenados a empleos, salarios (y vidas) precarizados. “La calle online” de la que habla Moldavsky les dio de algún modo la oportunidad y el consuelo de ser otros, más divertidos, menos solos; en definitiva, más queridos, simplemente lo que ansiamos todos. Y gurúes de “sabiduría sintética” que combinan cristianismo, ideas libertarias y junguianas y explicaciones misóginas para sus dolores, como Jordan Peterson –un autor que veneran y buscan emular personajes locales como Nicolas Márquez y Agustín Laje–, les ofrecieron algo parecido a un marco teórico en el que amparar su resentimiento.
De nuevo, es útil pensar en cómo la absurda competencia de padecimientos en la que nos embarcó sin buscarlo la política identitaria nos hizo perder de vista la necesidad de minimizar el daño para todos. “El victimismo ha pasado a ser una herramienta muy poderosa y maliciosa en potencia”, dice Power, y agrega: “recompensar a un grupo por el sufrimiento infligido por otro no puede sino resultar en un contraataque aún peor que el daño original”, en una especie de bucle infinito de la Ley del Talión.
No hace falta poner en duda las históricas y persistentes desigualdades de género –ni la violencia machista que mata y viola en manada– para preguntarse como Power –o como lo hizo antes y con maestría Rita Segato–: “¿Es mejor entender a los hombres que tememos o es mejor aislarlos y condenarlos más al ostracismo?”. No tengo la respuesta, pero sí la sensación de que aún si nuestro único objetivo es reducir el sufrimiento de las mujeres y las niñas vamos a tener que empezar a escuchar a los “virgos” que, como también dijo Moldavsky, no necesariamente son todos dañinos. A veces, agrego, apenas son chicos dañados. En eso coincido con Power: “Quienquiera que se interese por la humanidad debería preocuparse por su dolor [...], en el mejor de los casos, para evitar que lo transfieran a sí mismos, unos a otros y a las mujeres”.